Página 12
Seculares sectarios, interesados
Robert Fisk
Hosni Mubarak denunció que los islamistas estaban detrás de la revolución egipcia. Lo mismo dijo Ben Alí en Túnez. El rey Abdulá de Jordania ve una mano oscura y siniestra, la mano de Al Qaida, la de los Hermanos Musulmanes, una mano islamista, detrás de la insurrección que recorre al mundo árabe. Ayer las autoridades bahreiníes descubrieron que la mano ensangrentada de Hezbolá estaba detrás de los levantamientos chiítas. ¿Cómo es posible que hombres educados pero singularmente antidemocráticos puedan entender todo tan mal? Confrontados con una serie de explosiones seculares –Bahrein no está incluido en esta categoría– acusan a los radicales islámicos. El sha cometió un error idéntico pero al revés. Confrontado por un levantamiento obviamente islámico, él acusó a los comunistas.
Barack Obama y Hillary Clinton se las ingeniaron para dar una voltereta más rara. Habiendo apoyado originalmente a las “estables” dictaduras del Medio Oriente –cuando deberían haber estado del lado de las fuerzas democráticas–, se decidieron a avalar los reclamos de democracia civil en el mundo árabe justo cuando los árabes están tan desencantados con la hipocresía occidental que no quieren a los Estados Unidos de su lado. “Los norteamericanos interfirieron en nuestro país por 30 años durante la era Mubarak, apoyando a este régimen y armando a sus soldados”, me dijo la semana pasada un estudiante egipcio en la plaza Tahrir. “Ahora estaríamos agradecidos si dejaran de interferir de nuestro lado”, agregó. Al final de la semana escuché las mismas voces en Bahrein. “Nos están baleando con armas estadounidenses, que son disparadas por soldados entrenados por los estadounidenses y montados en tanques estadounidenses”, enumeró el viernes un médico. “¿Y ahora Obama quiere estar de nuestro lado?”, preguntó.
Los hechos de los últimos dos meses y el espíritu anti-régimen de la insurrección árabe –por dignidad y justicia, más que por un emirato islámico– quedarán en nuestros libros de historia por años. Y el fracaso de los más estrictos adherentes del Islam será discutido por décadas. Ayer hubo un especial interés por el último video de Al Qaida, grabado antes del derrocamiento de Mubarak, que enfatizaba la necesidad de que el Islam triunfara en Egipto. Sin embargo, una semana antes, las fuerzas seculares, nacionalistas y honorables de Egipto, los hombres y las mujeres musulmanes y cristianos, se habían liberado del viejo sin ninguna ayuda de Osama Bin Laden. Más rara todavía fue la reacción de Irán, cuyo líder supremo se autoconvenció de que la victoria popular egipcia era un triunfo del Islam. Da para pensar que sólo Irán, Al Qaida y sus más acérrimos enemigos, los dictadores árabes antiislámicos, creen que la religión estuvo detrás de las rebeliones masivas de los manifestantes pro democracia.
La más sangrienta ironía de todas –en la que fue cayendo Obama– fue que la República Islámica de Irán estaba alabando a los demócratas de Egipto mientras amenazaba con ejecutar a sus propios líderes democráticos opositores. Casi todos los millones de manifestantes árabes que quieren sacarse de encima la capa de la autocracia –con nuestra ayuda occidental– vivieron con miedo y humillación, y son musulmanes. Y los musulmanes, a diferencia del Occidente cristiano, no perdieron su fe. Abajo de las piedras y de las cachiporras de la policía asesina de Mubarak, ellos contraatacaron gritando “Alá akbar” en lo que era, para ellos, una “Jihad”, no una guerra religiosa pero sí una batalla por la justicia. “Dios es grande” y la demanda de justicia son concordantes. Para la lucha contra la injusticia, ése es el espíritu del Corán.
