Derechos humanos, pluralismo cultural y derechos de los pueblos

Hace veinte años, redacté ese trabajo que fue publicado en la Revista de Catalunya número 127, correspondiente a marzo de 1998, hoy me parece todavía desgraciadamente vigente en cuanto al dogma del integrismo de estado que se ha impuesto en todas partes por encima del derecho de los pueblos a la autodeterminación y al principio democrático, como estamos constatando en la represión española contra Cataluña con la connivencia de la Unión Europea:

 

SOBRE EL ALCANCE DE LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

Este año, en 1998, se cumplen cincuenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Aparte de las conmemoraciones oficiales, existe también un vivo debate sobre la vigencia y el alcance de la Declaración de 1948. Uno de los principales problemas planteados en torno a la definición de qué son los Derechos Humanos es el de su alcance conceptual.

 

Según las concepciones mayoritarias en el mundo occidental, donde la supremacía de la tradición judeo-cristiana es claramente hegemónica, la característica principal de los Derechos Humanos es su universalidad, es decir, su aplicabilidad a todas las personas de todo el mundo por lo simple hecho de ser personas. Es decir, existe una profunda relación entre los derechos de la persona y el concepto de dignidad humana. Pero, ¿cuáles son los Derechos Humanos? ¿Existe una enumeración de mínimos universalmente aceptada?. ¿En este listado deben estar sólo los derechos individuales o también los sociales e, incluso, los derechos de los pueblos?

 

El debate también se centra en si la Declaración debe tener valor normativo y por tanto vinculante para los estados que son los encargados de aplicarlos y hacerlos respetar. Hay que plantearse, pues, la cuestión de si es posible un nuevo texto codificado, que refunda la Declaración original y las adoptadas posteriormente que han ido ampliando su contenido, a fin de que se fije su alcance, válido “urbi et orbe”, susceptible de ser aceptado tanto por la tradición normativa occidental, como por las sociedades y culturas tan distintas como la japonesa, el hindú, la china o las del África negra, por ejemplo.

 

Hasta la fecha, las declaraciones relativas a los Derechos Humanos de vocación universal han surgido de la cultura occidental. La francesa de 1789 y la de la ONU en 1948, expresan la preponderancia de una concepción individualista de los Derechos Humanos por encima de las demás cosmovisiones culturales en las que el peso de lo comunitario prevalece por encima del individuo.

 

Los diversos sistemas de valores de las culturas comunitaristas no han tenido por separado, ninguna de ellas hasta ahora, una proyección planetaria con la suficiente fuerza como para desplazar de su posición hegemónica a la cultural occidental. La concepción cultural del mundo musulmán a pesar de su fuerza emergente, por el carácter cerrado de su cosmovisión ligada inseparablemente a su componente religiosa, no ha conseguido un ascendiente sobre las otras culturas de tal modo que el debate sobre la universalidad de los Derechos Humanos se gire en torno a sus postulados, tampoco las propuestas ideológicas de raíz marxista, planteadas para superar las diferencias culturales entre los pueblos, han logrado construir un modelo teórico y práctico capaz de hacer entrever la vialidad de sus propósitos.

 

Situados pues, en las coordenadas del pensamiento euro-occidental, el debate sobre el carácter universal de los Derechos Humanos gira en torno a dos posturas extremas, como señala Javier de Lucas: “De un lado, el modelo pretendidamente universalista, pero que en realidad responde al imperialismo de una cultura dominante proyectada e impuesta como universal, aunque sea bajo la apariencia de una concepción abstracta y “por encima” de circunstancias de tiempo o lugar. Por otro lado, el modelo que se pretende multicultural, basado en la primacía de la comunidad cerrada (ligado en muchos supuestos a ideologías nacionalistas), y que erige su propia tradición como única válida y así provoca un cortocircuito en el diálogo, pues no hay sociedad multicultural, -para ser exactos, intercultural- sino muchas sociedades aisladas, cada una con su propia cultura” (1).

 

En último término tras la primera postura, la del discurso del universalismo, está la concepción individualista que tiende a ignorar que la identidad individual, que teóricamente tanto se afana por preservar, es también social, entendiendo por social una identidad colectiva de grupo o pueblo.

 

En el otro extremo, de forma contrapuesta, bajo el pretendido reconocimiento del pluralismo cultural, existe una aceptación del relativismo consistente en establecer la coexistencia de diferentes códigos culturales, como justificante, desde la superioridad y la distancia, de la indiferencia ante la suerte de los Derechos Humanos fuera del entorno occidental.

 

Ninguna de las dos posturas me parece a la altura de los retos planteados por el debate actual: se echa de menos una aportación nueva desde Occidente que, recogiendo los valores aportados por la civilización europea a las demás, no pretenda consolidar el eurocentrismo actualmente en crisis.

