Hemeroteca: La caída del muro

Mijail Gorbachov

‘Acabar lo iniciado en 1989’

En 1989, Europa y el mundo dieron un viraje decisivo. Fue un momento en el que la historia cambió a una marcha superior. Una aceleración que quedó simbolizada en la caída del muro de Berlín y las revoluciones de terciopelo en la Europa central y del este. Los regímenes totalitarios y autoritarios fueron abandonando el escenario de la historia.

Aquellos acontecimientos, y su evolución pacífica, fueron posibles gracias a los cambios que se iniciaron en la Unión Soviética a mitad de la década de los 80. Los iniciamos porque hacía tiempo que eran necesarios. Dábamos respuesta a las exigencias de la gente, que se resentía de su vida sin libertad, aislada del resto del mundo.

En cuestión de pocos años –un tiempo muy corto, considerado el alcance de la historia– se desmantelaron los grandes pilares del sistema totalitario en la Unión Soviética y se abonó el terreno para una transición democrática y unas reformas económicas. Si esto se hizo en nuestro país, no podíamos negar lo mismo a los demás países.

No les forzamos a hacer los cambios. Desde los inicios de la perestroika, yo les decía a los líderes de los países del Pacto de Varsovia que la Unión Soviética se lanzaba a reformas importantes, pero que ellos debían decidir qué querían hacer. «Ustedes son responsables ante sus gentes», les solía decir. «Nosotros no interferiremos». De hecho era un repudio de la llamada doctrina Brezhnev, basada en el concepto de soberanía limitada. Al principio, mis palabras eran recibidas con escepticismo, eran consideradas una declaración más, puramente formal, dictada por un nuevo secretario general del Partido Comunista. Pero no cedimos, y por este motivo los acontecimientos que ocurrieron en Europa en 1989-1990 fueron pacíficos, sin derramamiento de sangre. El reto más grande fue la unificación de Alemania.

Muy tarde, hacia el verano de 1989, en el transcurso de mi visita a la República Federal de Alemania, los periodistas nos preguntaron, al canciller Helmut Kohl y a mí, si habíamos debatido la posibilidad de la unificación alemana. Contesté que habíamos heredado este problema de la historia y que se abordaría a medida que la historia fuese evolucionando. «Pero ¿cuándo?», preguntaban los periodistas. El canciller y yo apuntamos que en el siglo XXI.

Algunos dirán que fuimos muy malos profetas. De acuerdo: la unificación alemana ocurrió mucho antes, y por la voluntad del pueblo alemán, y no porque Gorbachov o Kohl lo decidieran. Los norteamericanos suelen recordar el ruego del presidente Ronald Reagan: «Señor Gorbachov, ¡derribe usted ese muro!» Pero ¿estaba esto al alcance de un solo hombre? Era mucho más complicado, porque los demás decían, en cierta manera: «Aguante usted ese muro».

Ante los millones de personas en Alemania del Este y del Oeste que pedían la unificación, teníamos que actuar responsablemente. Los líderes de Europa y Estados Unidos estuvieron a la altura del reto, superando dudas y temores que, por otra parte, era natural que existieran. Trabajando juntos, fuimos capaces de evitar volver a trazar fronteras y supimos mantener una confianza mutua. La guerra fría por fin pasó a la historia.

Los acontecimientos después de la unificación alemana y el final de la guerra fría no fueron todos en la dirección que habíamos deseado. En la misma Alemania, 40 años de división dejaron un legado de lazos culturales y sociales rotos que son incluso más difíciles de reparar que la división económica. Los antiguos alemanes del Este comprendieron que no todo era perfecto en Occidente, particularmente en su sistema de bienestar social. Aun así, y a pesar de los problemas planteados por la integración, los alemanes han convertido la Alemania unida en un miembro de la comunidad de naciones muy respetado, fuerte y pacífico.