En Bahrein tenemos un caso especial. Acá una mayoría chiíta es dirigida por una monarquía sunnita. Siria, de hecho, sufriría de “bahreinitis” por la misma razón: una mayoría sunnita es gobernada por una minoría chiíta. Bueno, al menos el Occidente en su defensa en picada del rey Hamad de Bahrein puede aferrarse al hecho de que Bahrein, como Kuwait, tienen un Parlamento. Es una vieja y triste bestia, que existió entre 1973 y 1975 hasta que fue disuelto inconstitucionalmente y después reinventado en 2001 como un paquete de “reformas”. Pero el nuevo parlamento terminó siendo menos representativo que el primero. Los políticos de la oposición fueron acosados por la seguridad del Estado y fueron manipulados los márgenes parlamentarios para asegurarse de que la minoría sunita siga con el control del Parlamento. En 2006 y en 2010, por ejemplo, el más importante partido chiíta en Bahrein ganó sólo 18 de las 40 bancas. Muchos me dijeron que temen por sus vidas, que temen que las turbas chiítas les quemen sus casas y los maten.
Todo esto parece cambiar. El control del poder estatal tiene que ser legitimado para ser efectivo y las balas para aplastar protestas pacíficas estaban destinadas a terminar en una serie de domingos sangrientos en Bahrein. Una vez que los árabes aprendieron a perder su miedo, pueden reclamar los derechos civiles que los católicos demandaron alguna vez en Irlanda del Norte. Al final, los británicos tuvieron que destruir el liderazgo de los unionistas y traer al IRA a compartir el poder con los protestantes. Los paralelos no son exactos y los chiítas no tienen (aún) una milicia, a pesar de que el gobierno bahreiní mostró fotografías de pistolas y espadas para avalar su opinión de que entre sus opositores hay “terroristas”.
En Bahrein hay, no es necesario decirlo, una batalla sectaria y secular, algo que el príncipe reconoció inconscientemente cuando dijo que las fuerzas de seguridad debían suprimir las protestas para impedir la violencia sectaria. Es una visión mantenida salvajemente por Arabia Saudita, que tiene un fuerte interés en la eliminación del disenso en Bahrein. Se les podrían subir los humos a los chiítas de Arabia Saudita si ven que sus correligionarios de Bahrein arrasan el Estado. Entonces, escucharíamos alardear a los líderes de la chiíta República Islámica de Irán. Pero estas insurrecciones interconectadas no deberían ser vistas desde el simple marco del fermento en el Medio Oriente. El levantamiento yemení contra el presidente Saleh (que lleva 32 años en el poder) es democrático pero también tribal. Y no faltará mucho para que la oposición empuñe armas. Yemen es una sociedad armada, tribus con armas y nacionalismo endémico. Y después queda Libia.
Khadafi es tan raro, tan próspero, su dominio tan cruel (y él estuvo gobernando el lugar por 42 años), que es un Ozymandias esperando caer. Su cercanía con Berlusconi –y, peor aún, su amor empalagoso con Tonny Blair– no van a salvarlo. Adornado con más medallas que el general Eisenhower, desesperado por una operación que le levante la papada, este desgraciado está amenazando a su propia gente con castigos “terribles” por desafiar su régimen. Dos cosas para recordar acerca de Libia: como Yemen, es una tierra tribal y cuando se levantó contra sus fascistas colonos italianos, comenzó una salvaje guerra de liberación, cuyos valientes líderes enfrentaron la horca con un coraje increíble. Sólo porque Khadafi es un loco, no quiere decir que su gente sea idiota.