 

Esta línea supondría la apertura de Europa a un sistema de relaciones con las otras culturas, que todavía está por hacer, y que debería ser la labor prioritaria de las diversas instituciones internacionales.

 

Para que este replanteamiento pueda prosperar es necesario partir de una realidad difícil de reconocer, que no es otra que la posición no hegemónica del bloque euro-occidental dentro del contexto mundial. Todos los indicadores hacen prever que la evolución económica de China y el resto de países asiáticos en general (2), convertirá a aquella parte del mundo en el enclave determinante, en en un futuro inmediato, en todo tipo de relaciones socio-económicas. Dado su peso demográfico y su capacidad productiva, la crisis de modelo de crecimiento que están experimentando, que se traduce en fallos financieros espectaculares, presumiblemente será de carácter coyuntural.

 

Europa ha basado su expansión mundial en el emparejamiento de la potencia económica con la civilización. En los siglos por venir Europa no podrá contar con el factor económico para mantener su peso, deberá basarlo en su cultura, que deberá confrontarse con la oriental, que si bien por el mero hecho de estar apoyada por el poder económico de los países asiáticos no será automáticamente hegemónica, si que esta nueva correlación implicará un cambio en las relaciones interculturales desconocido hasta ahora por los europeos.

 

Así pues, el debate sobre el alcance de la universalidad de los Derechos Humanos comporta, para toda propuesta de nuevos contenidos de la Declaración Universal, el cumplimiento de dos exigencias previas:

 

Por un lado, la constatación de que todo planteamiento tendente a un universalismo ético y jurídico debe comportar un mínimo de homogeneidad socio-cultural que reconozca mundialmente los mismos derechos para todos, (esta está en la tesis llamada del “coto vedado”) por los especialistas de la filosofía jurídica como Javier de Lucas). Por otra parte, el reconocimiento del pluralismo, el respeto a las diferencias culturales y las pretensiones normativas ético-jurídicas que emanan de cada una de ellas.

 

DERECHOS INDIVIDUALES Y DERECHOS SOCIALES

 

La Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas, aprobada el 10 de diciembre de 1948, representa un importante avance en la historia de la conciencia humana en el ámbito de los Derechos Humanos. Surgida de la catastrófica experiencia de la Segunda Guerra Mundial, refleja el pensamiento de las potencias democráticas y capitalistas vencedoras en el conflicto, dado que la impronta de la URSS estalinista de la época sólo se refleja parcialmente.

 

Los derechos individuales, civiles y políticos, son concebidos como principales y de acuerdo con las reglas de juego del orden internacional vigente desde entonces, la interpretación y aplicación práctica de los Derechos Humanos consiste en que los derechos garantizados en la Declaración Universal tendrán una plasmación diferente: en cada país los ciudadanos tendrán sus derechos, que serán diferentes a los demás, correspondiendo al Estado su defensa y observancia.

 

Lo cierto es que la concepción preponderante actualmente de los Derechos Humanos, centrados en los derechos individuales por la interpretación reduccionista que desde el individualismo y el liberalismo occidental se hace, deja en un segundo grado de intensidad y protección los derechos sociales, y por último ubica de forma difusa los derechos de los pueblos. Ésta es la postura del llamado pensamiento único, defendida, entre otros, por Fukuyama con sus teorías sobre el fin de la historia.

 

Si, por el contrario, entendemos que los Derechos Humanos están necesariamente condicionados históricamente y responden a diversos proyectos, podemos coincidir con Josep Maria Terricabras cuando escribe que: “Nunca se puede decir que ya se han proclamado todos. Sería como decir que la historia ha terminado. Mientras exista historia, los humanos tendrán capacidad para desarrollar su comprensión del mundo y su autocomprensión y autoevaluación. Esto significa que la historia de los derechos humanos no es sólo la historia de la integridad moral de los humanos -según el grado de respeto de estos derechos-, sino que es la historia de la conciencia moral humana, la historia del desarrollo de la sensibilidad moral de los humanos.

 

Los derechos humanos van apareciendo en la historia en la medida en que nuestro conocimiento -teórico y práctico- se va volviendo también cada vez más digno, más sensible, más humano. Por eso, los humanos no sólo debemos protestar contra las agresiones a la conciencia humana ya adquirida, sino que debemos estar permanentemente atentos a la evolución que -para bien o para mal- va haciendo nuestra conciencia” (3).

 

Un paso trascendental hacia una concepción no eurocéntrica de los derechos humanos sería sin duda la reinterpretación de los derechos individuales a la luz de los derechos sociales. Retomando las palabras de Terricabras: “Los derechos humanos encuentran una cimentación más sólida si se sitúan en un marco social: son los grupos humanos los que van avanzando -no siempre linealmente- en la conciencia de pertenecer a un grupo y en la sensibilidad por los demás. Así es como se formulan, en cada momento histórico, los derechos a proteger. La fuerza de estos derechos se deriva de la realidad social del grupo. No existen derechos sin sociedad. Los derechos individuales no son los primeros derechos, como si pudieran darse o exigirse antes que los demás derechos sociales, sino que son derechos básicos, en un doble sentido: sólo pueden darse sobre la base de ser derechos comunes a todos; y si no se dan, el grupo pierde la base de su legitimidad” (4).

