El debate sobre el estado de la nación se ha convertido en una magnífica exhibición del arte de la guerra aplicado a la política. No todo son “infinitas ansias de paz” en España. Una antropología guerrera sigue latente, aunque muy domesticada por el consumo, las majaderías de la televisión, la educación general básica, los másters, la gratuidad de los hospitales y el benéfico despertar de las mujeres. Sepultada por veinticinco años de bienestar, la bestia no ha muerto, pero la política ha conseguido transformarla en rito.
Por ello, el gran debate en el Congreso de los Diputados simboliza cada año el choque frontal entre dos ejércitos. Y, precisamente por ello, vale la pena desempolvar El arte de la guerra del maestro Sun Tzu. A la luz de la milenaria sabiduría china, veamos, sucintamente, qué estrategias se desplegaron ayer.
El Gobierno acudía al Parlamento sin plena libertad para escoger el campo de batalla. Si Sun Tzu aconsejaba no guerrear nunca cerca del agua, ni en el interior de las marismas, el sentido común recomendaba a José Luis Rodríguez Zapatero huir del terreno pantanoso de ETA. Obligado a sortear la marisma vasca, no le quedaba más remedio que desplegar las tropas en campo abierto, sin perder de vista el agua de Euskadi, aparentemente remansada. Zapatero, por tanto, dispuso a sus tropas en el llano; protegió los flancos con muchos datos estadísticos; enarboló vistosos gallardetes y banderines de optimista colorido, de trazo ingenuo incluso; camufló astutamente la cuestión catalana y autonómica en una espesa retaguardia; y echó mano de los jóvenes para dar un novedoso perfil a la línea de vanguardia. Armada con doce lanzas de bambú y unas cuantas bonificaciones fiscales, la brigada de los cadetes encarnaba una táctica difícil y muy premeditada. Zapatero convocaba al adversario a cometer una carnicería. “Ha sido el discurso de un subsecretario”, salivaba gozoso Eduardo Zaplana. Impaciente, la caballería del PP bufaba y relinchaba. La escena, la matanza en ciernes, parecía concebida por Akira Kurosawa.
Esperar e incluso provocar el avance en tromba del adversario no es una táctica nueva. A finales del verano de 1812, el gobernador de Moscú, Fyodor Rostopchin, llegó al extremo de incendiar la capital de Rusia con el propósito de engañar a Napoleón y facilitar el contraataque del mariscal Kutuzov.
Astuto e incluso taimado -¿aún no se han dado cuenta en la calle Génova?-, Zapatero sabía que con su flanco estadístico tan al descubierto y con sus cadetes imberbes en primera línea invitaba a la oposición al ataque furibundo. Al viejo estilo español. Al galope, a pecho descubierto y con Federico tocando el tambor y la corneta.
Rajoy, efectivamente, entró en tromba y en un primer momento parecía el mariscal Murat en la batalla de Borodino. Cosacos y milicianos del zapaterismo angélico caían como moscas. Guiada por Acebes, la artillería retumbaba. Zaplana seguía salivando. Las cadetes eran diezmados. ¡Qué carnicería! El río Moscova comenzaba a teñirse de rojo, hasta que… Sun Tzu se llevó las manos a la cabeza.
Como buen taoísta, el maestro siempre recomendó un uso prudente de la furia. Pero Rajoy ayer quería gustar a su público. Quería ver al zapaterismo en llamas y a Alfredo Pérez Rubalcaba tiritando en la estepa. Rajoy es un gran orador parlamentario. Clásico como una chaqueta cruzada, a veces se relame: “enjambre laborioso”, dijo en un momento determinado para ensalzar al trabajador moderno.
Abierta la brecha, podía haber intentando un movimiento circular con propuestas alternativas, pero el cuerpo le pedía más pólvora. Sólo se contuvo un poco en la cuestión de ETA. Evitó la marisma y siguió de frente hacia el corazón del campamento enemigo. Tanto, que se expuso al contraataque frío de los rusos. Zapatero le esperaba con más estadísticas, más cosacos y más cadetes. Desde un alto cercano, insomne y estratégica, Esperanza Aguirre observaba con un catalejo no la hecatombe, pero sí la derrota táctica de Rajoy y sus generales.