Los líderes que moldean las relaciones globales, y particularmente las europeas, no tuvieron tanto acierto a la hora de aprovechar las oportunidades que les fueron brindadas hace 20 años. Y el resultado es que Europa no ha solucionado su problema fundamental: crear una estructura de seguridad sólida.

Inmediatamente tras el final de la guerra fría, empezamos a debatir nuevos mecanismos de seguridad para nuestro continente. Entre las ideas, estaba la de crear un consejo de seguridad para Europa. Se proyectaba como una dirección de seguridad con poderes reales y de amplio alcance. Políticos de la Unión Soviética, Alemania y Estados Unidos lo apoyaron.

Para mi desilusión, los acontecimientos tomaron un curso distinto. Algo que ha frenado la emergencia de una nueva Europa. En vez de las antiguas líneas divisorias, han aparecido otras nuevas. Europa ha presenciado guerras y ha visto la sangre derramarse. Perviven la desconfianza y los estereotipos caducos: se sospecha que Rusia maneja intenciones malévolas y planes agresivos e imperialistas. Me dejó muy conmocionado una carta que los políticos de la Europa central y del este enviaron al presidente Barack Obama este mes de junio. Era de hecho una llamada a que abandonase su política de acercamiento a Rusia. ¿Acaso no es vergonzoso que unos políticos europeos no se paren a pensar ni un momento en las consecuencias desastrosas que una nueva confrontación pudiera provocar?

Al mismo tiempo, en Europa se está instalando un debate sobre quién tuvo la responsabilidad de desencadenar la segunda guerra mundial. Se están produciendo intentos para equiparar a la Alemania nazi con la Unión Soviética. Unos intentos equivocados, históricamente erróneos y moralmente inaceptables.

Los que confían en levantar un nuevo muro de sospechas y animosidades mutuas en Europa prestan un flaco favor a sus propios países y a Europa como conjunto. Europa solo será un actor global fuerte si verdaderamente se convierte en la casa común de los europeos, del Este así como del Oeste. Europa debe respirar con dos pulmones, como apuntó una vez el papa Juan Pablo II.

¿Cómo hacer para dirigirnos hacia ese objetivo?

A principios de los años 90, la Unión Europea decidió acelerar su ampliación. Se ha conseguido mucho; los logros son reales. Pero las implicaciones de este proceso no fueron calibradas con cuidado. La idea de que todos los problemas europeos quedarían resueltos con la construcción de Europa «desde el Oeste» se convirtió en algo poco menos que irreal y probablemente irrealizable.

Un ritmo de ampliación más medido hubiera dado más tiempo a la Unión Europea para desarrollar un nuevo modelo de relaciones con Rusia y otros países que no tienen visos de poder acceder a la Unión Europea en un futuro próximo.

El modelo actual de relaciones de la UE con otros países europeos se basa en absorber el mayor número de ellos posible lo más rápido posible, y dejar las relaciones con Rusia como tema pendiente. Esto sencillamente no es sostenible. Algunos en Europa se sienten reticentes a la hora de aceptarlo. ¿Será esta reticencia una señal de desgana a la hora de aceptar el resurgir de Rusia y tomar parte en él? ¿Qué clase de Rusia quieren ver? ¿Una nación fuerte, segura por derecho propio, o simplemente una proveedora de recursos naturales que sabe cuál es su lugar?

Hay demasiados políticos europeos que no quieren un terreno de juego plano con Rusia. Quieren que un lado sea el maestro y el fiscal, y el otro, o sea Rusia, sea alumno o acusado. Rusia no aceptará este modelo. Rusia quiere que se la entienda. Dicho llanamente, quiere ser tratada como un socio de igual a igual.

Estar a la altura de los retos históricos de seguridad, recuperación económica, medio ambiente y migración exige rediseñar las relaciones globales y, lo que es más importante, las relaciones políticas y económicas europeas. Animo a todos los europeos a tomar en consideración constructiva y sin sesgo la propuesta del presidente ruso Dmitri Medvédev sobre un nuevo tratado de seguridad europeo. Cuando se resuelva ese tema central, Europa podrá hablar en voz alta.