 

Diferentes tratadistas especializados en esta rama de la filosofía del derecho como Norberto Bobbio o Tzevetan Todorov a nivel internacional y Gregorio Peces-Barba desde España, han abierto vías de reflexión sobre el contenido de los derechos humanos y su proyección universal haciendo notar el carácter expansivo y cambiante de la noción misma. El derecho a la protección del medio ambiente, el derecho a la diversidad, por poner dos ejemplos, son aspiraciones emergentes surgidas en los últimos decenios, sentidas ampliamente en todo el mundo y que todavía no han encontrado un reflejo normativo que las ampare, reconozca y convierta en normas positivas concretas.

 

Esta expansión de la noción de derechos humanos hacia los derechos sociales y los derechos de los pueblos lleva, indefectiblemente, a conectarlos con la idea de justicia, y en consecuencia, a plantear un modelo social basado en los individuos y la colectividad, no en el modelo de hombre y de sociedad construido sobre el individualismo, con el liberalismo político y económico como referente.

 

La descomposición del bloque soviético y la recuperación económica a nivel mundial han conducido a Europa Occidental a reforzar las concepciones cerradas a la interculturalidad. A la descontextualización del principio de libertad individual de tal forma que el alcance de los derechos humanos se restringe básicamente a los individuales, y en lugar del diálogo y la cooperación se opta por consolidar las desigualdades con las otras culturas, sin darse cuenta de que las columnas sobre las que se sustenta la aparente hegemonía occidental se tambalean bajo la presión socio-económica y demográfica de los pueblos asiáticos.

 

Los filósofos y políticos que critican esta evolución han intentado reaccionar por la vía de una nueva formulación de los derechos humanos, incluso planteando una nueva codificación. Entiendo que no es necesario obsesionarse al encontrar una definición abstracta y universal de los derechos humanos, sino que es necesario partir de la pluralidad de valores, de los conflictos que genera la permanente defensa del pluralismo, acordando simplemente unas reglas de juego cuyo respeto pueda ser exigible, es decir, consensuando el respeto al procedimiento de garantía de los derechos humanos y al derecho que se derive de los mismos.

 

Afirmar la primacía procesal y del derecho son aspectos aparentemente formales, pero en el fondo favorecen el respeto a los contenidos. Lejos de formulaciones definitivas que encubren la petrificación del relativismo cultural es necesario abrir las puertas a la evolución de las culturas y las mentalidades a partir del respeto a las distintas jerarquías de valores, en definitiva una actitud dialéctica.

 

Esta postura defendida entre otros por Todorov o Terricabras, se contrapone al universalismo ético-jurídico que aspira a instaurar Jürgen Habermas (5), mediante una suerte de constitución mundial que fuera la traducción normativa de un esperanto moral universal. Aunque loable, la pretensión del pensador alemán no contempla ni procedimientos de elaboración ni contempla cómo resolver la dialéctica de los conflictos interculturales, por lo que no se contradictoria con las tesis de los filósofos citados anteriormente pero tampoco se complementa con ellos.

 

Por tanto, un paso fundamental en la línea de la profundización y la extensión de los derechos humanos es la afirmación de la necesaria complementariedad entre derechos individuales y derechos sociales. De esta forma se permite el diálogo intercultural para contrastar la formas concretas de cómo se pueden articular.

 

MULTICULTURALISMO NO ES EL MISMO QUE INTERCULTURALIDAD

 

La expansión de la información a nivel mundial a través de los medios de comunicación de masas, los grandes movimientos de población (6) y los cambios derivados de la desaparición del imperio soviético, han comportado un aumento de los contactos, de los conflictos culturales, religiosos y étnicos. Europa misma es un sistema de sociedades articuladas estatalmente, que no es homogéneo ni mucho menos. Los principios políticos y el orden institucional vigentes actualmente en Europa no son monolíticos, como se hace evidente en el proceso de construcción política y económica de la Unión Europea, relanzado desde mediados de la década de los años ochenta, a partir del entrada en vigor del Acta Única el 1 de julio de 1987.

 

Para resumir la situación podríamos decir que existe una posición hegemónica que gira en torno a los pilares de la libertad de mercado, la libre competencia y el liberalismo como doctrina política a la vez que se revaloriza el papel de los estados unitarios como reacción a la aparición de una veintena de nuevos estados a raíz de la descomposición del bloque soviético.

