El huevo de serpiente del poder judicial

 

 

Democracia española: en algunos ámbitos, habría que volver a empezar. Hacer una segunda Transición. Sobre todo en aquellos ámbitos más necesitados de superar el estadio predemocrático y preliberal en el que todavía se encuentran. El más flagrante es el ámbito del poder judicial.

La principal rémora, el principal error de la Transición de los años setenta, fue dejar intacta la estructura y composición de los tribunales de la dictadura franquista. Ni la Constitución de 1978 ni el desarrollo político y legislativo posterior hicieron una reforma sustantiva de los tribunales de la dictadura (en contraste con lo que se hizo con el ejército). Con una cúpula judicial como la que actualmente existe en el Estado español, éste nunca podrá ser una democracia liberal plena.

Todas las democracias son estados. Y todos los estados son nacionalistas. Sin embargo, el nacionalismo de estado puede compatibilizarse con los valores liberaldemocráticos, tal y como hacen otras democracias occidentales. No es el caso del Estado español. Cuando ciudadanos, movimientos y partidos cuestionan, de forma pacífica, la unidad nacional del Estado apoyándose en su obvio carácter plurinacional, el tratamiento que reciben resulta contradictorio con los derechos y la lógica liberaldemocrática.

De las tres llamadas cavernas iliberales españolas, la política, la mediática y la judicial, es esta última la que supone el mayor obstáculo para un funcionamiento mínimamente homologable a las democracias avanzadas del entorno europeo. La mayoría de los magistrados de la sala penal del Tribunal Supremo (TS) y de la Audiencia Nacional no es que no sean independientes, sino que lo son en tanto que lo son respecto a los valores liberales y democráticos.

En el tratamiento del “terrorismo” vienen a decir que lo es todo lo que amenaza el orden constitucional vigente. Así, tal y como suena. Y esto puede decirse porque la reforma del Código Penal de 2015 lo posibilita. El terrorismo no se vincula a los comportamientos de las personas, como viene siendo habitual en otras democracias, sino a los objetivos de los comportamientos. De este modo, casos como los chalecos amarillos franceses o las movilizaciones recientes de los campesinos y ganaderos no son terrorismo a pesar de que corten carreteras, tengan graves altercados con la policía, se quemen contenedores, etc., pero sí es terrorismo cuando los mismos hechos o unos hechos mucho más pacíficos los realizan ciudadanos y movimientos independentistas acogiéndose a los derechos de reunión y manifestación. Una decisión que actualmente se aplica acusando, sin rubor jurídico alguno, al president Puigdemont (y al diputado Wagensberg) de terrorismo.

De hecho, seguimos en la estela de la pésima calidad liberaldemocrática de la sentencia del TS sobre los presos del Proceso. Una sentencia que en un país civilizado se estudiaría en todas las facultades de derecho para mostrar cómo nunca se deben hacer las sentencias jurídicas de hechos políticos en una democracia.

Buena parte de la cúpula judicial española actúa en sintonía, en resonancia simpática, digamos, con las cloacas del Estado. De hecho, Villarejo y Marchena vibran en la misma frecuencia musical. Estado profundo e instituciones de superficie. Se trata de una cúpula autárquica de carácter autoritario, avalada por el rey Felipe VI –la monarquía como es sabido es una institución muy igualitaria, meritocrática y democrática–, con comportamientos prácticos ajenos a las decisiones y pronunciamientos de los tribunales de Estrasburgo, de Luxemburgo, de la Comisión de Venecia-Consejo de Europa y de las Naciones Unidas. En una democracia liberal avanzada buena parte de estos jueces habrían sido inhabilitados.

La Transición dejó un huevo de serpiente en el ámbito judicial. Haría falta cambios institucionales que abarcaran las mismas bases constitucionales, así como una renovación de las reglas de acceso y promoción dentro de la judicatura que superara el obsoleto sistema memorístico actual, proceder a un conocimiento de otros sistemas jurídicos democráticos y superar las arbitrariedades en el nombramiento de los cargos de la cúpula judicial. De hecho, en términos generales a los jueces españoles creo que les conviene una oxigenación profesional de carácter internacional.

El gobierno central (PSOE y Sumar) tiene la oportunidad de mostrar que es un gobierno «progresista» de verdad. Hasta ahora el gobierno central ha sido, en la práctica, un gobierno muy sumiso al Estado profundo español. No se ha atrevido a ser un gobierno que realice las reformas estructurales de carácter liberaldemocrático que necesita el sistema político. No se atreve a ser un gobierno progresista –más allá de algunas medidas en políticas sociales (salario mínimo, etc.)–. Haría falta que desde el poder central se fueran rompiendo las cadenas que lo anclan a la cultura política y jurídica española de carácter reaccionario que atraviesa buena parte del sistema institucional y de partidos políticos como PP y Vox.

De lo contrario, seguirá consolidándose la idea de que “la izquierda española” es un mito en términos de progresismo en el ámbito plurinacional. Y que pactar con la izquierda española es siempre un engaño de efectos lampedusianos. El progresismo es una cuestión de hechos, no de retórica. Se muestra andando, es decir, decidiendo y reformando estructuralmente al Estado. “Para protegerse del engaño (…) –escribe J.K. Galbraith– la memoria es mucho más útil que las leyes”.

Una auténtica amnistía sería un buen paso, pero la solución al problema nacional de fondo requiere, sobre todo, cambios estructurales, como el de la reforma de la cúpula judicial, así como en los ámbitos simbólicos (reconocimiento nacional) y competencial (acomodación política). Las técnicas existen en la política comparada de las democracias plurinacionales. Pero es necesario tener el coraje de llevarlas a la práctica.

ARA