El fantasma de Franco

Un fantasma recorre España: el fantasma de Franco. El franquismo no se va ni con salfumán. Está aquí: en la alta política, en las direcciones de muchos medios de comunicación, en la judicatura, en la policía, entre escritores y supuestos intelectuales, en los partidos políticos y en las pulseritas, en los nomenclátores de muchos pueblos y ciudades, en el marquesado que todavía ostenta la familia del dictador. En la monarquía, para resumirlo en un solo concepto. La defectuosa transición democrática, aunque seguramente debió ser inevitable que se hiciera como se hizo, vistas las circunstancias, no limpió nada. No derribó la dictadura, la transformó. El impulso hacia el poder de los dictadores tiene dos protagonistas, observaba Bertrand Russell, el caudillo, que lo hace de una manera explícita, y los secuaces, que se nota menos que le dan apoyo, e incluso se pueden esconder cuando las cosas van por el mal camino. La sociedad es desmemoriada, a pesar de que nos pasamos todo el santo día hablando de la memoria histórica, y olvida a menudo los nombres concretos de las redes de poder que han retratado tan bien Andrés Villena y Roger Vinton. El poder perdura cuando los linajes se mantienen.

El simbolismo es a la política lo que los edulcorantes son al azúcar: una forma de autoengaño. Cuando no se tiene ninguna alternativa más, cuando no se gobierna, cuando todo es tan sólo verbo y nada más, entonces el mal político, el que no tiene más que planta y un poco de oratoria, se lanza a los brazos del simbolismo. José Luis Rodríguez Zapatero inauguró en el PSOE la moda del “puedo prometer y prometo” suarista, cuando prometía una Constitución modélica, que en el caso del presidente socialista resultó ser, simplemente, la manera de mentir de un cobarde. Los hombres infieles hacen lo mismo. Mienten en positivo: “Lo he hecho, pero todavía te quiero”, dicen, como si eso borrara la deslealtad. La política española sólo tiene políticos fuertes a la derecha, precisamente porque son aquellos políticos que arrancan de la dictadura, porque serían secuaces, o bien porque la reivindican sin complejos. ¿Se acuerdan de la blanda biografía que la Real Academia de la Historia dedicó a Franco? La escribió un catedrático aupado por la dictadura. Un escándalo, que aquí duró dos días y no tuvo más consecuencia que un mero maquillaje del perfil biográfico. La izquierda, en España, es un decorado, que ni transforma, ni hace nada que sea muy diferente de lo que hace la derecha para cargarse la democracia. Los progresistas de todo el mundo tendrían que estar asustados de que el partido socialista europeo con más fuerza sea, precisamente, el español. Quiere decir que la izquierda en Europa va a la deriva, con Borrell como mascarón de proa.

En España el franquismo es como el racismo en los Estados Unidos. En teoría está abolido, como la segregación, pero se mantiene vivo como un fantasma

¿Cuántos años ha tardado un gobierno —cualquiera de los muchos gobiernos españoles desde 1978— en aprobar la exhumación del dictador del mausoleo que todavía se mantiene en pie? Sólo hace dos días que el Tribunal Supremo ha dado luz verde a la exhumación de Francisco Franco, después de haberla parado el mes de junio. ¿Saben quién entregó el cadáver de Franco a los benedictinos del Valle de la Caídos? Piensen un poco y lo acertarán: el rey Juan Carlos I. O sea, que toda esta matraca la provocó el sucesor de Franco cuando decidió que su mentor sería enterrado al lado de José Antonio, quien, de hecho, fue el motivo por el cual fue construido aquel “quiero y no puedo”, como dice el padre Hilari Raguer, que imitaba la magnificencia mussoliniana y nazi. El Valle de los Caídos no es el único monumento franquista que se mantiene de pie en todo el Estado. En Burgos, por ejemplo, hay un monumento dedicado al general Mola que tendría que hacer caer la cara de vergüenza a las autoridades municipales, y en Catalunya, el monumento de Tortosa, en medio del río, es una ignominia sostenida con el aval de supuestos independentistas. Es el franquismo cotidiano que sobrevive a la aprobación de la puñetera Constitución, que es ahora la biblia de los antiguos franquistas que, curiosamente, encarcelan a los demócratas que quieren separarse de esta España putrefacta.

La profesora Queralt Solé se pregunta, en relación a la exhumación del cadáver de Franco, qué significado tendría este traslado si los huesos de las personas anónimas, los muertos de la guerra civil están enterrados ahí, han pasado a formar parte de los cimientos del Valle de los Caídos y se han fusionado con el cemento del monumento. Poca cosa. El gesto que Pedro Sánchez vende como el fin del franquismo ante las Naciones Unidas no evitará que el Valle de los Caídos siga siendo el emblema del “franquismo materializado”, bien visible a través de la grandiosidad de la piedra. La metáfora franquista pervivirá: “Con el traslado del cadáver de Franco se hará un gesto simbólico —concluye Solé—, pero se mantendrá todo lo demás a fin de que las piedras del monumento ‘desafíen al tiempo y al olvido'”, que era la intención de la dictadura. ¿Se imaginan ustedes que los campos de exterminación en Alemania o en Polonia fueran el lugar de peregrinación de los nazis de todo el mundo? ¿Qué dirían ustedes si los gulags fueran santificados por los comunistas? ¿No les horrorizaría que las actuales autoridades camboyanas taparan el genocidio de Pol Pot? En España el franquismo es como el racismo en los Estados Unidos. En teoría está abolido, como la segregación, pero se mantiene vivo como un fantasma. Hace unos meses, en Stanford, apareció una soga colgada de un árbol y las protestas se dispararon en el campus. Todo el mundo sabe qué quiere decir este símbolo.

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