La audacia de la mentira

El periodismo vive la transformación más profunda desde que se convirtió en un elemento esencial para el buen funcionamiento de las sociedades democráticas. No está en crisis el periodismo sino su gestión en tiempos en que los cambios tecnológicos han creado nuevas actitudes en los lectores y las audiencias. Antes el periodismo era el campo delimitado de un grupo pequeño de personas que eran los preceptores y prescriptores de la información y la opinión. Hoy todo el mundo opina de todo, a cualquier hora, en todas partes, en tiempo real, incluso antes de que pasen las cosas.

Lo que ha ocurrido es que ha habido una revolución en el mundo de la comunicación, más profunda en mi opinión que el invento de la imprenta en el siglo XV por Gutenberg. A partir de entonces los libros no se habían de escribir a mano, los copistas fueron desapareciendo y se produjo una revolución del conocimiento con una gran explosión cultural que se manifestó en primer lugar en la traducción de la Biblia y los clásicos. Cada invento que cambia el acceso de más personas al ámbito de la información, produce una gran sacudida cultural y política.

El diario es aún hoy el medio que tiene más influencia en la sociedad, aunque haya perdido ventas y publicidad en cifras espectaculares. Pero, a parte de los diarios, están los nuevos instrumentos de comunicación personales y colectivos que alimentan el consumo de noticias y opiniones con más rapidez, mucho menos costes, con la capacidad de llegar en tiempo real a cualquier lugar del planeta. Esta es la revolución que ha cambiado el panorama del periodismo mundial y que tiene como principal instrumento Internet.

Los grandes imperios periodísticos se han tenido que reinventar. En esta reinvención algunos se han caído por el camino y otros mantienen la marca adaptándose a las nuevas circunstancias. Se sirven del valor y credibilidad que pueda tener un medio para transformar noticias que eran elaboradas para el papel y ahora son distribuidas por las nuevas plataformas audiovisuales y las redes sociales.

Un elemento que puede garantizar la continuidad de un medio es el buen periodismo que, a buen seguro, no va a desaparecer nunca porque siempre habrá cosas que contar, si se tiene en cuenta que el trabajo principal de un informador no es otro que construir un relato sobre las cosas que pasan.

El ejemplo del ‘New York Times’ es muy revelador. Ha triplicado las suscripciones en papel y en los formatos desde que Trump es presidente, porque ha hecho un periodismo que se ha enfrentado con Trump que acusaba a los medios más prestigiosos y que más le atacaban de fabricar ‘fake news’, las famosas noticias falsas. La opinión pública sabe encontrar la verdad de los hechos aunque los poderes políticos o económicos quieran alterar la realidad. Por esta razón el periodismo no está en crisis y no lo ha estado nunca.

Hay estudios que afirman que la mitad de las informaciones que aparecen en los medios son falsas, medias verdades o mentiras deliberadamente elaboradas. El gran problema que tenemos hoy, no sólo el periodismo, sino la sociedad en general, es que la mentira circula sin pedir permiso a nadie y condiciona las mentes y las actitudes de millones de personas que debaten sobre hechos no comprobados.

La mentira o ‘fake news’ han acondicionado las elecciones estadounidenses, han influido en los resultados del Brexit y en las últimas elecciones que han confirmado la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Las noticias falsas han decantado muchos procesos electorales en sociedades democráticas a favor de países extranjeros, lobbies de todo tipo e intereses de procedencia desconocida por la opinión pública.

El gran desafío del periodismo de los próximos tiempos es que sea fiable, que las cosas que explique sean ciertas, veraces, que se puedan contrastar, que te puedas fiar de ellas. Hemos visto cómo se han construido grandes debates políticos o sociales sobre mentiras. Esta es la auténtica crisis del periodismo. No se trata del soporte en papel o digital, sino de si el periodismo es capaz de transmitir la realidad con toda la verosimilitud posible. Cuando Donald Trump toma posesión como presidente en enero de 2017 hay dos imágenes paralelas en las televisiones: la ceremonia inaugural de Trump y la de Obama en 2009. La diferencia de concurrencia a favor del presidente demócrata era evidente pero desde la flamante nueva Casa Blanca se dijo que Trump había ganado. Su primera jefe de prensa, de las muchas que ha tenido, se despachó diciendo que era un hecho alternativo cuando se trataba de una valoración falsa al no coincidir con los hechos. Una mentira que todo el mundo podía comprobar. Pero el efecto más perturbador de las ‘fake news’ es su repetición desafiando la evidencia de la verdad.

Esto es un grave problema, no para el periodismo, sino para la sociedad, para la política, para la economía, para la familia. Esto, ¿quién lo ha hecho? Digamos que el mal uso o el uso indiscriminado de las tecnologías. Es decir, cuando te pones en las redes y no das la cara, estás con un seudónimo y en el anonimato, puedes decir lo que quieras sobre quién quieras. Yo, a muchos de ellos, no a todos, les contesto: «le agradecería que revelara su identidad, porque no sé quién es usted, ni a quien me dirijo». El anonimato fomenta la posibilidad de decir mentiras.

Tengo la teoría de que el periodismo es el borrador de la historia. El periodista hace la crónica de los hechos, pero luego viene el historiador que ve lo que el periodista no ha visto. Recuerdo en una de las guerras que he cubierto, la guerra entre Irak e Irán a finales de los años ochenta, en la que coincidí con un gran periodista español, Manu Leguineche, que falleció en 2014. Yo estaba muy conmovido por las desgracias que veía en el frente y le dije a Manu: «No puedo más». Me respondió: «Tú explica lo que ves, que la historia ya dirá lo que ha pasado».

El periodista no puede pretender tener la última palabra, la realidad es mucho más compleja y poliédrica. Por ejemplo, Francesc Cambó escribió las memorias, creo en 1940, pero había muchos silencios y muchas ausencias. ¿Qué ha pasado? Todavía, muchos años después, se están escribiendo libros sobre las cosas que Cambó no decía. Uno es dueño y señor de explicar lo que le parezca sobre la propia biografía, pero no es dueño y señor porque luego la historia lo interpretará como quiera, cogiendo una crónica, un artículo, una crítica, una entrevista que le hicieron en una radio o televisión. Vicens Vives decía: «La historia no se hace sino que se rehace».

De lo que hemos vivido en nuestro país en los últimos años, ahora tenemos una pincelada, pero sobre esto se escribirán muchos libros, muchos más de los que ya se han escrito, porque se querrá saber lo que ha pasado con todas sus complejidades. Los medios de comunicación públicos o privados no son máquinas perfectas. Pienso que los medios públicos deben existir para que la ciudadanía tenga una información completa y veraz de las cosas. Por ello deben ser plurales, en el sentido de reflejar los puntos de vista diversos. Es pronto para hacer un juicio sobre los medios audiovisuales públicos en Cataluña y en España en los últimos treinta años pero me atrevo a afirmar que los factores de sesgo político han pasado por encima de los criterios profesionales de pluralidad. Pienso que una sociedad abierta y democrática necesita información que tenga carácter de servicio público. Los matices permiten ver mejor las complejidades de una sociedad.

Los populismos nacen entre otras razones porque los mensajes son muy simples, en blanco y negro, sin explicar el contexto ni las circunstancias históricas. Cuando Trump ganó las elecciones, al día siguiente, el ‘Washington Post’ le preguntó: «Usted ha dicho muchas mentiras», y él respondió: «Sí, pero he ganado». Cuando a Nigel Farage, después del Brexit, le dicen: «Usted ha dicho esta y esta mentira», contesta: «Han sido errores». Esto es de una gravedad extrema para la convivencia por desvirtuar la verdad y el papel que tenemos los medios. A veces los periodistas tenemos que ser más fuertes, no para ir a favor o en contra de nadie, sino para facilitar elementos suficientes para que la sociedad pueda sacar sus propias conclusiones una vez conocidos los hechos. Un exdirector del ‘The Times’ de Londres me decía comiendo hace unos años que: «Un buen periodista debe estar abierto a todos los puntos de vista lo que no significa que sea indiferente a todas las actitudes».

Pienso que la palabra está en crisis porque se abusa de ella olvidando su sentido más genuino. Si un tonto o un autoritario lograra hacerse con eslóganes propagandísticos alterando el sentido de las palabras terminaríamos perdiendo la libertad. François Mitterrand, un hombre que sabía navegar en las aguas sucias de la gestión de la vida pública, decía que: «En política, como en el amor, las palabras tienen a menudo más peso que las cosas». La salvación y la convivencia, en este mundo de cultura rápida y de expresiones telegráficas, nos vendrá por la escritura y por el lenguaje como herramientas para poder ejercitar la crítica.

George Steiner, uno de los pensadores contemporáneos más agudos, fallecido recientemente, decía que su oración matinal, citando al maestro del hasidismo, Baal Shem Tov, era que la verdad siempre está en el exilio. Y yo añado que hay que buscarla porque a menudo es ahogada por la mentira o por las medias verdades.

Publicado en la Revista RE, de pensamiento y opinión, en abril de 2020.

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L’audàcia de la mentida