Entonces hay un cambio en el mundo político, social y cultural del Medio Oriente. Creará muchas tragedias, levantará muchas esperanzas y derramará demasiada sangre. Quizá sea mejor ignorar a todos los analistas y a sus think tanks, cuyos “expertos” idiotas dominan los canales satelitales. Si los checos pudieron tener su libertad, ¿por qué no los egipcios? Si los dictadores pueden ser derrocados en Europa –primero, los fascistas, después, los comunistas–, ¿por qué no pasaría lo mismo en el gran mundo árabe musulmán? Y –sólo por un momento– dejen a la religión fuera de esto.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
La Vanguardia
Rebelión
Xavier Batalla
La rebelión de la calle árabe se extiende como una mancha de aceite, al menos desde Argelia hasta Yemen. Pero la toma del palacio va despacio. El pasado viernes, una semana después de la renuncia de Hosni Mubarak, miles de egipcios volvieron a manifestarse para celebrar la caída del autócrata, pero también para presionar al ejército, que no marca el paso hacia la democracia. Y en Libia, Bahréin y Yemen, el palacio resiste y reprime a sangre y fuego.
Las cosas como son: nada volverá a ser exactamente igual, pero el régimen egipcio, cuya columna vertebral es el ejército, ha quedado intacto. La revuelta comenzó en Túnez y, con el impulso de internet, contagió a Egipto el 25 de enero. Y dieciocho días de protestas culminaron el 11 de febrero con la renuncia de Mubarak, no con la revolución. Los manifestantes acorralaron al autócrata, pero quien le dio la puntilla, y de golpe, fue el ejército.
El malestar militar con Mubarak, según Stratfor, un think tank estadounidense, venía de más lejos, de cuando Mubarak reafirmó que su sucesor sería su hijo Gamal, un personaje que no levanta entusiasmos entre los militares. Pero, ¿por qué los militares le tendrían ojeriza a Gamal? Por dos motivos. Primero, porque Gamal no es uno de los suyos, ya que no ha hecho la carrera militar. Si Obama les dice que se pongan en el lado correcto de la historia, los militares egipcios ven a Gamal en la acera de enfrente. Y segundo, porque la eventual elección de Gamal como presidente era vista por los generales como una amenaza a sus privilegios económicos.
El ejército egipcio disfruta de un imperio en una economía que en buena parte es estatal desde los tiempos de Naser, que instauró un sistema socializante y populista. Los militares fabrican en Egipto de todo y, además, sus empresas no pagan impuestos. Es decir, lo de la mano invisible no es ningún misterio inexplicable para los generales egipcios.
Pero, ¿por qué temían los militares a Gamal? Naser legó a los egipcios una economía estatalizada que sus sucesores, Sadat y Mubarak, empezaron a privatizar. “El punto de vista de los militares es que las privatizaciones son una amenaza a su posición económica, y por eso se oponen a las reformas”, escribió hace un año la embajadora Margaret Scobey, según los documentos del Departamento de Estado filtrados por Wikileaks. Y Gamal, bregado en Londres y aliado del magnate egipcio del acero Ahmed Ezz, no ocultaba su interés en aumentar su parte del pastel con más privatizaciones. Por el contrario, el mariscal Tatatui, ahora al frente de la cúpula que manda, se formó en el Moscú soviético.
Con la caída de Mubarak, el poder militar egipcio no sólo permanece intacto, sino que puede hacer y deshacer. Egipto siempre ha fascinado tanto a los occidentales que, puestos a imaginar, confundimos a Cleopatra con Liz Taylor. ¿Nos confundimos también ahora con lo que pasa en el Egipto que aspira al cambio? El ejército, que se declaró neutral durante la revuelta, supo ponerse al frente de la manifestación popular que terminó desbrozando el camino hacia el golpe que acabó con Mubarak.
El País
De Túnez a El Cairo
Sami Naïr
El vuelco de Egipto hacia el campo de la democracia, si se confirma, constituye un cambio radical para todos los países de la región. Egipto fue, es y será por mucho tiempo el corazón del mundo árabe. Todo acontecimiento que se produce allí influye en el resto de las naciones árabes.
