La extraña estrategia de la renuncia

El PP promete liquidar la mesa de diálogo y Sánchez se jacta de haberla liquidado. Hace reír que se peleen por una metáfora inconsecuente. Lo que fue un compromiso de investidura acabó siendo el artículo de fe de un partido para flotar en medio del naufragio. Una fe teologal y una mentira piadosa –si en política hay piedad– para esconder la vergüenza de haberse entregado al día siguiente de romper las cadenas. Repartida en un conjunto de mortificaciones al por menor, la ignominia es más llevadera. Pero a pesar de ser piadosa, la mentira es de la altura de un campanario. Dialogar, en el sentido de negociar y no de parlotear, implica una igualdad formal que el Estado nunca reconocerá a región alguna. Si no quiere permanecer atrapado en la dialéctica del dueño y el esclavo, quien dialoga debe tener elementos de coacción suficientes para equilibrar los del otro lado. ¿De qué medios dispone el independentismo para coartar al Estado? Sánchez puede bien jactarse de haber pacificado Cataluña. Que el criado refunfuñe entra en el orden natural de las cosas.

En política, apelar a los ideales es inútil si no se refuerzan por al interés. El independentismo seguirá siendo estéril mientras la moral vaya por un lado y el interés por otro. La mesa de diálogo se convirtió en una entelequia desde el momento en que la parte catalana no podía aportar nada que presionara al ‘gobierno’ a abrir la mano. Esto mismo vale para la Unión Europea; se ha ido allí sin ningún as en la manga. Es ingenuo, peligroso incluso creer que Estrasburgo se rige por ideales. Esto no quiere decir, como proclaman algunos irreflexivos, que la independencia sólo dependa de los catalanes. No contar con los demás es suicida. Arrinconada en el propio vallado, la catalanidad se apaga como la llama privada de oxígeno. Desaparece sin apenas sentirse, como los muertos por asfixia.

Hace tantos siglos que los catalanes no barajan poder, que ya ni saben lo que es. Ante todo, el poder es capacidad de hacer daño, una aptitud que desgasta a quien abusa de ella y que hay que hacer creíble para no tener que emplearla a menudo. El respeto es esto: la convicción de que el otro puede hacer daño. A veces conviene exhibir el poder medidamente para no tener que desplegarlo a mayor escala y con mayor riesgo. Una inmoralidad puntual puede ahorrar otras de mayor alcance. La política no debe ser necesariamente inmoral, pero la buena política no puede coincidir con la moral absoluta si no quiere ser catastrófica. Hacer política es gestionar el aquí y ahora con la mirada puesta en lo que de ello pueda derivarse. Maquiavelo llamaba ‘virtú’ (1) a esa aptitud, pero los catalanes han desperdiciado su lección casi siempre, pese a haberse inspirado en César Borja, hijo de Alejandro VI, el papa nacido en Xàtiva. El Primero de Octubre el Estado desplegó una gran violencia con un coste de imagen considerable. Pero con esa exhibición de músculo Rajoy se ahorró asaltar el parlamento y contabilizar un número indeterminado de víctimas con un coste de imagen muy superior y consecuencias inciertas. Contra el poder de un Estado cohesionado en todas sus ramas, ¿qué puede hacer el independentismo desarticulado y convulso? Lo vuelvo a decir: sin capacidad de hacer daño no se puede negociar nada con un Estado dispuesto a recurrir a la ‘ultima ratio’. Como dice el politólogo Thomas Schelling: “Si el poder de dañar da poder de negociación, explotarlo es el arte de la diplomacia”. Ergo, no existe diplomacia que valga sin poder de negociación.

¿Y qué pueden negociar unos políticos comprometidos con la estabilización del Estado? El gobierno español ha sacado todo lo que quería de la mesa de diálogo sin ni siquiera presentarse en la misma. Que ERC aún lance ese señuelo al electorado revela una ignominiosa miseria de recursos. Revela que la mesa de diálogo es un argumento extremo, desesperado, en el límite del absurdo.

Tito Livio explica que, así como un cuerpo enfermo es más sensible a un pequeño dolor que uno sano, un país abrumado reaccionará con una solución extrema a un revés de escasa importancia. En la vida de una persona, tres años y pico de cárcel no son triviales, pero en la historia de un país son insignificantes. Aún así, durante muchos meses que eran vitales para incubar una reacción civil, la suerte de los presos desvió la atención y el propósito colectivos. Después los indultos hicieron el resto.

Hay quien piensa curar la enfermedad atacando los síntomas y mucha gente decepcionada de los partidos ha decidido no votar o votar sin efectos electorales. Es una solución nihilista, de negativa solidaridad, entre partidarios de la ablución alquímica. Hace muchos años, en un libro titulado ‘After-Images of the City’, escribí sobre la reiteración formal de los acontecimientos revolucionarios en Barcelona. Curiosamente, los incendios de edificios religiosos de 1835, 1909 y 1936 se produjeron todos en la segunda mitad de julio, generando a la luz de las llamas una especie de imagen retinal de carácter histórico. Ahora esa imagen podría repetirse con una bullanga electoral que, con el pretexto de hacer “fuego nuevo”, lo prenda a las instituciones que equivalen al ‘establishment’ de entonces.