 

Desde esta óptica preponderante en estos momentos, tanto a nivel de las instituciones comunitarias como en los gobiernos estatales de la mayoría de países de la Unión Europea, se da una idea de Europa encerrada en su modelo de bienestar. Una Europa preocupada por su seguridad, un sentimiento derivado de la progresiva decadencia económica, y contrapuesta tanto a los países del tercer mundo como a los otros grandes polos estratégicos a nivel planetario: China, los países del extremo oriente, Rusia y en cierta forma también, con los mismos Estados Unidos de América.

 

Frente a esta concepción europea que tiene uno de sus exponentes más claros en el Tratado de Schengen, hay otra, que Javier de Lucas define como: desarrollo de lo que ha sido su gran aportación en los dos últimos siglos: los ideales que dan pie a la lucha por el reconocimiento de los derechos para todos los seres humanos, por su igualdad y su emancipación” (7).

 

Para este autor, se trata de crear un proyecto para el próximo siglo basado en una nueva noción de ciudadanía y de derechos, cosmopolita, que no gire sobre el eje del Estado nacional, con vocación de encuentro entre los pueblos y culturas. Para que un proyecto de estas características sea posible, debe reunir frente al interior de la sociedad europea los mismos valores que aspira a proyectar frente al exterior, hacia las otras culturas.

 

Esto nos lleva a plantearnos en qué criterios ético-políticos está inspirado el proceso actual de construcción de la Unión Europea, qué relación guarda con toda la problemática que rodea a los derechos humanos, y cómo se enfocan las relaciones interculturales, tanto entre los pueblos europeos como con otros continentes.

 

La entrada en vigor del Tratado de Maastricht en 1993 ha supuesto un paso decisivo hacia la creación de un espacio europeo sin fronteras interiores, en el que se garantiza la libre circulación de bienes, personas y capitales. Más lento es el proceso de configuración de una ciudadanía europea, con derechos y deberes comunes, y más lento todavía el desarrollo de los aspectos relacionados con las reformas políticas que la unidad europea comporta.

 

El colapso y descomposición del bloque del Este con la aparición de una veintena de nuevos estados nacionales, ha provocado como reacción en el Oeste, el reforzamiento de los estados unitarios de débil cohesión dada su base plurinacional no reconocida y con graves tensiones internas fruto de este no reconocimiento, (Bélgica, Reino Unido, Italia, Francia y España).

 

Siguiendo esta lógica, se ha propugnado como principio rector de la política comunitaria el mantenimiento de la integridad territorial de los Estados miembros y el no reconocimiento unilateral de nuevos Estados por parte de ningún miembro de la Unión Europea. De esta forma se pretende que no se vuelva a repetir la actitud unilateral de Alemania, reconociendo desde el primer momento y en solitario, la independencia de Eslovenia y Croacia, (el gobierno del PSOE, especialmente, fue uno de los líderes de esa posición (8).

 

En conclusión, en estos momentos, de la aplicación del Tratado de Maastricht se derivan dos tendencias contrapuestas aparentemente: por un lado el reforzamiento de la función de dirección política de los estados en el conjunto institucional comunitario, por otro lado la disminución radical de su intervención en lo económico.

 

El vacío que dejan los estados en este campo se lo reparten, por un lado los recién nacidos organismos supraestatales, (el próximo Banco Central Europeo y otros entes similares) y por el otro lado el sector privado que ve consagrados los principios de libertad de mercado y libre competencia.

 

En Europa está en marcha una profunda transformación del poder real de la que deriva un orden económico y social de clara concepción liberal, pero aplicado de forma desigual ya que, mientras se incrementa la protección incluso jurisdiccional de los derechos individuales, se dejan en precario los derechos sociales. De los derechos nacionales de los pueblos sin Estado propio ni se habla, simplemente se ignoran.

 

La construcción de la comunidad europea sobre la base de los estados unitarios que la integran tiende a reproducir su modelo, esto es, el estado moderno surgido a partir de la Revolución Francesa. Un patrón de Estado que tiende a imponer la homogeneidad social, lingüística y cultural, estableciendo un estándar de ciudadanía europea adaptado a este orden socioeconómico.

 

La movilidad económica, de capitales, de personas, requiere una estructura política supraestatal que garantice esta libertad de movimientos y para ello es necesario un grado compartido de homogeneidad jurídico-política y también cultural.

 

Las preguntas que hay que formularse son, si es posible la compatibilidad entre el proceso de construcción europea y el reconocimiento de la multiculturalidad de las sociedades occidentales. ¿Hay diálogo intercultural entre las diferentes culturas de los pueblos de Europa, tengan Estado propio o no?