Cuando en los años sesenta Nasser galvanizaba a las masas, había desde Yemen hasta Marruecos las mismas repercusiones, las mismas cóleras, las mismas alegrías y desesperaciones. Cuando Sadat y luego Mubarak destruyeron el dinamismo nacional egipcio y se sometieron a EE UU, la misma atonía, la misma impotencia y la misma resignación se apoderaron en todas partes de las poblaciones. Egipto representa el peso del número (más de 80 millones de habitantes), el peso de la geografía (se halla en el centro de las relaciones entre el Oriente y el Occidente árabes), la fuerza de la cultura, de la ciencia, de la tradición estatal y, sobre todo, tras la II Guerra Mundial, el símbolo de la emancipación de los pueblos árabes. Pero este país ha sufrido una dictadura despiadada durante más de medio siglo, en realidad desde las primeras derivas del nasserismo a finales de los años cincuenta.
La pequeña Túnez es la que ha anunciado el fin de esta historia compartida por todos los Estados árabes. Y es ella misma la que ha abierto el camino de la hecatombe de las dictaduras. Han bastado 23 días, después de la inmolación del joven Buazizi, para acabar con Ben Ali y su camarilla de parientes; han bastado tan solo 18 para deshacerse de Mubarak.
En efecto, el Ejército egipcio, en estrecha relación con EE UU, ha controlado la operación desde el principio hasta el final. Hay que decir en este punto que la gran suerte de los manifestantes egipcios se debe también a la inteligencia política de Barack Obama, quien, tras un momento de indecisión, ha tomado finalmente partido en su favor y ha puesto a salvo de este modo los intereses de Washington. A diferencia del Ejército tunecino, el Ejército egipcio tiene un papel estratégico en el país; dispone de un poder financiero independiente y controla sectores esenciales de la economía; y, sobre todo, no puede ignorar el punto de vista americano, aunque solo sea por el dinero que cada año recibe de EE UU (1,3 mil millones de dólares). Manteniendo a Mubarak en el poder, tenía todas las de perder. Para defenderlo, habría tenido que disparar al pueblo, pero ni los soldados del regimiento, en contacto permanente con la población, ni el mismo pueblo, lo hubieran tolerado. Sabemos que en el seno del Estado Mayor se han dejado oír desde hace días voces que querían acabar con el viejo dictador. A este, incluso le ha ocurri
-do exactamente lo mismo que a Ben Ali, ya que los oficiales reunidos en el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas le ofrecieron el 10 de febrero, después de su discurso, que eligiera entre la corte marcial o la dimisión. Y es probable que asistamos en las próximas semanas a evoluciones significativas en la relación de fuerzas en el seno de esta institución. El Consejo Supremo que sustituye a Mubarak deberá arreglárselas con la ira popular; la huida del dictador no hará olvidar sus responsabilidades, ni eclipsar la voluntad de recuperar la fortuna fraudulenta acumulada a espaldas de Egipto (60.000 millones de euros mientras que Ben Ali “solo” acariciaba 3,7 mil millones de euros).
En cambio, el Ejército tunecino es una institución pequeña, no es ofensiva, ni tiene “enemigos”, y nada tenía que perder al deshacerse de Ben Ali, quien lo había sometido a su policía todopoderosa.
Pero en los dos países, el Ejército ha sido el vector principal del inicio de la transición. Sin embargo, nada apunta, sobre todo en el caso egipcio, a que el Ejército se haya puesto definitivamente al lado del pueblo. Puede hacer durar la actual situación de transición y, sobre todo, mantener las riendas del poder si el islamismo se convierte, en un contexto de crisis, en una alternativa política seria. Es cierto que se encontró entre la espada y la pared: es el pueblo unido, sin distinción de clases, el que ha mostrado el camino.
