Historias de Salamanca

Finalmente, por una vez en la vida, el Constitucional nos ha dado la razón y ha rechazado el recurso contra la devolución de los papeles de Salamanca. Esta noticia me remueve el recuerdo de mis repetidas visitas al Archivo de la Guerra Civil. La primera vez que pedí permiso para trabajar, cuando todavía dependía del Servicio Histórico Militar de Madrid, me lo denegaron, porque el tema que investigaba, la Iglesia y la Guerra Civil, me dijeron que era todo él materia reservada: la cruzada seguía siendo tabú. Pasado un tiempo, pedí de nuevo permiso y me lo dieron. El director del Archivo de Salamanca era el general jefe del Servicio Histórico Militar, en Madrid, pero en Salamanca había un secretario, Pedro Ruiz Ulibarri, que actuaba como director. Era un requeté, mutilado de guerra. Lo habían operado de la cabeza, gravemente herida por una granada, y decía: “Perdí masa encefálica, pero no se me nota”. En lugar de ayudarme, no paraba de lanzar pullas contra Montserrat y repetía que Fraga era “la mente más lúcida que tiene España”. A sus órdenes había un grupo de guardias civiles retirados, a cuyo frente había uno, el más veterano, que trabajaba allí desde la creación del archivo.

 

Ni el mutilado de guerra ni este guardia me orientaron nada, y la investigación resultaba muy difícil porque los documentos estaban muy desordenados. Josep Cruanyes, en Los papeles de Salamanca, ha explicado muy bien cómo la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos había hecho recoger indiscriminadamente en sacas, en cada localidad ocupada, todo el papeleo que encontraban en los edificios oficiales o en los domicilios de personas políticamente sospechosas. Todo lo apelotonaban y lo enviaban a Salamanca. Trabajabas al azar. Pedí unos legajos del fondo “Barcelona” y me salieron papeles procedentes de la casa de Cambó de la Via Laietana: los anarquistas habían requisado los papeles de Cambó, y los franquistas los de la CNT. Así es como vi curiosos papeles personales de Cambó: pasaportes antiguos de cuando se extendían en un pliego de papel de barba, con los visados de sus viajes, fotos de familia y también fotos de un viaje a Tierra Santa. Había una foto en el dorso de la cual Cambó había anotado en lápiz: “Con el P. Bonaventura Ubach, en un bosque de cedros de Líbano”. Es el monje de Montserrat al cual Martí Gironell ha dedicado su novela histórica El arqueólogo.

 

En 1977, los Servicios Documentales fueron transferidos al Ministerio de Cultura, y en 1979, ese ministerio convirtió el Archivo de Salamanca en una sección del Archivo Histórico Nacional. Fue destinada como directora María Teresa Díez de los Ríos, del cuerpo de archivistas, muy competente y servicial, que inició la clasificación y catalogación seria de aquel maremágnum. Pero aquellos guardias civiles encontraban humillante tener que trabajar a las órdenes de una mujer, y además joven. Tampoco la, digamos, buena sociedad salmantina, que consideraba el archivo una gloria bélica local, toleraba que hubiera pasado a manos civiles, y femeninas. Hicieron el vacío a la directora, hasta que esta, fastidiada, pidió el traslado al Archivo Histórico Nacional de Madrid. El general Ramón Salas Larrazábal, historiador militar muy franquista pero honrado, asiduo visitante del archivo, firmemente católico (vivía en la plaza del Concilio de Trento), organizó con su esposa, una Lamamié de Clairac, una fiesta de despedida y desagravio en honor de la directora cesante.

 

La señora Díez de los Ríos se había sumergido en el archivo y cuando le dije el tema en el cual trabajaba, llamó al jefe de los guardias civiles y le mandó que me trajera tal o tal legajo. Aquel guardia civil obedecía de mala gana, hasta que un día me cogió aparte y me dijo que él me podía ayudar mejor que nadie, porque llevaba tantos años allí y lo conocía a fondo. En mi primera visita me había tratado muy desconsideradamente, pero entonces me dijo que le preguntara qué buscaba y me lo proporcionaría. Señalando por encima del hombro, detrás de él, el despacho de la directora, me dijo: “¡Esta, qué va a saber! ¿Sabe qué es esta? ¡Es archivera!”. ¿Qué puede saber una archivista en comparación con un guardia civil? Me dijo, como un gran favor, que me dejaría ver lo más importante de aquella casa, y me bajó al sótano, donde había instalada una logia masónica requisada en algún piso de Madrid y dispuesta allí, con unos maniquíes, como si fuera una sesión auténtica, una tenida. Aquel hombre que me mostraba impávido documentos que chorreaban sangre, en la sala de la logia hablaba en voz baja como si allí estuviera el santísimo sacramento. El día que me iba, cuando me despedí, me preguntó si podía recomendar a la Generalitat a una hija suya, maestra, que deseaba trasladarse a Barcelona.

 

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