Abstenerse de votar o votar con papeletas no homologadas no sólo castiga a unos políticos que han decepcionado, que no están a la altura, que son, en definitiva, perjudiciales; es también una repulsa global de la política. No digo de la democracia participativa, que también contabiliza el voto en blanco, sino de la política del aquí y ahora, que presenta unas posibilidades de acción y no otras. Lanzar el voto a la papelera es una pataleta, un berrinche desesperado, porque la alternativa de una revolución en la calle –única salida lógica a la quema de partidos obligados a actuar dentro de la legalidad vigente– es imaginaria. El Primero de Octubre no fue una revolución de los santos, como la Gloriosa, sino de hiperventilados y semijubilados, por decirlo con el tono despectivo ahora empleado por un periodista semiidentificado con el “procés”. Dicho con palabras más respetuosas: fue una revolución de gente con una media de edad alta. La hipoventilación de los jóvenes, dicho de forma contraria, la españolización, y una demografía cada vez más negativa no auguran ningún estallido de energías revolucionarias inminente. Las sonrisas de la revolución de octubre están tan congeladas como un diciembre de antes del cambio climático.

La solución abstencionista se basa en la tesis de que a los partidos actuales les sucederán otros más eficientes. Pero con cada nueva “oferta” el espacio se fracciona con creces y la eficacia mengua en la medida en que unos quitan poder a otros. La solución abstencionista precariza la acción política aún más de lo que está, pasando por alto que las relaciones de poder en la cámara son un reflejo de las relaciones de poder en la sociedad. Puesto que el independentismo es débil, la solución de los extremistas consiste en derribarlo del escabel. Lo defienden con el alucinante argumento de que, como la independencia ya ha sido proclamada, en Madrid no hay nada que hacer.

Es un puñetazo sobre la mesa tan imaginario como la mesa misma. Es creer que abandonar el terreno equivale a controlar el territorio. Sin embargo, el hecho es que controlar el territorio es mucho más determinante que cualquier declaración. La ilegalidad de una acción no tiene fuerza alguna frente a un hecho cumplido. Llega un momento en que el derecho internacional legaliza el estatus adquirido, siempre que dure tiempo suficiente. Para ello no sirve de nada “cargarse de razones” ni esgrimir superioridad moral; es necesario disponer de medios de defensa, es decir de agresión. Y si la capacidad agresiva de los catalanes es ínfima, no es del todo inexistente. Lo prueban la hiel y las toxinas invertidas en las luchas endogámicas. Lo prueba sobre todo el retorcimiento de la ley para neutralizar las figuras más combativas, principalmente los presidentes Puigdemont, Torra y Borràs. Lo prueba la intención, declarada por Vox y considerada por el PP, de ilegalizar el independentismo. Y lo prueba definitivamente el informe sobre terrorismo de Europol. La equiparación de independentismo con terrorismo hace tiempo que se cocina en los fogones de la FAES. La idea ya se ha ensayado para perseguir a los CDR y al Tsunami Democrático y ahora ya se puede decir que ha sido aceptada por el PSOE, pues el informe de Europol se limita a transcribir la declaración del Ministerio de Interior en materia terrorista.

Dado que la situación no se revertirá, es más sensato aplicar un criterio relativo a la eficacia de los partidos que quemarlo todo. Actualmente ningún partido tiene suficiente fuerza para liberar el territorio y fragmentar aún más la oferta electoral no se la dará. El realismo impone una única alternativa: o abandonar la política institucional o concentrar el poder para alterar el actual desequilibrio. Si uno se decanta por la segunda opción, hay que ir a votar no con una pinza en la nariz sino con mala intención, esto es con voluntad de poder. Por lo pronto para deshacer el espejismo de la pacificación y empujar al Estado contra las cuerdas de la disfuncionalidad.

Nivelar a todos los partidos en la apostasía y el perjurio, además de ser injusto, es confundir impotencia con intención. No da igual contemporizar con la represión que vindicar una confrontación muy difícil de llevar a la práctica con una militancia enfrentada y un electorado desorientado. Con los frutos de la estrategia republicana muy maduros, se puede insistir en fermentarlos para embriagarse, o por el contrario dar una oportunidad a la confrontación sensata. No son iguales el acólito y el denunciante, quienes colaboran y quienes se enganchan a entorpecer la máquina del Estado. El escepticismo no debería ser ningún impedimento para poner a prueba la oferta de rupturismo responsable o de radicalismo racional, tanto más cuando la prueba será a corto plazo, pues las elecciones catalanas ponen un límite muy estrecho al crédito.

Ahora mismo, reunir fuerzas para hacer frente es la única manera de levantar la cabeza, obtener respeto y reequilibrar la balanza del poder. Subir el precio de la represión es el único camino propedéutico de una negociación que, si llega alguna vez, no tendrá de interlocutor al PSOE sino al verdadero poder español y se concluirá con arbitraje internacional. Desde 2017 una de las pocas cosas que han hecho daño al poder español es el exilio. Lo demuestra la obsesión de cazar a Puigdemont. Y a la inversa, una de las cosas que más daño ha hecho al independentismo es la supeditación de ERC al PSOE. Lo demuestra que, en la víspera de asumir la presidencia de la Unión Europea, Sánchez presuma de haber domesticado a Cataluña. Y, efectivamente, para él ha sido una ganga. Pero aunque, medido en concesiones políticas, el coste haya sido prácticamente nulo, no lo ha estado en prestigio del Estado. Que España se resienta de ello, lo manifiesta la idea del PP y de Vox de recuperar no sólo el delito de sedición sino de añadir el de difamación del Estado. No es por casualidad ni por capricho que el Estado se proponga recuperar este concepto penal para perseguir la difusión de la leyenda negra, como en tiempos de Antonio Pérez, el secretario de Felipe II. La afición por castigar la denuncia revela la culpabilidad del Estado y, por eso mismo, el pronóstico de una creciente represión gane quien gane en Madrid señala el camino a tomar de forma consciente y sensata el día 23.

(1) https://www.um.es/tonosdigital/znum15/secciones/estudios-1-maquiavelo.htm
http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0120-46882008000100006

VILAWEB