La emergencia de una sociedad civil democrática, autónoma y espontánea en el mundo árabe es la gran novedad de estas dos revoluciones y de las que vendrán. Es una situación original, pero que conlleva riesgos, sobre todo por la ausencia de organización política. El Ejército conducirá en ambos países el proceso de transición hacia la democracia solamente si la sociedad civil logra construir rápidamente unos partidos que sean capaces de ofrecer una alternativa política. Los únicos partidos que realmente se han estructurado estos últimos años han sido los partidos islamistas. Pero tanto en Egipto como en Túnez, la emergencia de la revolución ha cogido desprevenidos a los islamistas; ninguna de sus consignas ha sobresalido en las movilizaciones. Sin embargo, están al acecho. Por prudencia, de momento dedicarán sus esfuerzos, como ya se proponen hacer en Túnez, a conquistar la hegemonía dentro de la sociedad civil. Su cálculo es a largo plazo: primero quieren dominar la sociedad, “tradicionalizar” el sistema de usos y costumbres, para luego vencer democráticamente en las elecciones, según el modelo turco.
Pero ahora no les resultará fácil imponerse: la revolución ha sido democrática de principio a fin. Los jóvenes, que han sido en sus países la punta de lanza de la revolución, no han manifestado afiliación religiosa o ideológica alguna. Reivindicaban la libertad de expresión, unas instituciones democráticas y la marcha de un hombre que simbolizaba la opresión desnuda.
La irrupción de la juventud es en realidad la gran novedad política en el mundo árabe. Esta generación no pertenece a tradición alguna, nacionalista árabe o religiosa. Su cultura política no la han heredado del pasado, sino que proviene mecánicamente de la insoportable contradicción entre la libertad negada en la vida cotidiana y la libertad extrema de la que los jóvenes disfrutan en Internet, Facebook, Twitter, los SMS, etcétera. Esta es producto de la globalización -no la de la economía, sino la de los valores alternativos de ciudadanía y de democracia política-. Es la representación de otra forma de antiglobalización, típicamente relacionada con las condiciones específicas del mundo árabe. Nada hace prever que estos jóvenes vayan a dejar que los movimientos integristas aplasten bajo un nuevo manto de plomo su conquista democrática. A los egipcios, como a los tunecinos, no les queda otra posibilidad que aceptar ese reto y afrontar, de una vez por todas, la cuestión de la modernización cultural de sus sociedades.
El seísmo tunecino ha tenido su primera réplica en Egipto. Le seguirán otros temblores. La idea falaz según la cual los regímenes autoritarios son los mejores garantes contra la amenaza islamista ha muerto en Túnez y en El Cairo. Lo que ha ocurrido estas últimas semanas demuestra que los pueblos, cuando quieren la libertad, saben no tenerle miedo a nadie, porque han superado el mismo miedo.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Pablo de Olavide, Sevilla.
Traducción de M. Sampons.
Rebelión
El residuo tóxico del colonialismo
Richard Falk
Traducido para Rebelión por Marwan Pérez y revisado por Caty R |
La época abierta de los grandes imperios cedió el paso a la era de la hegemonía imperial encubierta, pero ahora el edificio se desmorona.
Por lo menos abiertamente no ha habido declaraciones de Washington ni de Tel Aviv -los gobiernos que más tienen que perder en el desarrollo de la revolución egipcia– sobre la intervención militar. Esta moderación es más una expresión de la cordura geopolítica que de la moral postcolonial, que permite que se den algunos cambios, al menos temporalmente, dentro del orden político establecido.
Y sin embargo, por medios vistos y no vistos, los actores externos, y especialmente Estados Unidos -con una genuina mezcla estadounidense de presuntas y paternalistas prerrogativas imperiales-, buscan modelar y limitar el resultado de este extraordinario levantamiento del pueblo egipcio, sumido desde hace mucho tiempo en un cautiverio subvencionado por la dictadura cruel y corrupta de Mubarak. El rasgo más definitorio de esta diplomacia liderada por Estados Unidos es la conveniencia de gestionar la crisis, así el régimen sobrevive y los manifestantes regresan a lo que perversamente se denomina “normalidad”.
Me sorprendió mucho que el presidente Obama afirmase tan abiertamente su autoridad para instruir al régimen de Mubarak sobre la forma en que debía responder a la sublevación revolucionaria. No estoy sorprendido por el esfuerzo -me sorprendería la ausencia del mismo-, sino por la falta de cualquier señal de timidez imperial ante un orden mundial que se supone que clama por la legitimidad de la libre determinación, la soberanía nacional y la democracia.
