El declive electoral de lo que representan Junts per Cataluña, la Crida Nacional, el PDECat y aún otros submundos poco o muy organizados, ¿es la expresión de la progresiva desaparición social de este espacio político? ¿O es que hay un electorado que ante la confusión se siente inclinado a buscar refugio en aguas más seguras? ¿Podría ser que, al no saber defender la antigua hegemonía, la esté ocupando ERC? Y si lo ocupa ERC, ¿es porque está arrastrando este espacio hacia la izquierda, o más bien es que quien se desplaza es ERC, con un discurso más digamos ‘centrado’? En definitiva, los movimientos que muestran los resultados electorales -a menudo contradictorios-, ¿señalan una tendencia de largo alcance o son simplemente respuestas coyunturales a momentos de inestabilidad?
Estas cuestiones son tan relevantes como difíciles de responder. Hace tiempo que los espacios políticos están en descomposición y recomposición. Aquí, y en todas partes. A cada nueva llamada electoral, y en todos los ámbitos -europeo, estatal, nacional o municipal-, se constata la vulnerabilidad de los mapas políticos anteriores, no sin un cierto dramatismo. Por eso es un error interpretar todo lo que pasa a nivel local sólo en clave de país, como si todo se redujera al descalabro que ha provocado el soberanismo y la respuesta represiva del Estado. Y, sin embargo, más allá de los análisis, a los desafíos de una cartografía tan variable y tan interconectada hay que responder políticamente con las herramientas disponibles, que fundamentalmente son las de país.
En el caso que ahora nos ocupa, el de la residualización o la recomposición del espacio político que iba del centroderecha liberal al centroizquierda socialdemócrata, es conveniente tener en cuenta varios factores. Uno, el lastre del estigma que arrastra el PDECat, que, sin inocencia qlguna, es insistentemente calificado de post o neoconvergente. Dos, las crecientes limitaciones que conlleva poner más el acento en una respuesta crítica a la represión que en un programa político propio. Tres, visto el voto diferencial en las europeas y las municipales, la dificultad de calcular cuál es la fuerza y también los límites del liderazgo del president Carles Puigdemont. Cuatro, la poca empatía que la radicalidad contra la represión genera en los poderes fácticos que quieren mirar hacia otro lado. Cinco, la acritud con que es tratado este espacio en la mayoría de entornos mediáticos, ideológicamente simpatizantes con las formaciones de izquierdas. Y seis, entre otros, el freno a los nuevos liderazgos que provoca la comprensible voluntad de respetar a quienes son objeto de represión, pero que debilita el de los que han asumido la arriesgada misión de sustituirlos a pesar de la sospecha de interinidad.
Y, sin embargo, creo que el espacio político que se ha querido representar con siglas tan desafortunadas -todas sugieren transitoriedad-, existe. Es el espacio que debería proteger los modelos que la sociedad catalana ha construido largamente en ausencia de un Estado propio, haciendo de ello virtud: las cooperativas agrarias, las mutuas, la enseñanza concertada, las fundaciones, las organizaciones del tercer sector, el asociacionismo cultural o la emprendeduría abierta a los mercados globales y socialmente responsable. Todos, ejemplo de la máxima capacidad de innovación y de generar prosperidad. Un espacio político comprometido con la garantía de la máxima calidad de los servicios públicos, pero defendiendo sin complejos, con evidencias y sin demagogia, las mejores vías para el progreso del país. Y, en cualquier caso, comprometido con la renovación de la cultura política de la cual, precisamente ellos, han sido víctimas.
Si quienes defienden el espacio que representa la actual sopa de letras quieren mantenerlo y ampliarlo, deberán aprender a hacer dos cosas a la vez: defender la dignidad de la lucha contra la represión y, simultáneamente, llenar de contenido su programa político, siempre con la mirada puesta en los desafíos globales. Esto o la destrucción definitiva.
ARA