En poco más de una semana, del 26 de febrero al 5 de marzo, hemos descubierto asombrados nuevas corruptelas judiciales, esta vez en la Junta Electoral Central, con miembros a sueldo de partido o con militancia ocultada. Hemos asistido impotentes a la obstrucción que la policía del Estado ponía a la libre circulación de los catalanes que se querían desplazar a Perpinyà. Hemos vuelto a ver las malas artes del juez Llarena en la petición de extradición de Valtònyc. Hemos sabido que los manifestantes del sindicato de extrema derecha policial Jusapol no sólo se les toleraba incumplir impunemente las normas sobre la protección de Las Cortes, sino que se les dejaba hacer a la hora de perseguir, insultar y amenazar a la diputada Laura Borràs. Han vuelto a ser noticia -sobre todo fuera de España- las fraudulentas prácticas comisionistas de la monarquía constitucional aprovechando su relación con el régimen autoritario saudí, de quien son tan amigos. Hemos contemplado cómo la Fiscalía del Estado, cuando espera que las cárceles laven el cerebro de nuestros presos políticos, se siente más heredera de la Santa Inquisición que defensora de la ley y los derechos civiles. Por si fuera poco, el informe de Octubre nos recordaba qué es exactamente este Tribunal de Cuentas que, paralelamente a los castigos de los tribunales ordinarios, se ha propuesto arruinar a todo tipo de responsables del 1-O. Y cerraba la semana la apertura de una nueva vía, Por la puerta trasera, para conseguir, a toda costa, encarcelar a Puigdemont. Y no estoy seguro de que la lista sea exhaustiva.
Este cúmulo de comportamientos gravísimos que atentan directamente contra la calidad democrática de un sistema político, pero también la indolencia con que son desatendidos principalmente por los medios de comunicación españoles y el silencio sepulcral del Gobierno “progresista y de izquierdas” y de otras instancias institucionales supuestamente comprometidas con la democracia y que deberían sentirse obligadas a denunciarlos, me lleva a hacer unas breves consideraciones.
Primera. Está claro que un Estado -no sólo en España, pero aquí sin disimulo ni límites- funciona como un paraguas que ampara la comisión de todo tipo de irregularidades cuando las perpetran los que tienen su control o están al servicio de su misma protección. Por el contrario, atreverse a salir de su abrigo no sólo te deja a la intemperie, sino que te convierte en un peligro que hay que perseguir sin compasión. En el caso del independentismo catalán y los que lo lideran, su pecado no ha sido tanto saltarse la ley -que, además, la han apañado a medida- como atreverse a quedar fuera del pacto de ‘omertà’.
Segunda. En este mismo sentido, cuando la política catalana ha osado cuestionar el autonomismo -un invento del régimen del 78 para protegerse de las aspiraciones históricas y futuras de las naciones catalana, vasca y gallega-, ha quedado tan desprotegida que las más pequeñas debilidades se convierten en verdaderos descalabros. Son indignantes los aspavientos que hacemos por las pequeñas confrontaciones internas que van de la irrelevancia al ridículo, por el hipercriticismo que se gasta contra nuestros políticos -olvidando que viven permanentemente amenazados y que están desnudos de competencias desde el 155- o por quienes exigen que Cataluña se comporte de manera ejemplar, es decir, que se porte bien, vuelva al orden bajo el paraguas protector del Estado y obtenga la protección a cambio de ser cómplice y, como antes, poder participar aunque sea un poco en sus corruptelas.
Tercera. La supuesta fuerza del Estado radica precisamente en la capacidad que tiene para encubrir sus transgresiones antidemocráticas. Que el Estado, siguiendo la definición clásica, sea el depositario de la “violencia legítima”, aparte de querer decir, por ejemplo, que puede enviar -y condecorar- a los del “A por ellos” o afinar la ley para defenderse de sus enemigos, también significa que es quien puede encubrir la corrupción y hacerla, también, “legítima”. Esto es lo que nos ha mostrado a las claras esta semana.
ARA