Y casi igual de sorprendente fue el fracaso de Mubarak al fingir en público que tal interferencia no es aceptable -incluso cuando a puerta cerrada escuchaba con sumisión y actuaba en consecuencia-. Esta interpretación teatral geopolítica del amo y su sirviente sugiere la persistencia de la mentalidad colonial por parte de ambos, del colonizador y de sus colaboradores nacionales.
El único mensaje verdadero post-colonial sería uno de deferencia: “Permanecer a un lado y aplaudir”. Las grandes luchas transformadoras del siglo pasado implicaron una serie de desafíos en todo el sur global para deshacerse de los imperios coloniales europeos. Pero la independencia política no acaba con los métodos más indirectos de control, y aún insidiosos, destinados a proteger los intereses económicos y estratégicos. Esta dependencia dinámica significaba para los líderes políticos sacrificar el bienestar de su propio pueblo en aras de servir los deseos de sus amos coloniales -no reconocidos-, o sus sucesores occidentales, los Estados Unidos, en gran medida desplazando a Francia y el Reino Unido en Oriente Medio después de la crisis de Suez de 1956. Y estos sirvientes post-coloniales de Occidente serían autócratas bien remunerados, investidos con virtuales derechos de propiedad sobre la riqueza indígena de su país y mantenidos con capital extranjero. En este sentido, el régimen de Mubarak era el niño del póster del éxito post-colonial.
Los ojos occidentales liberales están tan acostumbrados que no se dan cuenta de los patrones internos de abuso que fueron parte integral de ese éxito de la política exterior -y si de vez en cuando algún periodista intrépido lo menciona se le ignorará, y si es necesario se le desacreditará con el sambenito de “izquierdoso”-. Y si esto no desvía las críticas se nos recordará, por lo general con una sonrisa condescendiente, que la tortura y similares se dan por supuesto en el territorio cultural árabe, una realidad a la que los extranjeros informados se han adaptado sin ninguna molestia.
En realidad, en este caso, dichas prácticas fueron muy convenientes; Egipto actúa como uno de los lugares de interrogatorios de esas prácticas insidiosas de “entrega extraordinaria extrema”, por la cual la CIA transporta a los “sospechosos de terrorismo” para que los acojan países extranjeros que ofrecen voluntariamente herramientas e instalaciones de tortura. ¿Es esto lo que se entiende por “una presidencia de los derechos humanos”? La ironía no debe pasar por alto que el enviado especial del presidente Obama al gobierno de Mubarak durante la crisis fue nada menos que Frank Wisner, un estadounidense con un linaje de la CIA de los más notables.
Debe haber claridad sobre la relación entre este tipo de Estado post-colonial que sirve a los intereses regionales de EE.UU. –en cuanto al petróleo, Israel, la contención del Islam, evitar la proliferación no deseada de armas nucleares– a cambio del poder, los privilegios y la riqueza entregados a una pequeña y corrupta élite nacional que sacrifica el bienestar y la dignidad de la población nacional en el proceso.
Una estructura semejante en la era post-colonial, en la que la soberanía nacional y los derechos humanos se infiltran en la conciencia popular, sólo puede mantenerse mediante la construcción de altas barreras de miedo, reforzadas por el terrorismo de Estado, destinadas a intimidar a la población para que no persiga sus metas y valores. Cuando estas barreras no cumplen su misión, como ha ocurrido recientemente en Túnez y Egipto, a continuación la fragilidad del régimen opresor brilla en la oscuridad.
