Joe Louis parecía una fuerza incontenible de la naturaleza, más que un boxeador. “No he visto máquina más extraordinaria de tirar y esquivar golpes”, dijo de él Ernest Hemingway. Pero su entrenador (Jack Blackburn, que literalmente moldeó a Louis como boxeador) dudó mucho antes de aceptarlo como pupilo. Joe era un dotado, aprendía sin esfuerzo todo lo que había para aprender en un ring, pero carecía de instinto asesino. No era un natural killer: hubo que construirlo. Y sus dos peleas con el alemán Max Schmeling fueron decisivas en esa construcción.
Louis venía en ascenso meteórico cuando le pusieron a Schmeling enfrente en 1936: veinticinco peleas ganadas al hilo, todas por nocaut. En cuanto al alemán, venía de ser campeón de Europa, luego campeón mundial, coronado en Nueva York en una pelea fea, que ganó por descalificación. La gente no lo quería cuando se coronó pero empezó a quererlo cuando perdió la corona en la revancha, en una pelea que le robaron después de dar una lección de hidalguía y box honesto ante un rival mañoso.
El buen Max había sido un personaje muy querido en los tiempos de Weimar: Marlene Dietrich y Von Sternberg, Grosz, Brecht y Heinrich Mann iban a sus peleas, en las páginas del libro de visitas del Roxy Bar de Berlín escribió: “Queridos artistas, el boxeo también es un arte”. Pero su porte y manera de boxear tenían mucho menos de arte que de disciplina prusiana, y precisamente esa estampa y esa dedicación encarnaban a la perfección el ideal de virilidad aria para los nazis, cuando subieron al poder, de manera que el nuevo régimen reformuló al buen Max como símbolo viviente de excelencia racial. Por eso la pelea Louis-Schmeling se promocionó como un doble enfrentamiento: entre la fuerza bruta negra y la pureza racial europea y entre la democracia americana y el fascismo nazi. Ni siquiera estaba en juego el título, pero la escucharon millones: era la pelea del siglo.
Para sorpresa de incluso sus propios seguidores, Schmeling ganó por demolición. Louis bajaba la mano izquierda una fracción de segundo cuando tiraba su fulminante derecha; Schmeling lo había estudiado al detalle y lo aprovechó toda la pelea. Louis deambulaba por el ring como un chico preguntándose de dónde venían esos jabs que lo atontaban y enceguecían cada vez que supuestamente debía estar golpeando él. Fue nocaut en el doce; pudo haber sido en el quinto o en el octavo. Lena Horne, cuando subió a cantar esa noche en una escenario de Harlem, lo resumió así: “Otro negro jodido por un blanco, ¿cuál es la novedad?” Los cines del sur norteamericano, donde estaba prohibido pasar peleas en que ganaran boxeadores negros, se cansaron de proyectar la victoria de Schmeling en cada pueblo.
Joe Louis entendió rápido la lección. Corrigió su punto débil, siguió su racha de triunfos, obtuvo el título, le dijeron que podía elegir al rival que quisiera, eligió volver a enfrentar a Schmeling. “No me reconoceré campeón hasta que termine esa pelea”, declaró con inesperada fiereza. Estábamos en 1938, para entonces: el Reich alemán ya anunciaba descaradamente al mundo sus planes. El entrenador Blackburn le quemó la cabeza a Joe pasándole filmaciones de propaganda nazi. De nada servía que el buen Max declarara a la prensa que él era un deportista y que no le hicieran preguntas de política: bajo cuerda se sabía que Hitler no había dejado viajar a Nueva York a la esposa de Schmeling, la actriz Hannah Ondra, que escuchó la pelea en casa de Goebbels, sentada junto a la radio frente al mariscal y la esposa, un enorme ramo de rosas enviado por el Führer y un equipo de filmación y fotógrafos registrando la escena.
La pelea duró nada más que 124 segundos. A Louis le sobró un round para liquidar a Schmeling. Ya lo había tumbado dos veces en menos de dos minutos cuando tiraron la toalla desde el rincón alemán. Pero como en el estado de Nueva York no corría esa regla, Louis debió voltearlo por tercera vez y recién ahí el réferi cortó la pelea. Había setenta mil personas en el Yankee Stadium: nunca se vio a tantos blancos abrazarse con negros. En esos dos minutos, Louis había tirado 41 golpes, de los cuales 31 hicieron blanco; Schmeling tiró sólo dos. Después de la pelea estuvo diez días en el hospital. En su autobiografía contó que, cuando se lo llevaban del estadio, veía por las ventanas de la ambulancia que las calles estaban llenas de gente tocando música y bailando, “como si todos los bares y night clubes de la ciudad hubieran expulsado al mismo tiempo a la calle a su audiencia, a su número vivo e incluso a los camareros”.
El triunfo de Louis no sirvió de mucho para detener a los nazis. Un año después había guerra. Joe se enroló en el ejército, y Schmeling también: después de su derrota había perdido los favores del régimen; lo enrolaron como paracaidista, a pesar de tener cuarenta y un años. Mientras del lado aliado Joe iba de campamento en campamento haciendo exhibiciones, Schmeling (según partes nazis) fue herido en las costillas “combatiendo bravíamente en el frente de Creta”. El inefable Curzio Malaparte, que ya se estaba pasando de bando en esa época, reveló que era una mentira de Goebbels para ocultar lo sucedido en realidad: Schmeling se había quebrado las costillas en su primer lanzamiento, no llegó a pisar siquiera el campo de batalla; lo encontraron y recogieron los camilleros, perdido entre las piedras de una ladera, después del combate.
El mismo Schmeling lo reconoció después de la guerra: “Si decía algo antes, me hubieran fusilado”. Con el mismo don para el trato social que le había servido para brillar en los tiempos de Weimar y en los primeros tiempos del Reich, el buen Max logró convertirse en uno de los pilares de la nueva Alemania en la posguerra. Se encargó de que los diarios recordaran al mundo que nunca se había afiliado al partido nazi, que tuvo la temeridad de rechazarle una daga de plata a Hitler y que, durante la Noche de los Cristales Rotos, salvó a dos niños judíos hijos de un amigo, escondiéndolos en su cuarto de hotel, y luego ayudándolos a salir del país (uno de ellos terminaría sus días como dueño del elefantiásico casino Sands de Las Vegas). En 1946 logró conseguir la franquicia de la CocaCola para toda Alemania. Moriría millonario a los noventa y nueve años.
Desde su mansión en Hamburgo asistió a la extraordinaria continuación de la carrera pugilística de su rival al otro lado del Atlántico. Hasta la fecha de su primer retiro en 1949, Joe Louis ganó 60 peleas, 51 de ellas por nocaut, hizo veinticinco defensas triunfales de su corona (un récord hasta el día de hoy) y sólo perdió una vez, con Schmeling, hasta que tuvo la mala idea de volver al ring en 1951 y sufrir el otro nocaut de su carrera, contra Rocky Marciano. De ahí en adelante fue todo barranca abajo para él: estafas, persecución del fisco (aunque en tiempos de guerra había donado al gobierno la bolsa completa de dos de sus defensas del título), drogas, alcohol, problemas de salud, triste final como portero en el Caesars de Las Vegas.
El mito dice que Schmeling y Joe Louis se mantuvieron amigos toda la vida. Es cierto que el alemán pagó las cuentas del hospital y del sepelio de su colega, pero hay quien dice que los pasaba después como gastos de promoción. Se ve que había aprendido de sus patrones de la Coca-Cola, que lo habían elegido como portavoz por encima del hombre que lo había vencido y que, ya retirado, no era el símbolo que querían que se identificara con su producto.
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