En uno de los tantos campos de detenidos en tránsito en la Francia ocupada, esperando que se decida su suerte, cagados de frío en el fondo de uno de los barracones, en cuclillas y con las cabezas juntas, en el peor invierno del siglo (1941), dos judíos jóvenes dialogan en febriles susurros. El mayor guarda contra su pecho una carta del mismísimo Albert Einstein y otra de la New School de Nueva York ofreciéndole una cátedra (también recibe, de tanto en tanto, pequeñas cantidades de dinero que le hace llegar la institución hasta aquel campo). Todo indica que su situación se resolverá de un día para otro y, en señal de gratitud, quiere llevar a sus nuevos patrones un libro pequeño, fluido y de fácil lectura sobre la historia de la lógica. Pero su manera de escribir es tediosa y rebuscada. El más joven, que carece de papeles protectores, tiene en cambio una endiablada facilidad para las frases precisas, elegantes, expresivas. El mayor le ofrece al menor cinco francos por día de trabajo. De eso cuchichean, en cuclillas, al fondo de aquel barracón: de la propensión de Wittgenstein a la mística, del empirismo algo insípido de Neurath. Una noche, en uno de los traslados, se da la oportunidad y el más joven huye sin pensarlo dos veces. Ni le avisa a su compañero, sabe que no querrá tomar el riesgo, el lógico-matemático que da la espalda a la lógica de la historia. Días después, los que se quedaron serán enviados al este en trenes y morirán todos en Auschwitz.
Lo cuento así porque así lo cuenta el propio Jean Améry, protagonista de esta historia, nacido en Austria con el nombre Hans Mayer, hijo de madre viuda y cristiana, estudiante de filosofía y convencido austríaco de pura cepa hasta que, con el advenimiento de las leyes raciales, descubrió que su padre muerto como un héroe en la Guerra del 14 era judío, y que eso lo hacía judío a él también. Cuando los nazis entraron en Austria el joven Mayer escapó a Bélgica, y cuando tomaron Bélgica se fue clandestino a Francia, donde cayó preso después de la Ocupación, y logró fugarse tal como acabo de contar. Entró entonces en la Resistencia (“Usurpaste el francés porque te habían robado el alemán. Descubriste Francia en el naufragio de Francia”), volvió a caer preso un año después, lo torturaron para que entregara a sus cómplices, le descoyuntaron los hombros y lo dejaron colgando así tres días, hasta que decidieron que no les servía para nada, lo degradaron de prisionero político a judío y lo mandaron a Auschwitz a fines de 1943.
Llegó el fin de la guerra, se abrieron las puertas de los campos y el joven Mayer resucitó de entre los muertos: no era nada, no tenía nada, no representaba más que ese cuerpo consumido, del que colgaba holgada y sin gracia la ropa que le daban entidades caritativas. Bélgica le dio cobijo porque era su último domicilio legal. En Bélgica y en francés descubrió el joven Mayer el existencialismo y por fin encontró un traje a medida: sólo el existencialismo contemplaba los alcances de la pesadilla que él y millones como él habían padecido. El joven Mayer abandonó su nombre alemán, se rebautizó Jean Améry y se convirtió en un existencialista privado, en función continua, que se ganaba el pan escribiendo banalidades para la prensa suiza francófona. No quería trato con la lengua alemana, se negaba a pisar suelo alemán, vivía de espaldas a la patria que lo había repudiado. “Ser alemán: la disposición fervorosa a recibir una patada en el culo y a transmitirla”, escribió privadamente en un cuaderno.
También privadamente se interpeló a sí mismo: “¿Pero cuánto miedo judío al progrom, disfrazado de angustia existencialista, cuántas contradicciones germano-francesas explican tu comportamiento?” Se refiere a la decisión de tomar la palabra: al juicio sobre Auschwitz, en diciembre de 1963. Los acusados eran 22 miembros de las SS. Por primera vez en veinte años, los supervivientes del campo se encontraban cara a cara con sus verdugos. Améry asistió al juicio y partir de ahí empezó a viajar por Alemania. “Confiésate que no eres un explorador, tampoco un turista, no viajas por diversión cuando atraviesas el Rhin y vas por esas rutas hechas por Hitler”. En la nueva Alemania, Améry le oyó decir a un francés asombrado, en un hotel: “Les valió la pena perder la guerra, son más ricos que nunca”. En la nueva Alemania lo hacían todo mejor y más de prisa: autos, televisores, lavarropas, autopistas. En la nueva Alemania se habían librado de la vieja Alemania con mucha más facilidad que él: “Nuestros exorcismos funcionan igual de bien que nuestros autos”. En la Nueva Alemania no necesitaban a los emigrados: si se presentaba alguno de ellos lo trataban con paciente indulgencia pero tenían la mirada apuntando hacia adelante, no podían detenerse por aquellos que seguían con la mirada fija en el pasado. Améry fue tomando notas en un cuaderno de aquellas expediciones al otro lado del Rhin (“He deambulado por toda Alemania, me he roto la cabeza hablando con alemanes. Quizá las cabezas rotas trabajan mal, ¿pero dónde está el duelo aquí?”), limó y pulió esa inmersión que hacía en sí mismo y en su vieja patria en sucesivos cuadernos, siempre breves, envió ese material al poeta Heissenbuttel en la radio pública alemana, quien le ofreció una emisión radiofónica entera para cada cuaderno.
Los cuadernos se convirtieron en libros por la potencia que tuvo aquella lectura por radio. Tienen títulos como “Sobre la necesidad y la imposibilidad de ser judío”, o “Levantar la mano sobre uno mismo, la muerte voluntaria”, o “Más allá de la culpa y la expiación”, o “Años de andanzas nada magistrales”. Son cortos, siempre, y tienen una prosa asombrosa: tan precisa como envolvente, urgente y serena a la vez, íntima y panorámica, tan segura de sí como vaciada de ego. Améry decía que esos libros eran su autobiografía, una autobiografía por demolición. En sus páginas pasa de la primera persona a la segunda y a la tercera de un párrafo a otro, según esté confesando, interpelándose o dejando hablar a los hechos haciéndose invisible. Es imposible leer esos libros sin que se materialice ante nuestros ojos la imagen de aquellos dos jóvenes discutiendo en susurros en el fondo de un barracón para detenidos en tránsito, en el invierno más duro del siglo, el contenido de un librito que sería una ofrenda de gratitud. Sólo que ahora quedaba uno solo de esos jóvenes y el contenido de la ofrenda iba mucho más allá: “He tratado de no dejarme atontar por el lema El Hombre Ha Muerto. Hemos aprendido que el infierno son los otros, ahora debemos aprender que el infierno es el mundo sin los otros”.
En 1978, en una gira de charlas por Austria, Améry cruzó a Suiza, se registró en un hotel y se suicidó con pastillas. Dejó cuatro cartas: una para la policía suiza anunciando que era por decisión voluntaria, otra para el hotel pidiendo perdón por las molestias, una tercera para un amigo pidiéndole que fuera él quien diera la noticia a su exmujer, y una cuarta para su exmujer donde decía: “Te agradezco por todo, por tanto, por Jean Améry, que sólo existió a tu lado y gracias a ti”.
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