Joan Simó y Rodríguez
Entrevistamos a Vicent Partal, que acaba de publicar ‘Fronteres’ (Comanegra), donde narra las impresiones que le han causado algunas de las fronteras que ha atravesado durante su extensa trayectoria profesional.
Mi abuelo nació en Ferreiros de Entrimo, una aldea situada en la frontera con Portugal. Siempre que he ido me ha sorprendido el hecho de que, a pesar de hablar un gallego cerradísimo y estar mucho más cerca de la primera localidad portuguesa que de Orense, la poca gente que vive sigue los partidos de ‘La Roja’, vota en las elecciones españolas y mira los informativos de La 1. A tan sólo siete kilómetros de ahí, las cosas cambian. Los niños admiran a Cristiano Ronaldo y, en la escuela, les hacen aprender los poemas de Pessoa en lugar de los de Rosalía de Castro o Lope de Vega. Una distancia ridícula separa dos imaginarios colectivos radicalmente diferentes, pensados para hacer que alguien de Ferreiros se sienta más cercano a un ciudadano de Sevilla que a uno de Braga, más cercana pero ubicada en una zona horaria diferente.
Vicent Partal habla de este tipo de situaciones inverosímiles en ‘Fronteras’ (Comanegra), su último libro, donde, además de reflexionar sobre todo lo que rodea a estas líneas divisorias, narra las impresiones que le han causado algunas de las que ha visitado durante su extensa trayectoria profesional. Las hay de todo tipo. A veces la frontera contada tiene forma de muro –como en El Paso o en el Berlin comunista–, otras de biblioteca –como en Ciudad de México– o de palabra –como en un Gaeltacht de Belfast– o de humo de cigarrillo –como en el Montreal de mediados de los ochenta–. Estos ejemplos, parte de los treinta y siete que incluye el volumen, sirven al director de VilaWeb para justificar la propuesta que defiende en las primeras páginas del volumen, es decir, la de entender las fronteras como un espacio ambiguo, cambiante, alejado de la idea monolítica defendida por los estados-nación modernos, la que a todos nos viene a la cabeza cuando hablamos de fronteras.
—Nos hemos acostumbrado a entender las fronteras como algo natural.
—Ésta es la trampa que el libro intenta desmontar. Las fronteras entendidas como una línea fija son nuevas. No estamos hablando de algo con miles de años de historia, sino de una creación que, además, se ha exportado a todo el mundo de una forma muy poco sensata.
—Las líneas rectas que separan algunos países de África son un ejemplo de ello.
—Basta con mirar a los mapas para ver que aquello no tiene sentido, que sólo genera problemas.
—¿Cuándo empezó el lío?
—La Revolución Francesa crea la nación en el sentido moderno de la palabra y las naciones necesitan fronteras para dotarse de una figura reconocible.
—Y todavía arrastramos sus consecuencias.
—La crisis de Ucrania lo está demostrando una vez más. Los estados perciben las fronteras como algo intocable.
—Podemos cambiar de religión o sexo, pero no podemos dejar de ser españoles.
—Es una paradoja. No tiene sentido que la nación sea la única identidad sobre la que no podemos autodeterminarnos.
—En algún momento debe cambiar.
—No existe ningún país del mundo que tenga unas fronteras inalterables, eso no existe, ni en el caso de las islas. Puede parecer que Islandia tiene una frontera magnífica, pero no fue independiente hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
—Nada es eterno.
—La cuestión es saber qué espacio geográfico puedes gobernar manteniendo una convivencia política sensata. Y este espacio no tiene por qué corresponder con ninguna idea prejuzgada.
—Pero nuestra nación va de Salses a Guardamar.
—Probablemente una Cataluña independiente no tendría las mismas fronteras que la Cataluña autonómica. Quizás Menorca y Morella se añadirían y el Vall d’Aran decidiría ir por su parte.
—Pero…
—Mientras no estén sujetas a la posibilidad de ser cambiadas políticamente, las fronteras estatales serán el gran problema de la sociedad internacional, todos los conflictos nacen de ellas.
—Alguna virtud tendrán.
—A mí no me interesan las fronteras administrativas, las de los pasaportes, los guardias y las barreras, sino las reales, que son un espacio interesante y positivo, el lugar donde te encuentras con el otro y, por tanto, te reconoces a ti mismo.
