Josep Lluís Carod-Rovira
La calma tensa se ha hecho añicos después del asesinato del preso independentista Yvan Colonna, y ha estallado el malestar y la rabia contra el neocolonialismo francés
Cataluña ha mirado poco, por no decir nada, hacia Córcega, a pesar de tener motivos históricos, políticos y geográficos para hacerlo
En 1962, Argelia, con el FLN, conseguía su independencia tras ocho años continuados de una durísima guerra de liberación nacional y después de ciento treinta y dos de ocupación francesa. Los ‘pieds noirs’, como eran conocidos los europeos que residían allí, mayoritariamente franceses, dejaron el país y muchos de ellos fueron trasladados a la Cataluña Norte, Nueva Caledonia y Córcega, lugares donde, sobre todo en esta isla, tuvieron algunos privilegios, como acceso a tierras, constituyendo un elemento evidente de francesización lingüística y nacional. Esta circunstancia se sumó al malestar ya existente en Córcega, por una situación económica que forzaba la emigración de los jóvenes, el coste de la insularidad y la discriminación de la lengua entre otros factores, de modo que, en 1976, nacía el Frente de Liberación Nacional de Córcega (FLNC), grupo armado que reivindicaba la independencia de la isla y que se disolvió en 2014. Fue en ese contexto cuando fui a Córcega por primera vez y entré en contacto con el movimiento independentista, concretamente con el grupo histórico ‘Corsica Libera’ y su líder, el abogado y hombre de letras Jean Guy Talamoni. La verdad es que Cataluña ha mirado poco, por no decir nada, hacia Córcega, a pesar de tener motivos históricos, políticos y geográficos para hacerlo y encontrarse a una hora escasa de avión. Tan sólo desde la Asociación Catalunya-Corsica, con Jordi Miró y Conxita Bosch, se han mantenido relaciones regulares, desde hace muchos años, con los nombres más destacados del movimiento corso, del que tienen un conocimiento preciso. En 1755, Pasquale Paoli, padre de la patria corsa, proclamó la independencia de la isla, que existió hasta 1769, cuando la joven república, avanzada y laica, fue anexionada a Francia. Monumentos y calles en su memoria se encuentran en todo un país de poco más de 325.000 habitantes.
Como en todas partes donde ha habido actividad armada de orientación independentista, sea Irlanda, sea el País Vasco, el paisaje que queda después es siempre complejo y, a veces, contradictorio. Recuerdo hace ocho años, una tienda de souvenirs en la que vendían tazas de café con dibujos de caras tapadas con un pañuelo con la bandera corsa y un fusil en la mano. Y un restaurante donde, después de comer, un grupito de comensales nos hicimos una foto con el propietario, y éste se añadió, contento, levantando un fusil en la mano: “Si vuelve mañana, llevaré el lanzagranadas”, dijo con toda normalidad. Y yo le pregunté: “Pero, ¿no es que habían renunciado a las armas?”, a lo que me respondió: “No, no. Hemos renunciado a utilizarlas. Pero las armas las conservamos, como ellos. Nunca se sabe…” Me quedó claro. Ese mismo 2014 vinieron observadores corsos al referéndum nuestro del 9 de noviembre y, poco después, el movimiento nacional corso, en una alianza entre los independentistas y los nacionalistas más pragmáticos, tildados allí de “autonomistas”, empezó a dar sus frutos , con victorias en las elecciones locales, en la Asamblea de Córcega y en la Asamblea Nacional de Francia. G. Simeoni encabezaba el ejecutivo y J.G. Talamoni, el legislativo. En junio de 2015, en sede parlamentaria, tuvo lugar la ‘Iniziativa Corsica’ que reforzaba una salida política a la nueva situación de desmilitarización, en la que participamos, con una ponencia cada uno, Jordi Porta, el autor de este artículo y el exprimer ministro Michel Rocard, el único político de izquierdas francés capaz de hablar serenamente del país donde, finalmente, ha terminado siendo enterrado. Las instituciones corsas tuvieron la visión política de aprobar un programa de mínimos, en la Asamblea y en los ayuntamientos, que reivindicaba el uso oficial del corso, un estatuto del residente para salvaguardar el territorio, un sistema fiscal más justo que tuviera en cuenta los costes de la insularidad, la supresión de ambos departamentos y la unificación en una sola Colectividad Territorial Corsa con poderes normativos reales y la amnistía para los veinticinco presos independentistas en prisiones francesas. Un futuro de optimismo y esperanza empezó a aparecer en el horizonte, mientras parecía que se dejaban atrás los años más duros de enfrentamiento armado con el Estado y de luchas fratricidas en las mismas filas corsas. Sin embargo, Francia no se movía ni un milímetro de sus posiciones jacobinas, y el estatismo autoritario del nacionalismo francés llegaba a la cima con manifestaciones del entonces primer ministro, el francoespañol Manuel Valls, afirmando: “El pueblo corso no existe, no hay más que un solo pueblo: el pueblo francés”. No era un gesto de diálogo, de mano tendida, de inicio de etapa nueva, sino la tradicional manifestación de arrogancia de quienes se creen poderosos, percibida por los corsos como lo que, realmente, era: una simple provocación fanafarrona.
La calma tensa, sin embargo, se hizo añicos este 2 de marzo, tras el asesinato del preso independentista Yvan Colonna, que llevaba veinte años en prisión por la acusación de haber matado al prefecto Claude Erignac, a pesar de que siempre negó su autoría, no se presentaron pruebas materiales en el juicio que en le que inculparon, los testigos no lo reconocieron y los abogados defensores denunciaron todo tipo de irregularidades. Que alguien, sometido como él a un régimen de vigilancia estricta, acabara muerto a manos de un yihadista, sitúa al Estado francés en el epicentro de la culpabilidad, sea por asesinato inducido, sea por incompetencia y carencia de previsión situándolo cerca de un preso de características tan peligrosas. A los ojos de los corsos, Francia es culpable, y los gritos en las calles, “Statu francese assassinu” se han hecho oir más que nunca y han recuperado toda la fuerza, el malestar y la rabia contra el neocolonialismo francés, disfrazado de cosmopolitismo y modernidad, con apelaciones constantes a un “republicanismo” anticuado, agresivo y sobre todo francés, que tanto había combatido el viejo eslogan “¡I francesi fora!”. Después de un cierto callejón sin salida por el inmovilismo político de Francia y el agotamiento del modelo político actual, las manifestaciones multitudinarias, con un protagonismo recuperado de las generaciones más jóvenes, se han enseñoreado del espacio público, y los altercados, los enfrentamientos con la policía y los ataques directos a comisarías se han producido en un contexto de recuperación de una unidad básica de acción del movimiento nacional corso contra la represión y por la autodeterminación, hasta el punto de que, por primera vez en la historia, el gobierno francés ha tenido que reaccionar, hablando de una autonomía para Córcega. Para la ‘République’, única e indivisible, esto es un verdadero contratiempo que abre la puerta a un escenario de consecuencias imprevisibles. Francia, como todos los estados, sólo reacciona por la fuerza, cuando se ve obligada a ello porque no tiene más remedio que hacerlo. Y, esta vez, con la provocación final de los policías cantando ‘La marsellesa’ y celebrando la muerte de Colonna, en una comisaría de Bàstia, la indignación de los corsos se ha traducido en un estado anímico de revuelta popular y nacional. Si no hay una mínima respuesta política satisfactoria, al dueño del restaurante quizá se le torne el trabajo. Y todo apunta a que, si así fuera, no estaría, precisamente, en la cocina. ‘A Corsica si move’. Córcega se mueve…
LA REPÚBLICA