Acaba de publicarse una reedición de ‘Tintín en el Congo’ que tiene como principal novedad un prefacio en el que uno de los mejores especialistas en la obra de Hergé, Philippe Goddin, intenta poner en el contexto de los años treinta ese álbum lleno de negros infantilizados que hablan y razonan bastante peor que Milú y de animales salvajes que sirven para poco más que para recibir un par de tiros por parte de los colonos blancos. Esta justificación es un intento, seguramente imposible, de poner punto final a las numerosas iniciativas que llevan años intentando la retirada de esta obra de Hergé del mercado, hasta el punto de reclamar medidas judiciales por “prejuicios racistas abominables, donde los ‘indígenas salvajes’ parecen monos y hablan como si fueran imbéciles”. El caso es que este intento de exonerar a Tintín de una actitud racista es la consecuencia lógica de un momento de revisión histórica y democrática como el actual, en el que el rey de los belgas se disculpó, por escrito, en junio de 2020, ante el presidente de la República del Congo: «Me gustaría expresar mi más profundo desagrado por estas heridas del pasado, cuyo dolor se reaviva hoy por la discriminación todavía presente en nuestras sociedades».
La nueva edición de ‘Tintín en el Congo’ es sólo el último ejemplo de la asunción progresiva de responsabilidades por el pasado colonialista europeo, pleno de violencia y robos institucionalizados. Las principales potencias imperiales, Francia y Reino Unido, han pedido perdón, oficialmente, por las agresiones a varios pueblos africanos. Incluso Alemania negocia indemnizaciones por las atrocidades cometidas en Namibia el pasado siglo. Evidentemente, la visión de los pueblos originarios estadounidenses ya no es la de los westerns y estados herederos del Imperio Británico como Australia y Nueva Zelanda han reconocido la brutalidad, larga y estructural contra los pueblos aborígenes.
En medio de este panorama general resalta España, un Estado que sigue exaltando la figura de los «conquistadores», de la cristianización forzosa, el esclavismo, la aculturación y el robo a gran escala de los recursos que conseguían rapiñar. El rey de España desprecia abiertamente las demandas en este sentido del presidente de México, mientras triunfa en las librerías una especie de libro de autoayuda para el cuñadismo facha que sostiene que “normalmente después del primer encontronazo el indio aceptaba aquella situación porque, en general, su vida mejoraba”. Esto y la recuperación de héroes como Blas de Lezo, capaz de matar a una buena cantidad de ingleses, aunque fuese perdiendo pedazos de su españolísimo cuerpo en cada batalla. En este sentido, es normal que España siga conmemorando el Día de la Hispanidad y manteniendo las estatuas y calles dedicadas a los conquistadores.
Quizá por todo esto mientras, a principios de los años cuarenta, el reportero Tintín conocía al marinero mercante Haddock, con quien viajó por todo el mundo; otro periodista, -en este caso, español- Roberto Alcázar, fichó a un tal Pedrín para moler de hostias a todo el mundo, pero sin salir nunca de España.
EL MÓN