Distribuido por The New York Times Syndicate.

Traducción, Toni Tobella.

Publicado por El Periodico de Catalunya-k argitaratua

Eva Peruga

La caída del muro enterró las fronteras ideológicas de Europa

Vernon Walters aterrizó la primavera de 1989 en Bonn. El primer embajador de Estados Unidos en 50 años que hablaba alemán, y ruso, vaticinó nada más llegar que el muro de Berlín caería ese año. El glorioso Ejército Rojo saliendo con el rabo entre las piernas de Afganistán aquel febrero era la imagen de una URSS derrotada. Y arruinada. Mijail Gorbachov se empeñaba , desde que accedió al poder en 1985, en abrir una puerta sin entender que no podría cerrarla. Y señales como la liberación (1986) y la entrada en el Congreso de los Diputados (marzo de 1989) del disidente ruso Andrei Sajarov alentaron los movimientos que en Polonia, Hungría y Checoslovaquia recogieron el guante de la perestroika. Desde el mismo enero, los regímenes del bloque del Este se instalaron en la duda macbethiana del ser o no ser de su existencia.

Desde principios de año, en Checoslovaquia, la oposición intentó en varias ocasiones, incluso días después de la caída del muro, sacarse la espina de 1968 y certificar un cambio político que el mismo Gorbachov había anunciado: el fin de la doctrina Brejnev. Fueron reprimidos y encarcelados hasta que en diciembre, Gustav Husak dimitió como jefe del Estado. Vaclav Havel, líder de la opositora Carta 77, detenido en enero, se convertía el 29 de diciembre en presidente de Checoslovaquia. «Lo que ha triunfado es la esperanza real del regreso común a Europa de nuestros estados y naciones libres, independientes y democráticas», decía Havel en enero de 1990 ante el Parlamento de Varsovia. Polonia, con la ayuda de Juan Pablo II, despejó la duda pronto y abanderó la llamada primavera de los pueblos. Cuando Günter Schabowski, miembro del Politburó del partido comunista de la Alemania Oriental (SED), anunció la caída del muro, tras 28 años de existencia, la noche del 9 de noviembre, Polonia ya estaba gobernada por el opositor católico Tadeusz Mazowiecki, miembro de la transversal Solidaridad.

Las fronteras físicas e ideológicas, por las que millones de europeos habían muerto, cayeron una tras otra. En junio, el ministro de Exteriores húngaro, Gyula Horn, cortaba, bajo los focos de las televisiones, las alambradas de la frontera con Austria. Solo unos meses después, en octubre, Hungría fue el primer país en cruzar la frontera ideológica al despojar su Constitución de los términos «popular» y «socialista» en su proclamación como República de Hungría.

Por este hueco abierto a la libertad, transitaron hacia Occidente miles de alemanes orientales. Las protestas y las huidas de los alemanes del otro lado del telón de acero eran imparables. El cambio en la RDA no pasaba por la sustitución del ortodoxo Erich Honecker –el 18 de octubre, tras el beso de la muerte de Gorbachov 11 días antes– por Egon Krenz. Al bastión de la RDA, última frontera del bloque del Este, se le movía el suelo, por el que ya estaba pujando Helmut Kohl con una política de acercamiento a la URSS de Gorbachov. El exsecretario de Estado de EEUU James Baker atribuyó a Vernon Walters un papel mediador clave entre Kohl, Gorbachov y el entonces presidente Ronald Reagan en el cambio internacional más importante desde la segunda guerra mundial. La goma de borrar fronteras, gracias a la que 20 años después la Unión Europea ha pasado de 12 a 27 estados, goza de una moneda única y del acuerdo de libre circulación de Schengen, no paraba de gastarse.

