A medida que se agrava la crisis se va rompiendo el frágil equilibrio entre la retórica y los hechos. De este equilibrio la clase política ha vivido durante décadas, pero la gestión de la realidad con ambigüedad controlada acaba cuando no queda nada por gestionar. El PSC se hunde en el arenal de la indefinición, que también es una manera de definirse. Y CiU suelta globos sonda para encontrar la fórmula retórica que capte las emociones del momento. Tras las grandes movilizaciones ciudadanas se ha visto empujada a hablar de Estado propio. Sabe que las apuestas han subido el valor de la partida, pero no muestra su carta. ¿Quién sabe qué queda del concepto de Estado una vez pasado por su fábrica de eslóganes? Claro y catalán, para obtener el estado propio habría que pasar del vago derecho a decidir al jurídicamente comprensible derecho a la autodeterminación. Pero CiU nos tiene acostumbrados a imaginar horizontes ambiciosos que luego se quedan en reivindicaciones a la medida de los grupos de presión, que son en realidad los que deciden la agenda.
¿Qué quiere decir Estado propio en boca de CiU? Hay que preguntárselo ya que éste será muy probablemente el núcleo del programa con el que CiU buscará la mayoría absoluta. Y no nos engañemos, en política la palabra es la cosa. Por ello el Tribunal Constitucional no toleró la palabra ‘nación’ ni en el preámbulo del Estatuto. A menudo creemos que las palabras son accesorias e imaginemos una ontología de puras cosas-en-sí kantianas, pero es sobre las palabras donde se soporta el entramado de la comunicación y la relación humana y es a través de las palabras como nos apropiamos de conocimientos de los que no tenemos experiencia directa. Si somos de manga ancha con las palabras, la realidad se nos escurre.
Demasiado a menudo los nombres han sido la panoplia de la escenificación de un poder ficticio. Autonomía, gobierno, cámara catalana, soberanía compartida y una larga retahíla de intentos de denominar la cosa, que no era tal cosa sino auténticas filigranas para hacer aceptar, dentro y fuera del Estado, la excepción catalana. Porque no nos engañemos a nosotros mismos repitiendo el tópico de que el Estado nación ya no tiene sentido en el siglo XXI y que podemos prescindir salvando los muebles de un edificio en ruinas. Convengamos, si queréis, que las uvas están verdes y despreciemos los estados nación desde una afectada superioridad de gente avanzada y moderna. Pero los organismos que regulan el orden internacional no reconocen excepciones subestatales, por más adjetivadas que estén. Un Estado Libre Asociado o un Freistaat no hablan de tú a tú a ningún gobierno. La palabra libre, que exhiben en su nombre oficial, es, por el contrario, la marca de su supeditación a una instancia más alta.
En política, la confusión de intenciones es una manera de generar ignorancia. No vale excusarse defendiendo que hay que actuar en la sombra. Esto ya lo hacen los poderes fácticos. Los políticos se deben a las personas, a las emociones y a los deseos a los que apelan a todas horas. No porque tengan que dejarse arrastrar por deseos y emociones, sino porque hacer política de verdad implica convertir emociones y deseos en conocimiento. La autodeterminación y la construcción del Estado comienzan con una mirada precisa a la realidad para abrir caminos de acción eficaz. Si se priorizan las emociones, la sociedad se divide fatalmente. Dividida por el deseo, Cataluña será infaliblemente pasto de sus dominadores. Si en cambio se insiste en los hechos, en los datos incontestables, la división se hace más difícil, tan difícil y absurda como discrepar sobre la palangana de barbero que Don Quijote se pone en la cabeza. Pensar que las personas, con la información en la mano, se posicionan contra su bienestar y el futuro de sus hijos es menospreciarlas. Por eso me parece gratuito el argumento que predice que muchos catalanes no querrían la independencia porque se sienten emocionalmente ligados a España. ¿Qué quiere decir ’emocionalmente’? Al día siguiente de la independencia España todavía estará donde está ahora y quien se sienta emotivamente implicado en esa nación verá que puede seguir sintiéndose así. Pero lo más verosímil es que con la independencia las emociones se sosieguen, una vez desaparecida la tensión entre dominación y rebelión y comenzado la etapa del respeto.
Cada vez son más los que saben que construir el Estado no adjetivado es la única reforma que conviene a Cataluña. Pero esta constatación, que hoy ya es racionalmente incuestionable, no se convertirá en realidad por el solo hecho de insistir en ello. Los que dominan el Estado actual dominan también las herramientas de la reforma; los últimos dos años hemos tenido la evidencia abrumadora. Por tanto, el cambio vendrá, si viene, de los que no ven representados sus intereses en los órganos de decisión estatal, y vendrá, si viene, de su capacidad de imprimir un ritmo de cambio que no puedan ignorar los poderes fácticos y sus órganos de creación y modificación de la opinión.