Entonces el dictador puede que huya por la salida más cercana, como Zine El Abidine Ben Alí en Túnez, o es abandonado por su entorno y sus amigos extranjeros y así se puede engañar al desafío revolucionario con un acomodo prematuro. Este último proceso parece representar una de las últimas maniobras de la élite del palacio de El Cairo y sus partidarios en la Casa Blanca. Sólo el tiempo dirá si las furias de la contrarrevolución van a ganar un día posiblemente a tiros y latigazos o quizá por medio de gestos tranquilizadores de reforma que se convierten en promesas irrealizables, cuando no se reconstruye totalmente el antiguo régimen. Irrealizables porque la corrupción y las grandes disparidades de riqueza en medio de un empobrecimiento masivo sólo se pueden mantener, después de la plaza Tharir, volviendo a imponer un gobierno opresor. Y si no es opresor, entonces no podrá soportar por mucho tiempo las demandas de derechos, de justicia social y económica, y la justa causa de la solidaridad con la lucha palestina.
Aquí está el quid de la ironía ética. Washington es respetuoso de la lógica de la libre determinación, siempre y cuando converja con la gran estrategia de EE.UU., y es ajeno a la voluntad de la gente cuando su expresión se percibe como una amenaza a los señores neoliberales de la economía mundial globalizada o a las directrices estratégicas que tanto gustan a los planificadores del Departamento de Estado y el Pentágono.
Como resultado de ello es inevitable este tira y afloja de Estados Unidos, que intenta nadar y guardar la ropa celebrando el advenimiento de la democracia en Egipto, quejándose de la violencia y la tortura del régimen tambaleante, mientras hace lo que puede para manejar el proceso desde el exterior, lo que significa poner obstáculos para un cambio genuino y muchos más a una transformación democrática del Estado egipcio. Presentar al principal contacto de la CIA y leal a Mubarak Omar Suleimán para presidir el proceso de transición en nombre de Egipto parece un plan apenas disfrazado para lanzar a Mubarak a la multitud mientras que la estabilización del régimen que presidió durante más de 30 años continúa.
Esperaba una mayor sutileza por parte de los gestores de la geopolítica, pero tal vez su ausencia es un signo más de la miopía imperial que tan a menudo acompaña a la decadencia de los grandes imperios.
Es notable que la mayoría de los manifestantes, cuando los medios de comunicación les preguntaron por sus razones para correr el riesgo de morir y sufrir la violencia por estar en las calles egipcias, respondieron con variaciones sobre las frases: “Queremos nuestros derechos” y “queremos la libertad y la dignidad”. Por supuesto el desempleo, la pobreza, la seguridad alimentaria y la rabia por la corrupción, los abusos y las pretensiones dinásticas del régimen de Mubarak, ofrecen una infraestructura comprensible para la ira que sin duda alimenta el fuego revolucionario. Pero son los “derechos” y la “dignidad” los que parecen flotar en la superficie de esta conciencia política que se ha despertado.
Estas ideas, en gran medida alimentadas en el invernadero de la conciencia occidental y después exportadas inocentemente como un signo de buena voluntad, como el “nacionalismo” un siglo antes, inicialmente pueden pensarse sólo como movimientos de relaciones entre pueblos, pero con el tiempo esas ideas dieron lugar a los sueños de los oprimidos y las víctimas -y cuando el inesperado momento histórico llegó por fin, estallaron en llamas-. Recuerdo haber mencionado hace diez años que los radicales de Indonesia en Yakarta hablaban de cómo su participación inicial en la lucha anticolonial se vio estimulada por lo que habían aprendido de sus maestros coloniales holandeses sobre el ascenso del nacionalismo como una ideología política en Occidente.
Las ideas pueden difundirse con una intención conservadora, pero si más adelante se consignaron en nombre de las luchas de los pueblos oprimidos, tales ideas renacen y sirven como bases de una nueva política emancipadora. Nada ilustra mejor este viaje hegeliano que la idea de “libre determinación”, en un principio proclamada por Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial; Wilson fue un líder que buscaba, sobre todo, mantener el orden en el que creía, en cumplimiento de los objetivos de los inversores extranjeros y las empresas, y no tenía quejas de los imperios coloniales europeos. Para él la libre determinación no era más que un medio conveniente para tramitar la separación permanente del Imperio Otomano a través de la formación de una serie de estados étnicos.