SELLO EN ALTA MAR Gorbachov y Reagan escenificaron en diciembre, a bordo del Máximo Gorki, el final de la guerra fría. Dos piezas más cayeron luego. El mismo mes, en Bulgaria la presión popular puso fin al mandato de Gustav Husak y abrió el periodo reformista de Peter Mladenov. En Rumanía, distanciado desde hacía años de Moscú, el cambio se hizo a sangre y fuego. El dictador Nicolae Ceausescu ordenó reprimir a tiros las protestas, que al final forzaron su breve huida. El día de Navidad, todos vimos las imágenes del fusilamiento del matrimonio Ceausescu, que no logró escapar de la historia.

La primera parte del fin del bloque del Este acabó a finales de 1989 en un fundido en negro. Las primeras secuencias de la segunda parte de la caída del muro del Berlín se rodaron, en 1990, en los interiores de la Unión Soviética cuando los países bálticos se proclamaron independientes, siguiendo la consigna de cambiar las fronteras. Las escenas exteriores de esta segunda parte tuvieron decorados de guerra en los Balcanes, donde Eslovenia eligió papel primero, en 1991. A finales de ese año, Gorbachov fue invitado a salir por la puerta que él mismo había abierto. La bandera roja soviética era arriada en el Kremlin.

La pelea por las fronteras físicas e ideológicas seguía en los Balcanes y el patio trasero de la URSS se desintegraba, mientras Alemania era una desde el 3 de octubre de 1990.

Publicado por El Periodico de Catalunya-k argitaratua

Mikel Arizaleta

El muro

La historia bíblica de la destrucción del muro y la ciudad de Jericó por parte de Josué y la invasión de la Tierra Prometida (Josué 6) -sea ciencia ficción o no- apenas se distingue de las invasiones posteriores de Polonia por Hitler, de los rusos, franceses, ingleses y americanos de Alemania a finales de la Segunda Guerra Mundial, de la invasión de Afganistán e Irak por parte de tropas extranjeras, de la invasión de Palestina por Israel o del Sahara por Marruecos: en todas ellas, por motivos religiosos, intereses comerciales, usurpación de materias primas o demostración de dominio y sumisión, se lleva a cabo una masacre genocida.

“Cuando suene el cuerno del carnero (cuando oigáis el sonar de la trompeta) todo el pueblo prorrumpirá en un gran alarido y el muro de Jericó se vendrá abajo. Y el pueblo se lanzará al asalto… Se apoderaron de Jericó y prendieron fuego a la ciudad con todo lo que contenía. Sólo la plata, el oro y los objetos de bronce y hierro los depositaron en el tesoro de la casa de Yahvé”. El físico americano y premio Nóbel, Steven Weinberg, dice que “la religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin ella, hay buena gente haciendo buenas obras y mala gente haciendo malas obras. Pero para que la buena haga cosas malas se necesita la religión”.

Richard Dawkins no va tan lejos cuando afirma que la Biblia puede ser una obra poética de ficción pero no es el tipo de libro que uno daría a un hijo para formar su moral, como tampoco, digo yo, lo es la conducta y manera de comportarse cínica, sumisa, mendaz y criminalmente de la mayoría de nuestros gobiernos a la hora de contemplar los muros de nuestro presente.

Porque son muchas las páginas de declaraciones gubernamentales y comentarios en nuestros periódicos, radios y televisiones trompeteándonos la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de la URSS como el triunfo de la libertad. Pero curiosamente guardan un silencio delator y cómplice cuando, con tal recuerdo, no denuncian con más energía si cabe la realidad del muro marroquí, de ese muro levantado en el Sahara occidental de más de 2.700 kilómetros, repleto de miles de minas e iniciado por Marruecos en 1980 con la colaboración, visto bueno y silencio cobarde y traidor del gobierno español.

