El país de los inmigrantes

He seguido con atención, y con un disgusto creciente, esta historia (poco aclarada, y espero que pronto superada) que ha protagonizado, seguramente sin esperarlo y ciertamente sin desearlo, la antigua ciudad de Vic, que tanto estimo, y que ha sido durante tantos años modelo de acogida de poblaciones nuevas y diferentes. Una iniciativa municipal, posiblemente mal calculada, ha producido una serie de acusaciones infamantes, muy especialmente en la prensa española, que la ciudad de ninguna forma merecía. Obviamente, el “nacionalismo reaccionario catalán”, o la “derecha xenófoba catalana”, parece que eran los culpables del proyecto municipal finalmente abandonado. En Madrid, como es habitual, no se privan de nada a la hora de ver la brizna de paja en el ojo del vecino. Vic, por lo tanto, por culpa del “nacionalismo de derechas”, sería, según un eminente intelectual cultísimo que escribe en el diario más importante y liberal de España, exactamente como en la Alemania de los años treinta. Válgame Dios, donde puede llegar el prejuicio, la barbaridad, y el desconocimiento de la realidad: ¿qué sabían ellos, de Vic, de su historia, y de la larga historia catalana de acogida y de apertura? Pero tratemos de situar la materia en un contexto más amplio en el tiempo y en el espacio. La historia reciente de Europa no es una historia de rechazo y de cierre, de sociedades estáticas y bloqueadas, sino de muy importantes movimientos internos de población, y de extensos procesos de contacto entre migrantes y “sociedades receptoras”, con lenguas, modelos y códigos culturales diferentes. Los resultados de esta historia han sido formas diversas de asimilación en una primera etapa, y de integración más o menos exitosa y confortable en la segunda: “asimilar” a los recién llegados (asimilar significa “hacer parecido”…) es un proceso de aproximación que se puede llevar adelante, por ejemplo, a través de la escuela, del aprendizaje de la lengua, de la participación en la vida cívica y asociativa; pero “integrar”, es decir hacer que a todos los efectos forman parte de una misma sociedad o de una misma cultura, ¿de qué manera se puede hacer?, y ¿se puede llevar a cabo sin desintegrar la identidad de origen de los inmigrados? No es una pregunta de fácil respuesta.

El problema es si ahora mismo, y sobre todo a partir de ahora mismo, los procesos históricos europeos de asimilación y de integración son repetibles. La respuesta es que probablemente no, o al menos no con los resultados que estos procesos habían tenido hasta medios del siglo XX, cuando, por ejemplo, los italianos o los polacos en Francia, o sus hijos, se hicieron plenamente franceses, y los aragoneses o gallegos en Cataluña perfectamente catalanes. El resultado, antes, era la renovación de la sociedad receptora como sociedad básicamente homogénea, pero con los nuevos elementos integrados como parte de un todo único que quizás se hizo así más complejo y más rico. El resultado, ahora, y con toda probabilidad en el futuro, ya no podrá ser lo mismo, y ésta es una posición perfectamente realista, prescindiendo de consideraciones éticas o ideológicas. Porque la distancia cultural, en el sentido más profundo y antropológico, entre inmigrantes y país receptor, es ahora, en muchos casos, inmensamente superior a la de etapas anteriores. Hay formas de cultura (religión incluida), también “inmigradas” que a menudo, simplemente, son difíciles de hacer compatibles con la ley del país receptor. La ley del país, que es cultura, ¿puede imponer o no a los padres de una familia turca residente en Alemania, o marroquí residente en Cataluña, que reconozcan a las hijas los mismos derechos y libertades que legalmente posee cualquier hija de cualquier familia europea en el mismo territorio? En este caso habría por parte de las jóvenes inmigradas un “derecho a la asimilación” –derecho a ser consideradas iguales que las otras jóvenes alemanas, catalanas o europeas en dimensiones tan profundamente culturales como la autonomía personal, las relaciones intrafamiliares, el matrimonio– que estarían seguramente por encima del “derecho a la diferencia”. ¿Qué hay que hacer, pues, cuando la “diferencia” es en realidad una rigurosa limitación del que, para cualquier ciudadano del país de acogida, serían simplemente derechos elementales? El derecho a la libertad personal, por ejemplo. Y a la libertad religiosa o a la libertad moral. Aceptar la no asimilación o la no integración, como modelo deseable, puede ser un proyecto cargado de trampas y peligroso.

