La vida vasca de Irène Némirovsky

EXISTEN novelas que resultan más reales que algunas vidas, y biografías que empequeñecen la más intensa de las ficciones. El descubrimiento de un manuscrito perdido de Irène Némirovsky alumbró una auténtica conmoción en el mundo editorial francés y europeo hace ocho años. “Novela excepcional escrita en condiciones excepcionales”, como subraya el sello Salamandra, Suite francesa rescató no solo las historias de sus personajes, más miserables que heroicos, extraviados en la Francia ocupada, sino también la peripecia dramática de su autora, la novelista rusa Irène Némirovsky, cuya historia posee un vínculo indiscutible con Euskal Herria. En Iparralde se inspiró y escribió algunas de sus novelas, aprendió euskera, pasó incontables veranos y sus últimas horas felices: el principio de su fin lo encontró en Hendaia, el 1 de septiembre de 1939, cuando las tropas de Hitler invadieron Polonia.

 

En la historia de perpetuo exilio de Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942), Biarritz, Urruña o Hendaia emergen como los lugares a los que regresó una y otra vez. A los 16 años ya había vivido en su ciudad natal, en la zona alta de San Petersburgo, en Moscú -huyendo de la radicalización de los bolcheviques-, en Finlandia -madre e hija escaparon de su país disfrazadas de campesinas cuando Lenin puso precio a la cabeza de su padre, entonces presidente del consejo del Banco de Comercio de Voronezh, administrador del Banco de la Unión de Moscú y miembro del consejo de la Banca privada de Comercio de Petrogrado-, en Suecia -donde el astuto patriarca de los Némirovsky había derivado su fortuna- y finalmente, en el ocaso de la I Guerra Mundial, en París, integrados en la inmensa colonia rusa de la capital francesa. Allí, sus padres, Anna y Leonid, se transformaron en Fanny y Léon, e Irma Irina en Irène Némirovsky.

 

Además de constituir un refugio recurrente, Iparralde funciona en un resumen de su intensa vida: de la despreocupación de sus años jóvenes en los hoteles opulentos de Biarritz y los bailes en San Juan de Luz, a sus años de progenitora afectuosa y escritora disciplinada en casas alquiladas en Urruña y Hendaia, donde fue alcanzada por el eco bélico de la Guerra Civil española y el inicio de la II Guerra Mundial, preludios trágicos de su final.

 

De niña visitó Iparralde en varias ocasiones, pero fue en 1921 cuando se rindió a los encantos del país, según recoge su hija menor, Elisabeth, en la biografía de su madre, El mirador. “Ese verano lo pasé en Biarritz con mis padres. Aquel año me enamoré del País Vasco, especialmente de Hendaia, adonde iba con Miss Mathews -su institutriz- a broncearme todas las tardes en la estrecha y dorada playa en forma de arco, bajo un sol encendido que daba a las carnes de los bañistas reflejos de cobre dorado. Por la noche, antes de volver a casa, solíamos caminar por el dique que bordea el Bidasoa -describió-. Barcas de pescadores se deslizaban en silencio por el río inmóvil en el que se reflejaban nubes rosadas. Hasta nosotros llegaban a ráfagas los gritos de los tenistas, la música de la orquestina a cuyo son bailaba gente joven en una terraza sostenida por pilotes sumergidos en el agua. Enfrente se sucedían las luces coloreadas de Fuenterrabía”, donde la familia cenaba a menudo.

 

La futura escritora celebró su mayoría de edad con fiestas en el suntuoso Hotel du Palais de Biarritz -reconstruido tras el incendio de 1903 y muy valorado por los aristócratas rusos por su diseño, que imitaba a Versalles-, y noches en alguna de las 125 habitaciones del Eskualduna (hoy convertido en un inmenso edificio de apartamentos). “Estas pequeñas excursiones eran deliciosas”, confesó.