Muro que, de nuevo, significa venta de tierras de fosfatos al poderoso amigo marroquí y muerte, genocidio y malvivir para el pueblo saharaui. Porque hay que recordar que desde 1934 hasta el “Acuerdo de Madrid” del 14 de noviembre de 1975 el Sahara occidental fue colonia y provincia española. Y España, que prometió autonomía y referendum para el pueblo saharaui en 1974, canta y repiquetea en el 2009 la caída del muro berlinés al tiempo que guarda silencio ante el gemido y lamento de un pueblo, que languidece en parte por su culpa y abandono, en las arenas del desierto.

Hablo del pueblo saharaui y su muro marroquí-español, pero también se podría hoy hablar del muro palestino o el muro USamericano con Méjico, por citar tan sólo tres, tan denuncia de inhumanidad y gangrena de crueldad y criminalidad como el berlinés. Con la grave diferencia de que el Berlinés es historia y los otros son presente.

Efectivamente, señor Richard Dawkins, tampoco el gobierno español es ejemplo de decencia.

Publicado por Rebelión-k argitaratua

Francesc Granell

La economía tras la caída del Muro

El 9 de noviembre de 1989 era jueves y yo me encontraba en Bruselas, como director que era entonces de la Dirección General de Desarrollo de la Comisión Europea, esperando volver a Barcelona al día siguiente, lo que hacía cada fin de semana. A última hora de la tarde, las autoridades de la República Democrática Alemana suprimían la restricción a viajar al Oeste y mis compañeros alemanes de trabajo estaban eufóricos, aun sin saber a ciencia cierta qué iba a suceder a partir de entonces.

Nadie podía saber que aquel primer paso iba a desencadenar la desaparición del comunismo en toda Europa Central y del Este, el desmembramiento de la entonces Unión Soviética y un cambio muy notable de parámetros económicos para Alemania, para Europa y para el mundo.

 

Para Alemania, la decisión del Gobierno de la República Democrática significó la posibilidad de que el canciller de la República Federal, Helmut Kohl, reunificara muy rápidamente las dos Alemanias con gran beneficio político, pero con un coste económico elevado para el contribuyente de la Alemania federal y para el trabajador de la antigua Alemania Democrática, que vio que, con el tipo de cambio elegido de un marco alemán del Oeste por un marco alemán del Este, las producciones orientales dejaban de ser competitivas y había que cerrar las fábricas en las que hasta entonces habían estado trabajando.

Pero el impacto económico de la caída del Muro no quedó aquí, pues, empezando por Polonia y Hungría, todos los países del antiguo bloque del Este empezaron a mostrar su interés por abandonar la división comunista de trabajo en que se movía el Mercado Común comunista, entonces existente bajo la batuta de Moscú, para ir hacia el capitalismo.

Los países occidentales se movieron rápido para aprovechar aquellos anhelos. Crearon el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, para dar ayuda económica y para propiciar la democracia hasta entonces inexistente en aquellos países, y movilizaron los recursos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros organismos económicos mundiales y regionales, para que la doble transformación cuajara.

La movida propiciada por la caída del Muro ha tenido, además, un impacto fundamental en el proceso de integración europea. Para vencer las reticencias que la reunificación alemana suscitaba a otros países miembros de la entonces aún Comunidad Europea, se pactó el Tratado de Maastricht, por el que se creaba la Unión Europea. Este incluía no solo aspectos integradores de carácter económico, sino elementos de integración política, seguridad y defensa, gracias a que los entonces más conspicuos líderes europeos creyeron que era la manera de avanzar hacia las más altas cotas de supranacionalidad europea, en un movimiento que, con los parámetros actuales de nacionalismos europeos tan claramente manifestados en el proceso ratificatorio del Tratado de Lisboa, nos parece utópico. Aquella apertura político-económica europea y el posterior derrumbe de la Unión Soviética hicieron posible que el mercado europeo se haya reunificado hasta llegar a los 500 millones de consumidores que hoy somos en la Unión Europea.