—Y a pesar de todo el mundo parece cada día un sitio más homogéneo.
—Llegará un punto en el que en todas partes tendremos un McDonald’s y un Zara, pero eso no afecta al fondo de la cuestión.
—¿No se disolverán las identidades?
—La identidad no se borra.
—¿Ni en las ciudades?
—Es verdad que hay entre 50 y 100 ciudades en el mundo que hoy son algo difícil de contar. Tarde o temprano existirá un archipiélago de ciudades que serán lugares totalmente globales, pero el conjunto de los países está todavía muy lejos de ello.
—¿Barcelona es Cataluña?
—Hay mucha gente para la que ciudad es un puro decorado que no tiene ningún tipo de implicación en sus vidas. Ocurre en Nueva York, pasa en Londres, pasa en Barcelona y acabará pasando en muchos otros lugares, pero eso no llegará a ser mundial.
—De momento puedo ir de Lisboa a Helsinki sin que nadie me pida ningún pasaporte.
—Más que borrar las fronteras, la Unión Europea las ha compartido, creando una mucho más dura: el Mediterráneo. Es un movimiento contradictorio, se disuelven las fronteras interiores pero se fortifican aún más las exteriores.
—En el libro no habla de esa frontera.
—Me he dejado muchas. Siempre es complicado elegir. No hablo de Gibraltar, por ejemplo, donde tuve una conversación fabulosa con su primer ministro, o de la propia Ucrania.
—¿Ahora la añadiría?
—Sí. Hablo del caso de Transnístria, que es muy equivalente al del Donbass, pero si el libro lo hiciera ahora, hablaría de Ucrania por razones obvias.
—Parecía que la historia debía terminarse y mire.
—Yo nunca he creído que la historia hubiera terminado.
—Fukuyama sí lo pensaba.
—No del todo. Cuando lo entrevisté en su despacho de Stanford se quejó de que el marketing había matado su teoría.
—Lo que no se esperaba es que Rusia invadiera Ucrania.
—Yo tampoco. Hay cosas que pensaba que ya estaban superadas y que lamentablemente no lo están.
—¿Cuándo lo estarán?
—Nuestro mundo está lleno de injusticias y mientras éstas existan la historia no terminará. Si algún día llegamos a la justicia universal y a un punto en el que todo el planeta sea feliz y viva con dignidad quizás sí se acaba.
—Mientras tanto, ha escrito este libro.
—Pero el libro que me haría ilusión escribir no podré hacerlo.
—¿Por qué?
—Toda mi vida había pensado que un día me sentaría durante tres años para escribir un ‘megalibro’ de 500 páginas hablando de las fronteras.
—Pero debe escribir los editoriales de VilaWeb.
—Y estallan guerras… Y tengo que hacer la pizarra…
—George Steiner diría que ha hecho un ‘Unwritten book’.
—He hecho el libro que me era posible hacer.
—Hablando de su tema favorito.
—Mi vida siempre ha sido la política internacional, si me convertí en el director de VilaWeb fue por accidente.
—Atravesó la frontera digital.
—Cuando con la Assumpció (Maresma) empezamos a decir que internet era el lugar donde había que estar mucha gente nos trataba de locos.
—Se equivocaban.
—Yo soñaba con hacer un diario diferente a aquellos en los que había trabajado y lo conseguí gracias a una revolución tecnológica que parecía impensable.
—Un diario que mira al mundo desde los Països Catalans.
—Nos interesa todo lo que ocurre en el Estado español y en el Estado francés, que es donde, de momento, viven nuestros lectores. Salvo los andorranos, claro.
—Por eso hablan tanto del caso Yvan Colonna.
—Córcega está aquí mismo. Yo a veces no entiendo los periódicos que hacen una información enormemente detallista de lo que pueda ocurrir en Cádiz y no hacen lo mismo con Córcega, como si no la tuviéramos mucho más cerca…
—Y como si no tuviéramos un problema similar.
—Un problema que nace de la obsesión de los estados al no permitir el cambio de fronteras.
—Todo parte de una creencia ciega.
—Dice Russell que no es necesario creer sino averiguar.
—Y Russell es un desinfectante intelectual.
—Fuster lo consideraba así.
—Una metáfora algo violenta.
—Pero que se entiende perfectamente.
NÚVOL
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