 

¿Existe relación intercultural en plano de igualdad de derechos con las poblaciones inmigradas del tercer mundo llegadas a Europa en los últimos decenios como mano de obra barata? ¿Estas relaciones se basan en el respeto a la diversidad y a la pluralidad de las culturas? ¿Está Europa en situación de mantener un diálogo y formular propuestas con una visión global en las poblaciones de los demás continentes?

 

Para responder, es necesario tener presente que por multiculturalidad se entiende la presencia en una misma sociedad de grupos con distintos códigos culturales derivados de diferencias étnicas, lingüísticas, religiosas o nacionales. La multiculturalidad es un hecho social, no una meta a alcanzar o un estado idílico, es un punto de partida inevitable por la toma de consideración de los elementos en conflicto y sus posibles soluciones.

 

En cambio, la interculturalidad es una de las respuestas normativas, contrapuesta a la asimilación o a la segregación, que se pretende dar a la realidad social plural que supone la existencia de la multiculturalidad. Así pues, la multiculturalidad es esencialmente un hecho social, mientras que la interculturalidad es fundamentalmente un valor que inspira el desarrollo normativo que debe regular una sociedad plural.

 

Una sociedad multicultural no implica necesariamente que respete el valor de la interculturalidad. El pluralismo y el multiculturalismo implican la idea de conflicto potencial entre los distintos agentes sociales. Frente a esta realidad existen dos reacciones: la que percibe el conflicto como positivo, enriquecedor si se canaliza a través de la dialéctica democrática y la que contempla el conflicto como potencialmente destructor, como una amenaza a un orden establecido, y dado que lo considera irresoluble apela a la superioridad jerárquica del sector hegemónico, (a nivel mundial, el modelo occidental respecto al islamismo y las demás concepciones no europeas, a nivel intraestatal, el modelo castellano respecto a los demás pueblos del Estado español por poner un ejemplo claro).

 

Los conflictos derivados de la multiculturalidad son básicamente conflictos de identidad y de reconocimiento. La configuración de la identidad colectiva es un proceso abierto, dinámico, evolutivo, por tanto el vínculo socio-político que articula los diferentes grupos en contacto dentro de un marco normativo común, lo que deriva de la capacidad legislativa de un Estado o de una comunidad de estados, se ve necesariamente afectado.

 

Cuando los sujetos de una identidad colectiva plantean su reconocimiento como pueblo y quieren dotarse de un sistema normativo de derechos y deberes propio, es decir, de un Estado, ¿a qué derecho deben apelar?

 

En el seno de Europa el proceso de reconocimiento de la multiculturalidad en el seno de las sociedades occidentales no ha avanzado en paralelo al proceso de construcción institucional desarrollado en los últimos años. Si no se empieza por reconocer al sujeto colectivo, ¿cómo se le pueden otorgar derechos?, ¿cómo puede haber diálogo? Esto nos lleva a plantearnos el derecho de las minorías, y cómo resolver el problema de la articulación jurídica de los titulares de los derechos subjetivos. Lamentablemente, poco se ha avanzado en este terreno en los últimos años. El mismo balance negativo presenta la respuesta si nos referimos a la pregunta de las relaciones en pie de igualdad con las culturas del tercer mundo, presentes en el corazón de Europa a través de las poblaciones inmigradas procedentes de las excolonias occidentales.

 

LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS

 

Uno de los derechos que el derecho internacional reconoce a todos los pueblos es de la libre determinación. Así consta en la carta fundacional de la ONU de 26 de junio de 1945 y también en el Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales de las Naciones Unidas de 16 de diciembre de 1966, y se encuentra bien explicitado en el párrafo inicial de la Resolución 2.625 de las Naciones Unidas: “En virtud del principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, todos los pueblos tienen el derecho de determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y de proseguir su desarrollo económico, social y cultural, y todo Estado tiene el deber de respetar ese derecho de conformidad con las disposiciones de la Carta”.

 

La claridad de la declaración no deja lugar a dudas sobre su significado y alcance, el único problema es cómo y quién identifica a un grupo humano como pueblo o nación, y por tanto titular del derecho a la autodeterminación. En principio, en una interpretación restrictiva, se entendía que el derecho a la libre determinación se refería a los pueblos en proceso descolonización, pero la descomposición del bloque soviético ha supuesto la independencia de unidades subestatales que habían integrado la URSS, haciendo realidad el principio teórico de autodeterminación de los pueblos que estaba incorporado en la doctrina marxista-leninista. Pero el ejemplo de Quebec sentó un precedente frente a la aplicación en Europa Occidental del derecho a la autodeterminación de los pueblos.

 

La situación actual en la Unión Europea es que el marco institucional que se va configurando, no contempla este derecho, dado que en el contexto político continental priman más los compromisos interestatales en favor de la estabilidad y la seguridad, que los principios.