Desde un punto de vista de la economía mundial, la caída del muro de Berlín y el posterior hundimiento de la Unión Soviética acabaron con la guerra fría, aunque hay que decir que los dividendos que se esperaba que esto produjera respecto de recursos destinables a activar las posibilidades de los países pobres han sido bastante reducidos.

Desaparecido el enfrentamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos, estos últimos se erigieron en la sola hiperpotencia dominante, pero no todos los gobiernos norteamericanos aprovecharon la circunstancia para desarrollar la cooperación internacional contra la pobreza o para estimular un multilateralismo razonable.

De hecho, algunas de las manifestaciones de ascenso del supercapitalismo y la globalización desenfrenada encuentran su raíz en aquella situación que ha sido denunciada por los movimientos de resistencia al capitalismo global, que han actuado en muchas ocasiones con violencia inusitada.

Si contamos los costes y beneficios económicos que la caída del muro de Berlín ha generado en estos 20 años, creo que podemos llegar a un balance globalmente positivo, por mucho que muchos países pobres y marginados sigan siendo pobres y sigan marginados, y por mucho que los antisistema se muestren realmente escépticos al respecto.

A partir de aquí hay que confiar en que los abusos financieros, el ascenso de ciertos países emergentes como China y la India y el impacto de ciertas dictaduras populistas no creen renovadas tensiones en el sistema internacional, que harían imposible que la tecnología actual nos aportara más beneficios que costes una vez acabada la carrera propagandística que caracterizó los años de guerra fría previos a la caída del muro de Berlín.

* Catedrático de la Universitat de Barcelona.

Publicado por El Periodico de Catalunya-k argitaratua

Xavier Moret

El muro de Berlín en tres tiempos

Hubo un tiempo en que al muro de Berlín se le conocía como el Muro de la Vergüenza o el Muro de Protección Antifascista, según la ideología, y hubo unos años en que más de 100 personas murieron intentando saltar al otro lado del muro. Ahora, por fortuna, el muro solo sobrevive como curiosidad turística o en los libros de historia.

Hojeando estos días los dominicales que recuerdan que hace 20 años cayó el muro, he recordado tres momentos muy precisos.

Primer momento: 1985. Viví en Berlín las dos caras del Primero de Mayo: en el Berlín Occidental reinaban los neones de la Ku’damm incitando al consumo, mientras jóvenes idealistas del barrio de Kreuzberg luchaban por una sociedad alternativa. En el lado oriental, tras cruzar el fatídico Checkpoint Charlie, había calles grises, una chocante ausencia de publicidad, gente conformada y tiendas con muy pocos productos. Y el gran desfile del Primero de Mayo, por supuesto, desfilando por la Karl Marx Allee, entre un mar de banderas rojas, pancartas, militares y proclamas. Una amiga berlinesa me dijo entonces: «El muro caerá algún día, pero ni tú ni yo lo veremos».

Segundo momento: 1989. En noviembre cayó el muro y la euforia inundó Europa. Fui a Berlín con mi hijo, que tenía entonces 9 años, para sumarnos a la fiesta. Mi hijo quizá no entendió entonces, mientras picaba con un martillo contra el muro, que estaba tocando la historia con las manos, pero ahora, 20 años después, sabe muy bien que así fue. Hace unos días me mostró su pedazo de muro y me dijo: «¿Te acuerdas? Allá estábamos tú y yo».

Tercer momento: 2000. Regresé a Berlín para encontrarme una ciudad en la que los arquitectos hacían suturas para borrar la huella del muro. Paseé por Unter den Linden y crucé la puerta de Brandeburgo sin que nadie me lo impidiera. Berlín renace, aunque tengo la impresión de que hay un debate entre la ciudad alternativa que era entonces y la ciudad oficial de ahora. Esperemos que esta última sepa ser respetuosa con aquel Berlín que, en los años grises, supo recurrir a la imaginación para luchar contra la mediocridad.

Publicado por El Periodico de Catalunya-k argitaratua