No deja de sorprender que se vuelva constantemente a las tragedias de Shakespeare, no tanto a su poesía; lo vemos en el cine británico pero también en esforzadas puestas que tienen lugar en la Argentina y seguramente en otros lugares del mundo. El lenguaje, que en algunos casos se “moderniza” y en otros se respeta tal cual pese a su artificialidad barroca, no es un obstáculo, como tampoco lo es esas siniestras historias de reyes que asesinan sin piedad con tal de obtener o de conservar el trono. ¿En qué consiste, pues, su atractivo en una época, como la que nos toca vivir, cuya saturación situacional y temática es diferente, aun en países en los que sobrevive, más o menos prudente o penosamente, la institución real?
Dicho de otro modo, todas esas obras, además de las tragedias menos políticas que, aunque no presenten reyes feroces sino amantes desgraciados o maridos celosos o prestamistas implacables, de todos modos siempre son políticas, siguen teniendo vigencia tanto por la atmósfera que con ese lenguaje Shakespeare ha logrado crear como por ciertos temas que parecen eternos y que presenta de una manera inequívoca y radical: el poder, la traición, la locura, la ceguera, la justicia. Tales temas son fácilmente reconocibles y por lo general son objeto de lectura: la ferocidad de Ricardo, la ambición de Macbeth, el siniestro Yago, el engañado Lear, pero, en cada una de esas obras hay algo más, apasionantemente interpretable.
En particular en las tragedias “reales”, que seguramente Shakespeare escribió para respaldar o apoyar a la que lo albergaba, aletea por debajo un concepto o noción, no necesariamente un tema, la “legitimidad”, que constituye, me parece, la clave del proceso histórico en relación, sobre todo, con la configuración del Estado, ese monstruo, benéfico o terrible, en el que vivimos, del que esperamos casi todo incluso una razón para convivir, y que nos defrauda o compensa.
Me detengo en esa palabra, legitimidad, no en la idea del Estado, asunto por demás complicado. Creo percibir su presencia en el modo en que las acciones de ciertos personajes son vistas y consideradas; así, por más previsibles arbitrariedades que cometan, incluso locuras, a algunos no se les cuestiona una especie de derecho a hacerlo, mientras que otros, que no poseen esa investidura, son puestos en la picota, deben defenderse y explicar. Es el caso del feroz Ricardo III, a quien antes del desastre que provocan sus desmesuradas acciones se le admite que haga lo que se le ocurra, así, como, más claramente, el del conflicto en El mercader de Venecia entre Antonio, que no importa que se endeude para simplemente seguir dándose la gran vida, y Shylock, oscuro y reclamador, a quien los jueces miran con sorna, como si debiera explicar lo que a su juicio es sólo su derecho.
En suma, algunos están investidos de legitimidad y otros no. ¿Quiénes? Entre los primeros, los reyes de la antigüedad, y aun los actuales, los sacerdotes de todas las creencias, los militares, los dueños de esclavos, los ricos, los propietarios, los que creen que todo les es debido por razones de raza, de clase, de posición o aun de méritos, hasta los delincuentes porque se juegan la vida, en suma todo ese mundo que no tiene por qué dar explicaciones acerca de lo que se le ocurre y hace o deja de hacer a su gusto y voluntad, pero está seguro de que cuenta con la aquiescencia de los demás. Los otros son la masa, los pretendientes, los jóvenes, todos los que para protegerse de la legitimidad inventaron en algún momento la legalidad, la ley como el arma contra esa irracional preeminencia o predominio o dominación. En cuanto a los primeros, ¿de dónde procede esa legitimidad, quien la otorgó?
La respuesta a esta difícil pregunta supone un capítulo que se confunde con la marcha misma de la civilización: siempre hubo gente investida de legitimidad, se supone que era Dios quien la otorgaba a los reyes y, en su ausencia, la iglesia, o la salud y los altos planes de gloria y defensa de la república a los militares, o el linaje familiar a otros, o la fortuna acumulada a los burgueses –extraordinario ejemplo el de los Borgia, los Medici o los Sforza que por ser ricos creyeron que debían ser papas– o la fuerza bruta a los explotadores; esa tropa ejercitaba y ejercita esos presuntos derechos en la convicción de que no tenían ni tienen por qué declarar ante ningún tribunal, del tipo que sea; los otros, los más, testigos o víctimas, que debían y deben justificar sus acciones, en el mejor de los casos debían o deben exhibir pruebas de los excesos, infamias o pretensiones de los pretendidamente legítimos que se suelen disipar en los pocos tribunales que podrían aplicar las leyes.
El origen de esa situación desequilibrada se pierde en la bruma de los tiempos, confundido, además, porque debe haber habido desde siempre un deseo no confesado de que los legítimos condesciendan a dejar caer algunas gotas de bondad sobre los otros, ansiosos de recibirlas. Es claro que el abuso de esa posición pudo perder a los así legitimados: hay quien piensa, optimistas históricos más o menos rousseaunianos sin saberlo, que la ética termina por triunfar y que la espada de la justicia caerá sobre ellos, pero si no abusaron, si no creyeron del todo en su legitimidad y pudieron interrogarse acerca de tal investidura, no muchos, pasaron a la historia como sabios, benévolos, justicieros, héroes, el buen rey Dagoberto de la canción, no se me ocurren muchos más.
Es muy probable que las transformaciones democráticas que comenzaron a finales de la Edad Media hayan ido alterando ese mapa, después de todo hay movimientos contestatarios y muchos seres humanos que no se dejan atropellar, pero no tanto como para hacerlo desaparecer del todo: tal vez ya no por razones dinásticas ni por investiduras en las sociedades contemporáneas, y aun en la nuestra, tan joven, subsiste el sentimiento en algunos, aunque no puedan exhibirlo o ya no se atrevan a hacerlo pero haciéndolo valer de todos modos, ligándolo o no con posiciones de poder o por lo menos de prestigio o de autoridad. El problema consiste en que si en nuestro tiempo pocos se atreven a valerse explícitamente de esa idea para retener un privilegio o un predominio no les faltan medios para manifestarlo y, por consecuencia, extraer ciertos resultados, más modestos que los de los personajes shakespereanos pero no insignificantes en una perspectiva de poderes de diverso tipo y alcance, aunque sea temporaria o ilusoria.
¿Cómo lo hacen cuando ya no tienen la arrogancia de los sangrientos monarcas o de los inquisidores o de los colonos en Africa o de los dictadores latinoamericanos? No es fácil detectarlo en sociedades democráticas pero se puede percibir en lo que podría llamarse “las maneras del rechazo”, una fórmula equivalente a las del gusto, como habría clasificado Lévi-Strauss. Me atrevo a enunciar alguna, con toda la imprecisión del caso. Por ejemplo la pétrea impenetrabilidad a la crítica así la crítica denuncie o condene hechos denunciables y condenables: es como si dijeran “a mí” me resbala todo lo que puedan decir. De ahí, la práctica automática de la sordera, no escuchan lo que pueda conmover la arraigada convicción de legitimidad; igualmente, la invulnerabilidad al castigo, como si el castigo que a veces viene fuera injustificado e incomprensible, “cómo me hacen eso a mí” murmuran sorprendidos, “deberían castigar a los que intentan castigarme”; también la certeza de que, más allá de competencias o capacidades, merecen designaciones, reconocimientos, distinciones, prebendas, negociados, sin que se les cruce la menor sospecha acerca de si merecen lo que consideran legítimo merecer, “quiero ser Presidente o algo semejante y no comprendo por qué no lo puedo ser”; la incapacidad de renunciar a un privilegio, “¿a quién se le ocurre que “yo” deba pagar impuestos”?
Tal vez esta enumeración somera ayude a reconocer a los legítimos modernos, es cuestión de querer hacerlo y no de apoyar o votar ciegamente por esos impenetrables que, seguramente, están por todas partes, no como antaño, que eran reyes o inquisidores o ricos. Es incluso muy posible que se me reproche a mí mismo esa condición, después de todo uno siempre cree que lo que cree que son sus merecimientos pocas veces está en cuestión y se sorprende, me sorprendo, de que otros no lo entiendan y lo (me) interroguen, me formulen el fatídico “¿por qué?” que desnuda las legitimidades atribuidas o supuestas y obliga a recurrir a la lógica de la ley.
Es necesario un verdadero trabajo de desmonte mental para liberarse de esa malla; quizás en el plano individual el psicoanálisis ayude pero también es aconsejable una saludable depresión en los que sabiendo que no pueden contestar a ese “¿por qué?” siguen navegando por la vida con patente de corso. Creen que pueden, encuentran quienes los siguen y, por lo tanto, eso que ha costado tanto obtener, me refiero al imperio de la ley, que es también el imperio del equilibrio, es derrocado y sus representantes, por un confortable pase de manos, ingresan al campo de los legítimos y se confunden con ellos.
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