 

Una vez pasada la ola de declaraciones de independencia en el Centro y Este de Europa en el período 1989-1991, las naciones sin Estado de Occidente se han podido beneficiar poco, (sólo Alemania, que lo ha aprovechado por reunificarse), y a pesar de existir una larga lista de conflictos nacionales susceptibles de ser resueltos por la vía de referéndums de autodeterminación, (Gibraltar, Irlanda del Norte, Euskadi, entre los más desgarradores), y estados con fuertes tensiones nacionalistas como Italia y Bélgica, el ejercicio del derecho a la autodeterminación en Europa está todavía lejos de ser una realidad.

 

La tendencia apuntada por la “Carta de París por una nueva Europa” (9), firmada el 21 de noviembre de 1990 por los representantes de treinta y cuatro estados miembros de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, (CSCE), transformada a partir de 1995 en la Organización de Seguridad y Cooperación Europea (OSCE), contenía elementos innovadores respecto a la Conferencia de Helsinki de 1975, generados por la primera oleada de euro-optimismo que siguió a la desaparición de la política de bloques, que no se han confirmado posteriormente.

 

Del conjunto de la Carta se desprendía una orientación más favorable a la preservación de la identidad de las minorías nacionales que se concretó en la convocatoria de una reunión de expertos en esta materia, celebrada en Ginebra en julio de 1991, de la que salió un informe sobre minorías nacionales (10). En este texto no se define qué es una minoría nacional ni cuántas hay en Europa (11). Tampoco recoge unas hipotéticas condiciones para el ejercicio del derecho a la autodeterminación. Muy prudentemente los expertos se limitan a enumerar un listado de recomendaciones a los estados de cara a la protección de los derechos de las minorías nacionales dentro de los respectivos territorios y a la prevención de nuevos conflictos nacionales. En este sentido, es interesante destacar la legislación húngara, una de las más avanzadas en este campo.

 

El estallido casi simultáneo de los conflictos armados a raíz de la proclamación de la independencia de las repúblicas ex-yugoslavas y en la ex-URSS, repercutió en la paralización precipitada de estas iniciativas a nivel europeo sobre las minorías nacionales y la prevención de los conflictos potenciales que pueden plantearse en caso de no reconocimiento de sus reivindicaciones.

 

No ha sido hasta el 10 de noviembre de 1994 cuando se ha aprobado la Convención Marco para la protección de las minorías nacionales (12) por parte del Consejo de Ministros del Consejo de Europa. Así se ha intentado por esta vía transformar los acuerdos políticos de la OSCE en un tratado internacional de protección de las minorías con la voluntad de establecer un estándar mínimo de garantías para estos colectivos humanos, sin perjuicio de la soberanía y la integridad de los estados.

 

Lo más novedoso de esta Convención es que, por primera vez, concibe los derechos de las minorías dentro del conjunto de los derechos humanos. Lamentablemente, como ocurre también en otros tratados similares, no se llega a crear un organismo garante de los derechos colectivos de los pueblos.

 

Mientras llega una normativa europea sobre los derechos colectivos de los pueblos, el reconocimiento de la pluralidad cultural por parte de las instituciones europeas se plantea como vía sustitutoria, para abrir paso a las reivindicaciones nacionales de los pueblos sin Estado propio, difíciles de alcanzar, por ahora, por la vía estrictamente política.

 

Sin esperar a la entrada en vigor de esta normativa, ha habido iniciativas como la lanzada por el gobierno flamenco impulsor del proyecto de Carta por la Europa de las Culturas. Se trata de una primera propuesta de política cultural y lingüística dirigida a los países comunitarios frente al proceso de Unión Europea. Entre otras consideraciones, el texto propuesto alerta de que si se quiere alcanzar una unión duradera es necesario hacer compatible la economía de mercado también con las necesidades de las culturas minoritarias, (normalización lingüística, acceso a los medios audiovisuales….), preservando las de los efectos negativos que pueden derivarse de la entrada en vigor del Tratado de Maastricht (13).

 

Más allá del proyecto del gobierno flamenco, quince estados del Consejo de Europa aprobaron el 5 de noviembre de 1992, a propuesta de la Conferencia Permanente de los Poderes Locales y Regionales, existente en el seno de este organismo con sede en Estrasburgo, la Carta de las lenguas minoritarias o regionales. Pese a que la redacción de la Carta está plena de precauciones resaltando el respeto a la integridad territorial de los estados, hasta ahora sólo cuatro estados de los firmantes: Finlandia, Hungría, Noruega y Holanda, han ratificado la Carta, y por tanto aún no ha llegado al número mínimo de estados para poder entrar en vigor. Otros estados como el francés, se han opuesto frontalmente, alegando que ésta no era una cuestión prioritaria para el gobierno de París (14).

 

Finalmente, la última iniciativa en el mismo sentido es la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos aprobada en Barcelona el pasado 6 de junio de 1996 (15), dirigida a ser asumida por la UNESCO, y posteriormente, en caso de obtener el quórum necesario, ser aprobada por la ONU, otorgándole el mismo valor que actualmente tiene la Declaración Universal de Derechos Humanos.