 

Más allá de su faceta lúdica, Iparralde impregnó el contenido de varios de sus argumentos literarios. En Irène Némirovsky: her life and her books, Jonathan Weiss recuerda que su primera novela, Le Malentendu, iniciada en 1925, trata sobre el amor adúltero de una joven mujer casada y un aristócrata arruinado que se desarrolla en Hendaia. En Le Malentendu se retrataba Biarritz como “uno de los dos centros más atractivos del universo cosmopolita”; el otro era Donostia, de lo que se deduce que también paseó por sus calles. “Los personajes que la escritora dibuja en sus novelas pertenecen a la alta burguesía francesa, la gente que ella podría observar en la playa, en los restaurantes y en el casino de Hendaia, pero que no serían amigos de su familia. Es una curiosa elección de tema para una mujer joven que podía encontrar mucho más drama en el mundo de su propia familia; de hecho, Irène llegó a esa misma conclusión cuando empezó a escribir David Golder”, observa Weiss. Efectivamente, en su segunda novela se materializa ese mundo turbio, esbozado en sus relatos, de los nuevos ricos afincados en la costa vasca. Biarritz -el lugar en el que “toda Rusia se queja de que hay demasiados rusos”, según Chejov- era “la nueva Sodoma”.

 

“Se me había ocurrido la idea en Biarritz, donde sitúo parte de la intriga de la novela, aquel ambiente de financieros ambiguos, gigolós y cortesanas que frecuenté con mis padres antes de casarme. Fue durante aquella larga velada que pasé en el Casino esperando a mi padre, viendo entrar y salir de la sala de juegos a hombres de rostro rubicundo con el puro en la boca y mujeres engañadas”, escribió Némirovsky. El magnate Alfred Loewenstein, que pretendía levantar un nuevo Montecarlo entre Biarritz y Baiona, un tipo de Xanadu con carreras de caballos, casinos, salones de baile, cursos de golf, pistas de tenis y tiendas de lujo, inspiró el protagonista de David Golder a medias con su propio padre. Esta novela, que sedujo al editor Bernard Grasset, recibió el aplauso unánime de la crítica y fue adaptada al cine, significó el comienzo de su popularidad artística.

 

LAMENTO

 

Las fugas que no perpetró

 

En 1934, ya en su condición de esposa, madre y escritora reputada, pasó el verano en Hendaia y, más tarde, en Urruña, donde corrigió y remató El vino de la soledad, la más autobiográfica de sus novelas. “Es un delicioso y antiguo pueblo, y la casa que hemos alquilado es una antigua sede de correos de la época de Luis XIV, con enormes muros, armarios interminables, escaleras y lugares secretos”. “La casa de Urruña en la vieja carretera hacia España, fue de hecho un remanso de paz, propicio al trabajo creativo”, concluyen Olivier Philipponnat y Patrick Lienhardt, autores de la exhaustiva biografía The life of Irène Némirovsky (2007). La armonía empieza a resquebrajarse en la propia Urruña el verano del 36, donde la atrapó el estallido de la Guerra Civil española. “Estoy pasando mis vacaciones en Urrugne, una pequeña y deliciosa parte del paisaje vasco donde, por el momento, no se escucha el sonido de las ametralladoras”, constató.

 

En 1938, con el antisemitismo adueñándose de Europa, el panorama se tornó sombrío. Némirovsky, su marido Michel Epstein, y las hijas de ambos, Denise y Elisabeth, de apenas un año de edad, alquilan Ene Etchea, en Hendaia, una villa ubicada junto a la playa, “construida en estilo vasco”. En julio, la escritora redactó: “Nos sofocamos en la casa, en la arena. No hay deseo de trabajo y al mismo tiempo (se instala) una vaga ansiedad…”. Ese verano, Némirovsky elimina el título que había pensado originalmente para una de sus novelas, Enfants de la nuit, porque le recuerda a Voyage au bout de la nuit de Celine, conocido antijudío. Se trataba de Los perros y los lobos. La modificación del título metaforiza un cambio en la percepción de Némirovsky, que nunca sintió demasiado apego por el judaísmo. Su amiga Myriam Anissimov, que prologa su libro póstumo, precisa que en sus libros, “al describir la ascensión social de los judíos, hace suyos toda clase de prejuicios antisemitas y les atribuye los estereotipos en boga por entonces”. Se casó por la sinagoga por complacer a su suegro y dejó escrito: “Mi marido se siente tan poco israelita como yo”.