Poco podía imaginar Wilson, a pesar de las advertencias de su secretario de Estado, que la libre determinación puede servir a otros dioses y convertirse en una poderosa herramienta de movilización para derrocar el régimen colonial. En nuestro tiempo, los derechos humanos han seguido un camino similar de liquidación, a veces no son más que una bandera de propaganda para apartar a los enemigos durante la Guerra Fría, a veces son una protección conveniente contra la identidad imperial y a veces la base del celo revolucionario, como parece ser el caso en la inacabada y permanente lucha por los derechos y la dignidad que tiene lugar en todo el mundo árabe en una variedad de formas.
Es imposible predecir cómo se jugará este futuro. Hay demasiadas fuerzas en juego en circunstancias de “incertidumbre radical”. En Egipto, por ejemplo, se cree que el ejército tiene la mayoría de las cartas, y que cuando finalmente se decida su peso determinará el resultado. ¿Pero esta sabiduría convencional es sólo un signo del poder del realismo que domina nuestra imaginación?, ¿y finalmente el agente histórico son los generales y sus armas y no la gente en las calles?
Por supuesto se han difuminado las presiones dado que el ejército podría simplemente haber tratado de seguir la corriente poniéndose del lado de los ganadores una vez que el resultado estuvo claro. ¿Hay alguna razón para confiar en la sabiduría, el juicio y la buena voluntad de los ejércitos -no sólo en Egipto, cuyos comandantes deben sus cargos a Mubarak- sino en todo el mundo?
En Irán el ejército se hizo a un lado y un proceso revolucionario transformó el edificio del gobierno corrupto y brutal del Sha. La gente prevaleció un momento sólo para que su extraordinaria victoria no violenta fuese arrebatada por un movimiento contrarrevolucionario posterior que sustituyó la democracia por la teocracia.
Hay pocos casos de victoria revolucionaria, y en esos pocos casos es aún más raro llevar adelante la misión revolucionaria sin interrupción. El desafío consiste en sostener la revolución frente a los proyectos contrarrevolucionarios que son casi inevitables, algunos puestos en marcha por quienes formaban parte del movimiento inicial unificado contra el viejo orden, pero ahora decididos a apropiarse de la victoria para sus propios fines. La complejidad del momento revolucionario requiere la mayor vigilancia por parte de aquellos que ven la emancipación, la justicia y la democracia como el motor de sus ideales, porque habrá enemigos que tratarán de tomar el poder a expensas de la política humana.
Una de las características más impresionantes de la revolución egipcia hasta el momento ha sido el extraordinario espíritu de no violencia y solidaridad mostrado por los manifestantes que se congregaron, incluso ante las reiteradas provocaciones sangrientas de los “baltagiyya” enviados por el régimen. Esta ética se negó a dejarse desviar por las provocaciones y sólo podemos esperar, contra toda esperanza, que cesen esas provocaciones y las mareas contrarrevolucionarias se desplomen al sentir la inutilidad de asaltar la historia o finalmente hagan implosión por la acumulación de los efectos corrosivos del largo abrazo a una ilegitimidad permanente.
Richard Falk es profesor emérito de la Cátedra Albert G. Milbank de Derecho Internacional en la Universidad de Princeton y Profesor Visitante Distinguido de Estudios Globales e Internacionales en la Universidad de California, Santa Bárbara. Es autor y editor de numerosas publicaciones que abarcan un período de cinco décadas, la más reciente es la edición del volumen International Law and the Third World: Reshaping Justice (Routledge, 2008). En la actualidad cumple su tercer año de un mandato de seis años como Relator Especial de Naciones Unidas sobre los derechos humanos palestinos.
Fuente: http://english.aljazeera.net/indepth/opinion/2011/02/2011213201140768988.html