 

LOS DERECHOS DEL ESTADO O LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS A TENER ESTADO

 

El Estado moderno de corte napoleónico históricamente se ha caracterizado por su capacidad para homogeneizar realidades sociales y económicas, pluriétnicas y pluriculturales en relación con un patrón común creado dentro de los límites territoriales de una fórmula de estructuración politico-administrativa artificial.

 

Lo que distingue fundamentalmente al Estado moderno de todas las demás formas de organización conocidas antes del siglo XVIII, es la aplicación del principio de igualdad formal, (en el sentido de homogeneización cultural, lingüística y religiosa, pero no en el terreno económico y social), dentro de un territorio geográficamente limitado por sus fronteras. En el momento de su nacimiento supuso la expansión de las relaciones culturales y económicas, rompiendo las barreras y desigualdades heredadas de la época del absolutismo. Allí donde el antiguo régimen fue lo suficientemente fuerte para resistir la ola revolucionaria que venía de Francia y con ella el ascenso de la burguesía a la categoría de clase dominante, es donde se detuvo la formación del Estado moderno, en un primer momento. Son ilustrativas las palabras de uno de los protagonistas de la Revolución Francesa, Chaumette: “”El terreno que separa París de San Petersburgo y de Moscú será pronto francesizado, municipalizado y jacobinizado” (16).

 

Cuando en el siglo diecinueve cristaliza el modelo estatal francés sobre la mayor parte de Europa, lo hace a menudo sobre territorios delimitados por las conquistas bélicas, desiguales lingüísticamente, con diversas tradiciones culturales y políticas, con poblaciones que siguen creencias religiosas diversas, sobre las que el Estado burgués inicia un proceso de centralización institucional, de codificación legislativa, de unificación y protección del mercado interior, homogeneización lingüística y cultural a través de la implantación de la escuela obligatoria, relanzando cara al resto del mundo nuevo período de fuerte expansión colonial.

 

La ideología burguesa se institucionalizó incorporándose al nuevo ordenamiento jurídico, asumiendo el Estado el monopolio de la violencia. De esta forma el Estado crea la nación a base de un proceso de aculturación en el que se desarraiga el individuo del grupo social de origen, se le escolariza y urbaniza para integrarlo en un grupo más global en el cual la ideología de integración nacional le persuade de que se trata de una comunidad natural.

 

La exportación del Estado moderno a los territorios coloniales ha supuesto la mundialización de esta forma de organización política y control social. La fórmula europea, sin embargo, ha demostrado ampliamente su artificialidad y su ineptitud para adaptarse a las necesidades de los pueblos descolonizados.

 

Pasar en pocas décadas de una situación colonial a configurar un Estado soberano ha generado un trasiego en muchos pueblos del tercer mundo, que han quedado en un estado de profunda desestructuración. Esta situación ha dado pie a conflictos sangrientos, genocidios étnicos y procesos de uniformización religiosa y cultural dirigidos desde las cúpulas gobernantes en muchos estados independientes surgidos de la descolonización a partir de los años sesenta.

 

Refiriéndose al caso de Chad, Thierry Michalon y Alain Moyrand afirman: ”En tanto que los africanos sigan persuadidos de que a cada Estado no le debe corresponder más que una sola y única nación, los pueblos continuarán exterminándose entre ellos” (17).

 

Mientras se mantenga el dogma de la integridad territorial de los estados, que se deriva de un inexistente derecho de éstos a uniformizar las poblaciones comprendidas entre sus fronteras, y no se invierta la situación en favor del derecho que tienen todos los pueblos a tener Estado propio, no se puede hablar de que los derechos humanos están universalmente reconocidos.

 

La crítica al Estado-nación por su carácter de homogeneizador de pueblos y de culturas choca con un obstáculo a estas alturas difícil de superar: este mismo Estado es el primer garante de los derechos de sus ciudadanos, (hay que distinguir entre derechos de los ciudadanos y derechos humanos, en el sentido de que lo hace Hannah Arendt) y que es gracias a su construcción como se ha hecho posible en la época moderna el estado de derecho y la democracia tal y como hoy la conocemos en Occidente.

 

El problema es cómo resolver positivamente la contradicción que representa la tendencia mundial hacia unas sociedades multiculturales, unas relaciones intercomunitarias respetuosas con los valores de cada uno, una extensión de los derechos humanos que incluya los derechos de los pueblos, con la persistencia de los aspectos decimonónicos del Estado-nación de corte occidental: su carácter esencialmente homogeneizador y la dualidad ciudadanía/exclusión de los extranjeros, que otorga diferentes derechos según se sea o no súbdito de un Estado.