 

Por eso, quizá, nunca se sintió en peligro, hasta que fue demasiado tarde. “Me alegra no haber escuchado las sugerencias de mi padre que, alrededor de 1926, sintió la tentación de ir a Norteamérica y casi nos convenció de que le siguiéramos y nos instaláramos en aquel país. Sé que cuando decidí no escucharle obré como convenía, porque opté por la seguridad, la paz, la moderación. Ni nosotros ni mi hija corremos aquí ningún riesgo”, reflexionaba a finales de los años 20. En 1929, Némirovsky anotaba sobre Francia: “Hay que tener mala fe para pretender que actualmente existe xenofobia hacia nosotros”. En junio de 1942, un mes antes de desaparecer, se reprochó desolada su credulidad.

 

De su último verano en Ene Etchea, en 1939, no guardó “hermosos recuerdos” aunque algunas instantáneas, como las que se publican bajo estas líneas, rescatan instantes felices. “Sería un tormento para mí evocar aquellas últimas vacaciones, por lo que prefiero cerrar mi memoria a aquel verano”, manifestaría después.

 

La noche del 22 de agosto les golpeó la comunicación del Deutsches Nachrichten-Büro, la agencia oficial alemana de noticias: “El Gobierno del Reich y de los Soviet han decidido firmar un pacto de no agresión entre ellos”. “Esas palabras significaban sin duda… guerra”, asumió Némirovsky. Mientras, se desvanecían las esperanzas de Irène y su marido Michel Epstein de ser considerados ciudadanos franceses. Su doble condición de rusos y judíos les coloca en una situación muy peligrosa, que no consiguen mitigar ni las ayudas de amigos influyentes ni la notoriedad de la escritora.

 

Una semana después, conocieron en Hendaia que se declaraba la II Guerra Mundial. Inmediatamente, Cécile, su antigua asistenta, viajó a Hendaia a recoger a las niñas para ponerlas a salvo en su pueblo, Issy-l’Évêque. Nèmirovsky se trasladó a París para cuidar a su marido, enfermo de septicemia, pero, para estar con sus hijas, durante 1941 y 1942 se desplazaron a menudo a la localidad, donde ella emprenderá el proyecto de Suite francesa.

 

LEGADO

 

Testimonio vivo

 

En junio de ese aciago 42, completamente desmoralizada, redactó un testamento en favor de la tutora de sus hijas. La experiencia vasca no daba lugar a engaños: “Conservábamos un recuerdo espantoso de los campos para refugiados españoles que habíamos visto en el País Vasco al final de la guerra. Estábamos al corriente de las horribles condiciones en que los reclusos se pudrían en ellos porque nos las había descrito una joven a la que acogimos junto con su hijito en nuestra casa de Hendaia cuando fue a visitar a su marido”.

 

“Cécile también recordaba las conversaciones que había mantenido con aquella desgraciada y por esto se presentó en nuestra casa y nos suplicó que huyéramos enseguida. Nos dijo que Suiza no estaba tan lejos y que era seguro que la gente del pueblo, que nos tenía afecto, nos encontraría una persona de confianza para que pudiera pasarnos. ¡Cuántas veces hubo de reiterarme esa propuesta! Hasta el año pasado yo le respondía siempre: Pero, Cécile, ¿por qué debemos marcharnos? No hemos hecho daño a nadie. Ahora ya no cabe siquiera la posibilidad de pensar en partir”, lamentó la escritora meses antes de morir.

 

Fue detenida el 13 de julio y trasladada a Pithiviers, adonde llegó el día 16. Formó parte del convoy número 6, que salió para Auschwitz el 17 de julio con un contingente de 809 hombres y 119 mujeres. De aquel convoy en 1945 quedaban 18 supervivientes. Irène no era una de ellas. Según una enciclopedia alemana que recoge varios testimonios, murió de tifus un mes después de su llegada. Michel, tras intentar denodadamente rescatar a su mujer y proponer intercambiarse por ella en el campo de concentración, también fue detenido y falleció en una cámara de gas. Tras arrestar al padre, los gendarmes acudieron a la escuela para atrapar a Denise. En un gesto heroico, su profesora la escondió y le salvó la vida. La policía gala siguió persiguiendo a las niñas obstinadamente pero su tutora, Julie Dumot, consiguió protegerlas durante una huida a través de Francia en la que nunca se separaron de una maleta que contenía fotos, documentos familiares y un manuscrito redactado con letra minúscula para economizar tinta y papel.

