Tito Livio, al que en el viejo bachillerato traducíamos no sin arduos esfuerzos, recuerda en su historia de Roma, Ab urbe condita, que la mejor manera de imponer la paz es mostrar la franca predisposición a la guerra. Su frase “ostendite modo bellum, pacem habebitis” (VI, 18) es menos conocida que la famosa “si vis pacem, para bellum”, falsamente atribuida a Julio César, pero más clara y precisa: “Demostrad que estáis dispuestos a la guerra y obtendréis la paz”. No se trata, es obvio, de una declaración de paz, sino de un recordatorio de la capacidad que el fuerte tiene de disuadir al débil. Maquiavelo remacharía: “Hay que ser león para hacer huir a los lobos”.
Livio no defiende todas las guerras, sino sólo la justa: bellum iustum. Sucede que la guerra justa coincide con los intereses del imperio. Livio construye un relato moral. Vincula Roma a unos valores característicos: pietas y virtus. Unos valores que, en caso de conflicto, se concretan en la búsqueda de la equidad y la indulgencia hacia los vencidos. Y es que, para Livio, Roma era el imperium justo.
Es inquietante el paralelismo entre la visión que Livio ofrece de las guerras del imperio romano y la visión que los líderes de Occidente y los medios de comunicación europeos están dando de la intervención en Libia. También ahora se habla de bellum iustum, pues el objetivo es proteger a la población libia, bombardeada por su propio presidente. Se habla de bellum iustum porque ha obtenido el permiso del Consejo de Seguridad de la ONU, con la abstención tolerante de China y Rusia; porque cuenta con el apoyo de la comunidad internacional incluidos los países árabes, especialmente Túnez y Egipto, en proceso de cambio. Se habla de bellum iustum porque se persigue la salvación de un pueblo: “No podíamos quedarnos de brazos cruzados”, ha explicado el presidente Obama, mientras que algunos comentaristas europeos sostienen que con la intervención en Libia se está reparando el error de la no intervención europea en los Balcanes. Se habla, en fin, de bellum iustum porque no se quiere intervenir en el terreno, sino sólo obligar a Gadafi a un alto el fuego, para restablecer la paz y la integridad de Libia, y la plena soberanía de sus ciudadanos.
Y, ciertamente, en pocas horas, se ha logrado imponer la zona de exclusión aérea en Libia. Pero los objetivos de paz, soberanía e integridad están muy lejos de conseguirse. Gadafi ya no avanza, pero sus baterías terrestres no callan. Bengasi puede ser torturada a bombazos. En estas condiciones, no puede descartarse una escalada de los objetivos militares de la coalición occidental: una guerra abierta.
En el pasado reciente, todos hablaban también de guerra justa al referirse a otros focos problemáticos del Oriente musulmán. Adoptando el discurso de la superioridad moral y democrática, intervinieron en Afganistán para parar a los bárbaros talibanes y a los terroristas de Al Qaeda. Intervinieron en el Iraq del Sadam invasor de Kuwait con el padre Bush; y, años después, con el hijo Bush, contra el mismo Sadam, gaseador de kurdos. Y ahora en la Libia de Gadafi. Como el romano Tito Livio, siempre apelaron a los valores. Nunca a los intereses.
Es verdad que la suerte de los demócratas libios clama al cielo democrático. Pero ¿acaso no clamaba el cielo hace años, cuando era un extravagante aliado? ¿No clamaba al cielo siendo enemigo de Ronald Reagan, pero querido de la izquierda europea, empezando por Antony Giddens, teórico del socialismo contemporáneo? No preguntaré: ¿por qué ahora?.
No preguntaré: ¿por qué no en Bahréin? Pregunto: ¿cuál ha sido el resultado en las anteriores intervenciones occidentales en el área musulmana? Si de vidas y de democracia se trata, ¿podemos garantizar que en Afganistán e Iraq hay menos sufrimiento hoy que ayer? Allí no hay ahora paz, ni integridad, ni por supuesto democracia. Cada vez que volvemos a intervenir con las armas en el avispero de Oriente complicamos más el nudo que empezó, por nuestra parte, con la llegada de Napoleón a Egipto. Desde entonces, cada intervención occidental ha añadido un lío más al nudo.
Si no hay intereses en juego, ¿hay que intervenir por razones emotivas? No son emotivas, me dirán, sino humanitarias. Pero, entonces, ¿por qué seleccionamos sólo unos determinados escenarios del gran dolor del mundo?
¿Hemos olvidado que la revolución francesa, origen remoto de los derechos humanos y de la democracia europea, dio paso a la destrucción, el terror, la tiranía, las guerras de Napoleón y, finalmente, después de millones de muertes, lentamente, hacia lo que ahora llamamos democracia? ¿No sería mejor dejar que ellos avanzaran a su manera, repitiendo o no nuestras convulsiones históricas, en lugar de dar clases de democracia a golpe de Tomahawk?