 

Javier de Lucas apunta dos perspectivas de solución: una es el reforzamiento de los procesos que permitan la consolidación de una auténtica sociedad internacional que posibilite un Derecho internacional cosmopolita, al que correspondería la utopía de una ciudadanía igualmente cosmopolita. La otra vía es el modelo constitucional de ciudadanía, más abierta que el orgánico, que incluiría a todas las personas que tengan subjetividad jurídica, personalidad, derecho a tener derechos, y no sólo a los nacionales ciudadanos de un determinado Estado. Personalmente me inclino por la segunda opción. Es una apuesta hacia la democracia internacional que el Derecho internacional debería regular, comportando un modelo de Estado que supere los límites del Estado-nación actual (18).

 

CONCLUSIONES

 

Con motivo de la celebración en 1998, de los cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, se presenta una oportunidad a toda la comunidad internacional para afrontar una serie de retos, que entiendo planteados en los siguientes términos: Los Derechos Humanos, en su interpretación evolutiva hacia la integración de los tres tipos de derechos, los individuales, los sociales y los nacionales, pueden convertirse en los principios inspiradores de un ordenamiento jurídico internacional. Dadas las condiciones actuales de las relaciones internacionales entre los estados, en un primer paso, sería un gran éxito llegar al consenso sobre dos puntos: la primacía del derecho como única vía para convertir en iguales a personas y pueblos distintos y el establecimiento de un procedimiento jurídico compulsivo por el que la comunidad internacional organizada, (ya sea la ONU u otro organismo), pueda ir creando este derecho y garantizando su observancia.

 

Hoy por hoy sólo es posible acordar formas y procedimientos más que contenidos de los derechos humanos. Los contenidos no pueden salir de un listado abstracto, sino de las relaciones interculturales entre los pueblos y de la progresiva generación de un derecho internacional que los vaya definiendo y adecuando a cada momento histórico.

 

En mi criterio sólo el derecho internacional, en tanto en cuanto sea vinculante y rompa el principio de exclusividad del Estado-nación como generador de leyes, de derechos y deberes, puede ir progresivamente agrietando el muro que hoy representa el integrismo de Estado, para abrir las puertas a los derechos de los pueblos y a la observancia de los derechos humanos colectivos, que son, en último término, la garantía de que también se observen los individuales.

 

NOTAS

 

(1) Javier de Lucas, “El desafío de las fronteras, Derechos humanos y xenofobia frente a una sociedad plural”. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 1994, p. 64.

(2) La significativa bajada de la pobreza en el conjunto asiático ha sido subrayado por un reciente informe del Banco Mundial, ver Le Monde del 29 de agosto de 1997.

(3) Josep Maria Esquirol, Fèlix Martí y Josep Maria Terricabas, “La autodeterminación de Cataluña y la esperanza de Europa”, Libros del Índice, Barcelona, ​​1992, pág. 38.

(4) Op. cit. pág. 51

(5) Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, Tecnos, Madrid, 1991.

(6) Ver el artículo de Sami Naïr y Javier de Lucas, El reto de la emigración. El País del 16 de agosto de 1997.

(7) Javier de Lucas, “Puertas que se cierran”.Icaria Editorial. Barcelona 1996. pag. 11.

(8) Una buena síntesis de esta postura la mujer Felipe Gonzalez en el artículo, “La Europa que necesitamos”, El País, 28 de octubre de 1993.

(9) F. Mariño, “La Carta de París para una nueva Europa”, Revista de Instituciones Europeas, vol. 18, nº 1, 1991, pág 153.

(10) Este informe se puede encontrar en el libro, Textos fundamentales de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1992, pag. 255.

(11) A hores d’ara continua sense haver-hi una definició comunment acceptada de que és una minoria nacional. No obstant això, recentment, el Comitè de Drets Humans de l’ONU ha avanzado una descripció molt genèrica : grup humà que té una cultura o religió o llengua comuna.

(12) Veure Anders Ronquist, “El Convenio Marco del Consejo de Europa para la Protección de las Minorías Nacionales”, Revista Helsinki Monitor, 1995, nº1.

(13) Francesc Xavier Vila i Laia Bonet, “L’Europa de Maastricht i l’amenaça de les culture mo majoritàries”, a Europa de les Nacions, nº 16, hivern 1992-93.

(14) El Monde, 21 de mayo de 1996

(15) Suplement diari Avui de 8 de setembre de 1996.

(16) François Furet i Denis Richet, “la Revolution Française”, Fayard, París, 1989, pag. 183.

(17) Thierry Michalon y Alain Moyrand, en el Monde Diplomatique nº 442, enero de 1991.

(18) Javier de Lucas, “Puertas que se cierran. Europa como fortaleza”, Icaria, Barcelona, ​​1996, pag. 72.

 

BLOG DE JAUME RENYER

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