 

A sus hijas les costó décadas superar el dolor y enfrentarse al manuscrito. Años después, Elisabeth lo transcribió con paciencia y Denise lo confió finalmente a un editor tras la muerte de su hermana, en 1996. Mientras, su legado literario se había desvanecido, aunque nunca dejó de leerse ni de recolectar admiradores entre los lectores que no se conforman con bucear entre novedades y best seller. El escritor y editor Inazio Mujika, por ejemplo, leyó David Golder y un ensayo de Némirovsky sobre Chejov en los 80. Y antes de la tormenta perfecta de Suite francesa, Xabier Mendiguren le regaló una edición antigua de Le Bal, de la editorial Grasset, a la escritora Eider Rodríguez, con la convicción de que le gustaría. “Acertó de lleno. Es la primera vez que al leer un libro he reunido el coraje para traducirlo al euskera (Dantzaldia, Txalaparta). Lo hice por mi cuenta y mientras lo traducía empezó a llegarme información sobre la autora, también sin buscarla: descubrí a una mujer fascinante, una mujer libre, vividora, alegre y crítica que tenía pasión por la literatura”, recuerda Rodríguez, la primera en identificar Ene Etchea en Hendaia. Preguntó a los mayores del lugar sin éxito, hasta que la hendaiarra Maite Darraidou le proporcionó la pista definitiva. El afable matrimonio euskaldun que habita la casa desde hace doce años le abrió las puertas y comprobó que, pese las reformas y los muebles “de estilo Ikea”, había conservado su antiguo espíritu. “Me encantó: no resultaba difícil imaginarse allí a la escritora”.

 

Tras el hallazgo, Rodríguez escribió un hermoso texto para Zuzeu. “Constituye uno de los pocos casos en los que me interesan tanto la obra como la persona. La obra es fresca, moderna, con prosa elegante y sin tapujos, sin virguerías que eclipsan el contenido, con una economía del lenguaje precisa y equilibrada. Y el contenido es escandaloso: no necesita ni de la escatología ni del sexo para descolocarnos y ponernos de frente con nuestros instintos más bajos. Y quizá lo más grande: no solo habla sobre intimidades, sino que también nos da un reflejo muy claro de una sociedad, algo muy difícil de lograr”.

 

Suite Francesa, una obra inconclusa -solo tuvo tiempo para escribir dos de las cinco partes que había planeado-, le devolvió el afecto global de lectores y críticos. Le fue concedido el premio Renaudot, otorgado por primera vez a un autor fallecido. El secretario del jurado se mostró en desacuerdo con el resto porque consideraba que los premios tienen como misión ayudar a un escritor en su carrera; sus colegas, sin embargo, se plegaron al carácter extraordinario del libro.

 

“Sin desmerecer las otras, es la gran obra de Némirovsky. Destacaría la frialdad con la que cuenta las cosas, parece que no le pasan a ella. No es un libro al uso del Holocausto, sino una historia de miserias humanas en medio de una guerra, que extrae lo mejor y lo peor de cada uno. Ves la condición humana muy de cerca”, precisa Mujika. Un libro que, en realidad, son dos, porque junto a la historia de ficción se incluyen las notas sobre lo que no pudo escribir, y sus últimas cartas. “Pone los pelos de punta leer cómo el marido busca citas antijudías para poder presentarlas a los alemanes”, abunda el editor guipuzcoano.

 

La primera edición en euskera fue publicada por Alberdania el pasado septiembre. “Sabemos que aprendió euskera pero no hasta qué punto, parece que tenía una sirvienta del país, que le enseñó y tenía facilidad para los idiomas”, precisa Mujika. No es posible asegurar qué hubiera pensado Némirovsky sobre la traducción a la lengua vasca de la novela que trazó en medio de la desolación, pero sí sabemos lo que sintió su única superviviente. Cuando recibió el libro en euskera, su hija Denise transmitió a la editorial vasca su “emocionado” agradecimiento a través de una carta.

 

Como concluyen sus biógrafos Philipponnat y Lienhard: “¿Quién puede tener dudas hoy de que Irène Némirovsky está mucho más viva?”.

 

 

http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2012/04/22/ocio-y-cultura/cultura/la-vida-vasca-de-irne-nemirovsky