Cuando Voltaire quiso ser esculpido por Houdon con una amplia sonrisa sus contemporáneos lo juzgaron otra excentricidad volteriana. Nadie posaba para la posteridad sonriente sino con cara seria e incluso adusta. En nuestra época -diría que desde el televisivo John Kennedy- nos hemos acostumbrado a ver la risa de los poderosos. Muchas veces no sabemos de qué se ríen pero ríen. Antes de Kennedy un poderoso se hacía retratar siempre con cara seria, como si dignidad y seriedad fueran unidas. De Gaulle o Adenauer o Hitler o Mussolini casi nunca reían. A Napoleón no se le ocurrió hacerse pintar riendo ni por Ingres ni por el centenar de pintores que lo representaron.
Lógicamente la Europa moderna recibió la tipología retratística de la Antigüedad. Un paseo por las Galerías Vaticanas es suficiente para saber cómo los senadores y patricios romanos querían pasar a la posteridad. Los escultores y pintores renacentistas dieron continuidad a la teatralidad antigua en su representación de papas, príncipes y condottieri . Pero, a pesar de que la retratística se desarrolló antes en la Toscana y en Flandes, diría que el retrato del poder más sobresaliente, aquel en el que el pintor expresaba las virtudes a través de las cuales el poderoso quería pasar como virtuoso, es el Leonardo Loredan de Giovanni Bellini.
En esta imagen del dux que regía Venecia a comienzos del siglo XVI, Bellini quiso exteriorizar aquellas cualidades que, según los humanistas, daban significación al dirigente político: prudencia, energía, ecuanimidad, audacia. Un héroe, diríamos, a medio camino entre ‘El Príncipe’ de Maquiavelo y ‘El Cortesano’ de Castiglione. Creo que la forma adoptada por Bellini influyó decisivamente en las visiones del poder para la posteridad que los artistas propusieron hasta el siglo XX.
ARA