Hace pocos días me preguntaba en estas páginas por el «después ¿qué?» en el caso de que el proceso de paz no se quede en teórica sino que se avance, realmente, hacia la solución del conflicto que dura años dando, en verdad, voz y voto a los vascos para que decidan su inmediato futuro. Algunos amigos me criticaron, con amabilidad. Estaría, por mi parte, hablando del tejado cuando lo primero que hay que hacer para construir un edificio es comenzar por los cimientos. En modo alguno lo niego. Sólo añado que un edificio, si quiere ser habitable, ha de contar desde el principio con una maqueta o proyecto que sea lo más inteligible y transparente posible. A eso me refería sin poner en cuestión que lo que ahora importa es dar pasos con habilidad, sensatez, inteligencia y valentía. Y que todos los esfuerzos serán pocos para poner en marcha una política que, menos anclada en el pasado, sepa mirar, sin quedarse en estrategias a corto plazo o en interesada toma de posiciones, al futuro en cuestión.
Más detenimiento merecería comentar lo que, de pasada, indiqué respecto a la soberanía. Escribí, más bien, «cosoberanía» y como, al mismo tiempo, lo relacioné con los ecos «a lo Quebec» del Plan Ibarretxe (por cierto, ¿en dónde está?), alguno debió de pensar que me sumaba a pies juntillas a las propuestas finales de tal Plan. Y no era exactamente así. Cuando hablaba de «cosoberanía» me refería a la que existe ya en Europa, una vez que compartimos, entre otras cosas, el decisivo intercambio que es la moneda. Esa cosoberanía incluye, por ejemplo, tanto a Portugal como a Francia. Y dudo que anden muy lejos Noruega o Suiza. En cualquier caso, y para deshacer equívocos, no estará de sobra que me detenga, siquiera brevemente, en la noción de soberanía. Porque este concepto, y desde que lo puso en circulación, hace ya siglos, el francés Bodin, ha ido cambiando, como no podía ser menos, de significado. De querer decir «poder supremo sobre ciudadanos y súbditos», pasando por el concepto revolucionario de «soberanía del pueblo», llegamos a nuestros días. Y en éstos el aspecto jurídico-político de soberanía ha ido limitándose; no sólo por el poder creciente de la administración, que es la que realmente manda, sino por la ampliación, más allá de cada Estado particular, de poderes que antes pertenecían sólo a un Estado concreto. Piénsese en la Unión Europea o en la ONU. Es por eso por lo que insistí en que una soberanía absoluta no es posible ya en ningún sitio. Más aún, no hay derecho alguno que sea absoluto, incluido el de la vida. Y al de autodeterminación le ocurre lo mismo. Las limitaciones de las que estoy hablando, en consecuencia, no las ponen ni el Estado español ni el francés (éstos ponen otras que es de esperar que se superen) sino la realidad sociopolítica actual.
Una vez dicho lo anterior, es el momento de afirmar que los que tienen que decidir cuál es la estructura política que desean darse son los vascos; con las mismas limitaciones que tienen el resto de los estados. Ni una más ni una menos. Ese es el punto. De ahí que cuando hablé de soberanías compartidas me estuviera refiriendo a una realidad internacional dentro de la cual estamos todos. Y si alguien, haciendo alarde de agudeza, pregunta quiénes son los vascos, se le puede devolver la pregunta: ¿quiénes son los españoles o los franceses? Últimamente algunos, como si hubieran encontrado la piedra filosofal, insisten en que es la constitución española la que resuelve todo; positivamente, diciendo quién es español y negativamente no reconociendo el derecho de autodeterminación. Este tipo de razonamiento es falaz de arriba abajo. Del hecho de que no esté contemplada la autodeterminación en la constitución española no se sigue más que eso: que no está contemplada. Pero si, democráticamente, tengo derecho a que esa situación cambie, como lo reconoció, por ejemplo, el tribunal correspondiente en Canadá, lo que vale, digámoslo de nuevo, no es la letra de la constitución sino el voto de un pueblo que quiere que se le oiga y, cosa decisiva, se le haga caso. Por eso, y para acabar este punto: soberanía, sí.
También me refería a mi miedo, tal vez un tanto precipitado, a un posible tripartito de la izquierda en Euskal Herria que imitaría al catalán. Recientemente, y al menos en la corte madrileña, está dando para mucho el tema, después de unas palabras, no sé si bien o mal comprendidas, de Gemma Zabaleta. Si me pasé, lo siento. Pero vuelvo a decir lo del principio. Que no está de más mirar al final, aunque se esté al comienzo, ni minimizar alternativas que a unos les podrían gustar y a otros no. La política es como una peonza. Conviene, por eso, no marearse al mirarla. Al primero que me aplico el cuento es a mí. Después invito a que lo hagan los demás.
Otro amigo, y acabo ya, me preguntaba a qué me refería cuando escribía sobre nuestro desierto cultural. Aquí no voy a hacer precisiones. Le devuelvo, más bien, la pelota. Que me diga qué lugares existen de auténtico debate, qué intelectuales soberanistas traspasan las fronteras, qué agencias de noticias propias existen, qué hacen los responsables de cultura que no pase de puros tópicos, qué proyecto cultural y universitario tenemos y un etcétera bastante largo. Cuando me lo señale, le daré la razón y me callaré. De momento no veo fácil que lo consiga. Y, entretanto, soberanía, sí. Una soberanía que, haciéndonos solidarios con el resto de los pueblos del mundo, dé contenido social y cultural a nuestro país. Mucho más del que hay ahora. –