Un país modesto

España límita al norte con la disciplina económica alemana –la rudeza con que Angela Merkel maneja su agenda electoral– y la voluntad de poder francesa –recién zarpada del puerto de Marsella a bordo del portaaviones nuclear Charles de Gaulle–. Limita al sur con la anarquía que viene del norte de África: las tensiones que en Marruecos parece controlar el rey Mohamed y que un día pueden buscar alivio en Ceuta y Melilla; las grietas en el blindaje de la oligarquía militar argelina, en cuyas manos está la llave del gas; la guerra civil en Libia, que todo el mundo ha visto empezar y nadie sabe cómo acabará; la lábil esperanza democrática en Túnez y, más allá, el jeroglífico egipcio, donde siguen mandando los oficiales y los escribas del faraón. Limita al oeste con el triste hundimiento de Portugal, lo peor que estos días nos podía ocurrir. Y linda en el este con el inexistente corredor mediterráneo, la maltrecha articulación de la España mercantil, desestimada frívolamente durante los quince años de borrachera inmobiliaria.

Esos son los puntos cardinales de una España modesta que no logra quitarse de la cabeza los sueños de grandeza acumulados durante tres lustros económicamente excepcionales, que no volverán. El desfallecimiento de Portugal es, en parte, responsabilidad española. Les hemos acabado de hundir. Portugal es hoy el heraldo de la penitencia que viene: España, país modesto en los siglos venideros.

La continuidad del euro está en manos de la industria exportadora alemana y del consenso de su sociedad, programada desde 1945 para no pensar el mundo en términos imperiales. Los bancos alemanes están mal, como ha señalado acertadamente Manel Pérez en La Vanguardia. Los bancos alemanes están agujereados por las hipotecas españolas, pero la federación es fuerte. Un país de 80 millones de habitantes, con una industria potente y un glacis que va de Alsacia a Varsovia y que desciende hacia el norte de Italia (la Lombardía de la Liga Norte y del emperador Barbarroja), Croacia y los montes Cárpatos, evitando las aguas más peligrosas del Mediterráneo, es el indiscutible polo dominante. Hoy y mañana, el Consejo Europeo de Bruselas, con Portugal en la mesa de operaciones, debatirá el plan Merkel de disciplina, barnizado y suavizado por el flamenco Van Rompuy. Y España, país modesto, lo acatará.

París no está en condiciones de discutirle la primacía económica a Berlín. No hay plan B francés. A cambio, Alemania no cuestiona la política agrícola común, clave de la estabilidad interna francesa y pilar fundacional de la Europa comunitaria. Francia, con el mejor servicio exterior del mundo después del de Estados Unidos, la independencia energética que le proporcionan 59 reactores nucleares y una notable fuerza de combate, se siente hoy en condiciones de liderar la tutela occidental sobre la anarquía que viene del norte de África y de su patio de atrás, el desguazado Sahel (Mauritania, Senegal, Mali, Níger, Chad, Sudán, Eritrea…). Y lo va a intentar.

Esos son los cuatro puntos cardinales –atención a Portugal, la sacudida viene ahora del oeste– de una España cuyo único destino posible es reconocerse y aceptarse –sobre todo aceptarse– como un país modesto. La fiesta se ha acabado para siempre. Y desde una inteligente modestia podrían hacerse cosas interesantes: acercar Latinoamérica a Europa, reconciliarse con la diversidad interna, apostar por las exportaciones, ayudar con prudencia en el Mediterráneo y olvidarse por una larga temporada de los delirios de grandeza. No hay alternativa para Don Quijote y Don Juan Tenorio. Acaso, una eterna amargura…

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua