El lado oscuro de la Ilustración española

EL SIGLO ¿DE LAS LUCES?

La Historia funciona, en ocasiones, con la ley del péndulo. Entre los autores más próximos al franquismo, ningún color era lo bastante negro para pintar la Ilustración, ese supuesto período desnacionalizador en el que el país se abre a la nefasta influencia extranjera. Más tarde, la época pasó a recibir los más altos elogios como sinónimo de progreso. Carlos III sería un rey avanzado que se habría preocupado por sacar al país de su atraso secular. La idealización vino a sustituir a la crítica desmesurada.

José Luis Gómez Urdáñez, catedrático de la Universidad de La Rioja, se distancia del relato de una España decimonónica feliz en Víctimas del absolutismo (Punto de Vista, 2020), un libro en el que nos muestra cómo las grandes figuras del momento tuvieron también un aspecto siniestro.

La intención del autor no es negar la existencia de una genuina voluntad reformista, sino poner de manifiesto sus límites. Todo aquel que se iba demasiado lejos al propugnar un cambio se exponía a desatar la furia de los sectores más reaccionarios de la sociedad, aquellos que detentaban el auténtico poder. La Corona hizo ministros personas de origen social humilde, pero no los apoyó cuando recibían los ataques de los privilegiados.

Abandonados

Tal vez lo más llamativo sea que estos políticos no eran, en realidad, revolucionarios. Devotos funcionarios al servicio del rey, querían fortalecer el poder de este frente a la nobleza y la Iglesia. Carlos III, sin embargo, prefirió no enfrentarse a los estamentos más poderosos.

Pablo de Olavide (1725-1803) fue uno de los ilustrados más avanzados, famoso por su proyecto de colonización de Sierra Morena. Acabó en una cárcel de la Inquisición. Según Gómez Urdáñez, el monarca, lejos de ser un espectador pasivo de su caída en desgracia, contribuyó decisivamente a su ostracismo. Esta forma de proceder evidencia el gusto por la crueldad de los líderes de la época, habituados a desembarazarse sin más de los personajes incómodos.

Fue lo que hizo, por ejemplo, el marqués de la Ensenada, ministro de Fernando VI, con Melchor de Macanaz (1670-1760), un intelectual al que recluyó en prisión en La Coruña durante once años. Ante un ensañamiento de este calibre, cualquiera pensaría que debió cometer un delito muy grave. Todo se reducía a un informe con una propuesta para reformar la Inquisición con vistas a fortalecer la autoridad real.

La edad de la autoridad

La Ilustración se describe en los manuales de Historia como la edad de la razón. También lo fue de la autoridad. Uno de sus máximos artífices hispanos, Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802), contraponía el abuso de la libertad al que era propenso el ser humano con el poder siempre legítimo de las autoridades.

Gobernar equivalía, entre otras cosas, a castigar. Eso significaba utilizar todos los medios represivos no solo contra individuos, también contra determinados colectivos considerados “peligrosos”. Era el caso de los pobres, cada vez más numerosos por el aumento del desempleo y las crisis de subsistencia. A través de las “levas de vagos”, aquellos que no demostraran tener un oficio conocido se veían obligados a realizar trabajos forzados.

El conde de Floridablanca (1728-1808), un hombre que temía a las clases populares, estaba seguro de que, para tenerlas a raya, no había nada mejor que mantener siempre a un ahorcado a la puerta de una ciudad. El miedo se encargaría de disuadir a los aspirantes a subversivos.

Crueldad y despotismo

Determinadas minorías tampoco tuvieron las cosas fáciles. La situación más extrema fue la de los gitanos, sometidos a una estricta vigilancia desde hacía siglos. Ensenada llegó al extremo de proponer un plan para exterminarlos en el plazo de veinte años, convencido de que constituían una “malvada raza”. El genocidio resultó inviable, pero unas nueve mil personas sufrieron deportación y presidio.

El absolutismo utilizaba a la Ilustración para ofrecer una imagen más atractiva, pero no por eso dejaba de estar basado en la autoridad incuestionable del soberano. Los reformistas querían modernizar el viejo edificio de la monarquía a partir de sus valores de orden, seguridad y obediencia. Para alcanzar estos objetivos, los procedimientos despóticos les parecían perfectamente legítimos. “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

LA VANGUARDIA