El manifiesto de la quinta o sexta –ya hemos perdido la cuenta– internacional

A estas alturas las elecciones del 28 de mayo son agua pasada, por mucho que los partidos hagan hervir la olla con el sainete de quién se enrolla con quién en las recámaras de las casas consistoriales. Desde el desacomplejamiento de las cohabitaciones impúdicas, las casas de la villa recuerdan las de sombreros. Con los políticos ocurre como con los antiguos autómatas de feria cuando se introducía una moneda y se ponían a bailar. Apenas el ciudadano ha depositado la papeleta en la urna que los partidos, como si se olvidaran del amodorramiento de la campaña, ponen en danza los reflejos ideológicos y en lugar de sacar las consecuencias de los resultados, reanudan la bronca de palabras. Eslóganes como «han elegido el proceso antes de que el progreso» son pensados para inteligencias de perfil muy bajo, de esas que se conmueven con pareados y dicotomías falsas.

El revuelo que en España provocan las elecciones municipales es anómalo. En ningún país un poco aseado, es decir, en ningún Estado dentro de la franja mundial de la democracia, que los petulantes llaman el norte global, genera tanto dramatismo la elección de alcalde. Aparte de los vecinos afectados por el aumento de los sintecho, los estragos de la drogadicción, el cierre de comercios por la inseguridad ciudadana, es decir, aparte de los afectados por problemas de civismo y de calidad de vida, la mayoría de norteamericanos son bastante indiferentes al color del partido que gobierna las ciudades. Es así porque, a pesar de una cierta correlación entre conservadurismo y firmeza policial, la eficacia de las políticas urbanas se relaciona más con disposiciones y capacidades individuales que ideológicas. Y en virtud de la tendencia a ir a los hechos más que a las ideas, los problemas suelen atacarse pragmáticamente, por ejemplo revisando las políticas fallidas y sustituyendo a los responsables.

Curiosamente, este pragmatismo se suspende en el caso de Barcelona, cada vez más tratada como un ‘no lugar’ en el sentido que Marc Augé daba a este término. En el territorio comanche, desestructurado, que siempre ha sido Barcelona en la época moderna, nada vale que sea preceptivo en otras ciudades. Esto los foráneos lo perciben enseguida. Explica, por ejemplo, la cara con la que un extranjero a principios de los años 80 me espetó que Barcelona no es de los catalanes sino del mundo. Pasados dos años lo volví a ver en su casa, en San Francisco, y entonces no me dijo que esta ciudad no fuera americana, a pesar de haberla fundado un fraile mallorquín y haber tenido un gobernador leridano en el origen de su historia. A principios de los años ochenta, ese “ciudadano del mundo” era un pionero. Desde entonces expropiar Barcelona ha sido la tónica, no sólo entre los extranjeros. En la tarea les ha animado una parte no despreciable de la inteligencia local. Diez años más tarde, una historiadora alemana beneficiada con una beca Icrea –es decir, aprovechada del dinero público catalán– consideraba provinciano que en su casa del Eixample vivieran familias catalanas.

Un primer reflejo de racionalidad sería preguntarse qué complejo de inferioridad empuja a los catalanes a festejar personajes hostiles a la catalanidad, a atraerlos, adularlos y meterlos dentro de casa. ¿Qué desconfianza en la propia creatividad les lleva a emplear en truculentas operaciones de marketing recursos indispensables para el cultivo de la cantera? A verterlos en personas que, en el mejor de los casos, cobran el cheque sin fijarse en el emisor, y que a menudo profesan agravios idiosincráticos contra los benefactores, como el ínclito Mario Vargas Llosa o algunos profesores universitarios de nacionalidad extranjera, que se inmiscuyen en la política local con notoria malvolenza hacia el patriotismo catalán.

Estas actitudes no son exclusivas de los universitarios extranjeros, sino patrimonio genérico de los intelectuales, acostumbrados por formación y vocación a proyectar ideas abstractas sobre el mundo. Como el mundo debe corresponder a la visión utópica que ellos tienen, hacen ‘tabula rasa’ de la historia y sustituyen el equilibrio conseguido a base de esfuerzos seculares por una idea de perfección que debería darle la vuelta a todo en nombre de una moral superior dispensada por la élite visionaria. Pero el idealismo necesita laboratorios y Barcelona en más de una ocasión ha servido de terreno de pruebas de las ideas más trasnochadas. Allí se puede experimentar irresponsablemente, sin mirar sus consecuencias. Pero estos mismos cosmopolitas, que al salir de sus países piensan entrar en el mundo, nunca se hacen cuestión de que en San Francisco, Berlín, París o Roma la cultura nacional sea preceptiva. En realidad casi nunca suelen perder de vista que los países tienen leyes y costumbres específicas, pero no lo aplican en Cataluña, porque no la consideran una verdadera nación, así como tampoco consideran Barcelona como un ciudad seria, como argumentaban unos gamberros franceses pillados arrojando bolsas de agua a los peatones desde un balcón del Eixample.

No resulta extraño sino que hace reír que Ada Colau fuera a pedir firmas de intelectuales extranjeros para apuntalar su campaña electoral. El gesto era una franca declaración de impotencia, de desesperación incluso, pero tanto o más que la alcaldesa hacen reír los intelectuales de la izquierda radical que firmaron al reclamo de cuatro lugares comunes –nunca mejor dicho– “progresistas” sin preocuparse de contrastar la pretensión verbal con los resultados tangibles de dos legislaturas.

Esperar a que los ungidos de la sabiduría y bondad cósmicas hagan las comprobaciones de rigor es hacerse ilusiones. Confundiendo principios morales ecuménicos con las causas eficientes de efectos constatables en sociedades reales, las fuerzas vivas de la justicia social intervienen ‘urbi et orbi’ sin tener en cuenta algo tan insignificante como las opiniones a pie de calle. Sobre todo sin tener en cuenta qué piensa la mayoría de la gente, porque la gente es la matriz del populismo, algo muy peligroso cuando se muestra terquedad en el idealismo del intelectual de izquierda, que es la filiación más corriente del intelectual. Para la popular autora y pésima escritora de ‘Bodies That Matter’, el 70% de barceloneses que rechazan la gestión de Ada Colau ‘don’t matter’, mientras que al eminente lingüista Noam Chomsky no le preocupa lo más mínimo la política lingüicida de los comunes. Ni preocupa a Thomas Piketty la política extractiva del Estado español en Cataluña, secundada por los comunes y sus aliados en Madrid. Ignorante de la historia del país, Piketty hace tiempo que se opone a la independencia de los catalanes, apoyándose en la casposa ideología españolista que confunde interesadamente etnicidad con clase social. Y así es como la extrema izquierda va de la mano con la derecha de toda la vida, haciendo añicos el sentido de la dicotomía y su utilidad.

Es dudoso que los firmantes del manifiesto sobre las maravillas de la Barcelona de Colau dispongan de suficientes referentes para apreciar el deterioro de la ciudad durante los años en los que este personaje maquiavélico ha explotado las argucias de la extrema derecha para usurpar la vara de alcalde. Tampoco creo que les importe demasiado. Lo que sí les importa, no tanto como personas reconocidas en su espacio profesional sino como figuras públicas, es promoverse como líderes del orden moral mundial poniéndose frente a las causas que les han permitido perseguir una personalidad más allá del ámbito de su competencia estricta –la filosofía en el caso de Butler, la lingüística en el de Chomsky, la economía en el de Piketty–; causas que ellos pretenden liderar aunque en realidad se posicionan para despegar, dejándose llevar por la fuerza mágica de la ideología como Aladino por la alfombra voladora.

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