Continuemos. Encuentro igualmente problemático un escenario en el que dominaría el enclave más que la integración, que es un modelo que empieza a extenderse en la realidad urbana y suburbana, y que incluso encuentra defensores teóricos. Esto significaría una perspectiva en la que la sociedad común resultante ya no tendría vocación ni posibilidad de ser efectivamente “común” sino que estaría compuesta en medida variable por una constelación o archipiélago de enclaves efectivamente segregados en términos territoriales (calles, barrios, etc.) y en términos étnicos o religiosos. Mi previsión es que, si esto fuera el modelo asumido por Europa como horizonte para el futuro, las situaciones de desigualdad y de injusticia, y las oportunidades para el conflicto, no solamente no se reducirían sino que aumentarían con el paso del tiempo y con la consolidación de estos enclaves. Si este es el modelo del “multiculturalismo fuerte”, encuentro muy preferible la perspectiva de un “multiculturalismo débil” en el cual, sin pensar en una imposible asimilación –es decir supresión de la diferencia– ni en ninguna ilusoria ni deseable homogeneidad perfecta y futura, las situaciones de enclave serían o la excepción o la primera etapa en un proceso de integración. Se trata de conceptos que no siempre están claros, como por ejemplo “nacionalidad”, “ciudadanía” o “etnicidad”. No hay ninguna dificultad conceptual en aceptar, como algunos expertos proponen, la distinción entre “nacionalidad” y “ciudadanía” (y esto los miembros de naciones sin estado lo saben mejor que nadie), pero me parece más arriesgado suponer que esta distinción será asumida precisamente por los mismos estados que han promovido más rigurosamente la sinonimia, Francia, por ejemplo, o España. En cuanto a la “etnicidad” o identidad básica de grupo, a menudo entendida de manera demasiada reductiva, no tenemos que olvidar que Europa conoce una doble tradición: al este, más asociada al linaje o a la descendencia que al territorio, al oeste a la inversa. Los alemanes que en el siglo XVIII fueron al Volga han sido siempre “alemanes del Volga”; los que por la misma época fueron a Andalucía, rápidamente dejaron de ser alemanes y se convirtieron en andaluces. El modelo “oriental” implica el mantenimiento indefinido de una identidad básica (somos “esto”) asociada a su origen, linaje o descendencia…, con el resultado de multiplicar los enclaves o las distribuciones “en piel de leopardo”, que alternan etapas de contigüidad pacífica con otras de choque violento: recordemos los Balcanes. En el modelo “occidental” la tendencia ha sido más bien de asumir como identidad básica la definida por el territorio (por el territorio con “definición” histórica, etnonacional etc.). Por eso los hijos o los nietos de los andaluces instalados en Cataluña los años cincuenta pueden perfectamente ser “tan catalanes como” los catalanes de muchas generaciones, mientras que los hijos y los nietos de los rusos instalados en Estonia o en Letonia por los mismos años continúan siendo mayoritaria y rigurosamente rusos.

Quizás aquellos pueblos y países que, como el nuestro, hemos sido víctimas de una presión asimiladora dentro de estados poderosos, y que aun así no hemos sido desintegrados del todo por esta presión, podemos aprovechar esta experiencia para evitar otras formas de desintegración. Sólo quizás: no hay nada cierto, pero tampoco hay nada, en este campo o materia, que esté por encima del derecho de una sociedad a continuar siendo ella misma en su propio territorio histórico. Triste cosa sería que, cuando la prepotencia exterior no ha podido hacer que dejemos de ser lo que somos (porque eso es la identidad: ser humanos de ésta o de aquella manera, ser esto o ser aquello), lo dejamos de ser por nuestra propia incapacidad de compartirlo con una nueva gente. Ya me perdonaréis si no he sembrado claridad ni he repartido luz, sino oscuridad: el tema es oscuro, no está claro. Y si esta confusa –voluntariamente confusa– exposición puede tener un final poético, dejadme citar unos versos del Ulysses de Tennyson: “Tho’ much is taken, much abides; and tho’ / We are not now that strenght which in old days/ Moved earth and heaven, that what we are, we are.” “Aunque hemos perdido mucho, nos queda mucho; y aunque / no somos ahora aquella fuerza que en los viejos días / movía tierra y cielo, lo que somos, lo somos.” Si seremos todavía lo que somos, o aquello que queramos ser, es cuestión que tenemos que decidir nosotros.

 

Publicado por Eltemps-k argitaratua