De la historia como guía y como advertencia

“Quien olvida la historia está condenado a repetirla”. El dicho, convertido en tópico y enunciado casi siempre sin atribución, es una deformación de la frase de George Santayana, que dice textualmente: “Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Las palabras son similares, pero la diferencia es importante. El pasado es mucho más que la historia, que es una recopilación seleccionada de acuerdo con un interés o un proyecto actual. El pasado es inalterable, pero la historia cambia a gusto de los historiadores. Por eso otro lugar común, originado por Winston Churchill, dice que la historia la escriben los vencedores, algo discutible, porque son los perdedores quienes sienten más necesidad de contar y explicarse la derrota. El narcisismo y la satisfacción de los victoriosos son malas compañías para la objetividad.

La frase de Santayana es más compleja de lo que parece. El pasado no puede recordarse íntegramente, porque la memoria se construye sobre el olvido. Es así porque la conciencia no puede abarcar la totalidad de la experiencia y porque para vivir es necesario olvidar. Lo demuestran las patologías del olvido, tal y como lo describió Borges en el relato “Funes el memorioso”, personaje afectado por la disfunción de esta facultad benefactora. El inconsciente, afirmó Freud, es una especie de eternidad donde nada se pierde y todo es contemporáneo. Quizás por eso las experiencias traumáticas reprimidas se manifiestan en sueños recurrentes y en reiterados comportamientos mórbidos, que funcionan como mecanismos de defensa para desviar la atención de unas impresiones dolorosas. En doctrina psicoanalítica, pues, es algo que la incapacidad o, mejor dicho, la resistencia a recordar induce la repetición simbólica del pasado. Pero, en un sentido más vulgar, la frase de Santayana simplemente expresa la obviedad de que quien no es capaz de aprender de la experiencia tropezará más de una vez con la misma piedra. Valga de aviso para quienes quieren rebobinar el tiempo y recuperar el Primero de Octubre para “volverlo a hacer” ‘da capo’. Dicen que el referéndum ya está hecho y ganado, que sólo hace falta aplicar el resultado. Pero no dicen quién ni cómo pondrá el cascabel al gato.

Es cierto, como observó Georges Clemenceau, que los generales siempre se preparan para realizar la guerra anterior. Es curioso el poder de sugestión del calendario. Ahora que se acerca el centenario de los tormentosos años treinta se busca paralelismos, como si la historia fuera cíclica y la actualidad una repetición. Las sociedades, al igual que las personas, también pueden tener fijaciones. Nada las delata tanto como la incapacidad de superar el molde mental de una anacronía traumática. Buscar explicaciones del presente en el pasado es legítimo, pues abusando de las frases hechas citando una de Cicerón, ‘historia magistra vitae’. Pero una cosa es aprender de la historia y otra muy distinta colapsarla, convirtiendo la analogía, que siempre tiene un componente imaginativo y poco o mucho de exageración, en identidad. Si se pretende captar un fenómeno paradójico como el retorno inverosímil de Donald Trump a la primera línea de la política mundial, ¿a qué viene hablar del mismo como de un avatar de Hitler y hacer del “trumpismo”, doctrina sin duda inexistente, paradigma, si no la causa, del vuelco conservador que se detecta en varios países de la órbita democrática?

Trump es más un síntoma que una causa. Como lo es Biden, cuya impopularidad tiene menos que ver con la edad que con todo lo que representan sus años, es decir, la época de formación de su personalidad política: unos valores liberales hoy atacados por la derecha y por la izquierda, dentro y fuera de su partido. Hombre de consenso, de espíritu negociador con voluntad de pacto, capaz de coordinar las decisiones con opositores a los que nunca niega el espacio político, Biden desplaza a los extremos, que son irreconciliables por principio. En medio de una polarización y de una agresividad extremas, la moderación y el sentido común se consideran cualidades negativas. A ambos lados del espectro político, la fórmula consiste no en debatir con el rival buscando el acuerdo sino en destruir al adversario. Trump se beneficia de las cualidades contrarias entre un electorado inmune al alarmismo sobre el riesgo para la democracia; unos electores que, incluso desaprobando los arranques xenófobos del expresidente, le consideran un paladín contra el enemigo político y económico. Millones de americanos situados en la parte baja de la escala económica identifican al enemigo con la globalización, pero también con la élite tecnológica y académica que determina la agenda cultural, cada vez más lejos de las viejas certezas morales en las que una gran parte del país se refleja.

Si los demócratas están divididos entre un ala moderada y una radical, los republicanos basculan entre quienes gozan de educación superior y los menos escolarizados. Los votantes conservadores con título universitario tienden a ser reticentes a votar a Trump y habrían preferido un candidato como Nikki Haley. Por contra, su liderazgo es muy sólido entre los votantes sin educación universitaria. Este efecto quizás puede atribuirse al sesgo izquierdista de la universidad, pero es interesante que las reivindicaciones ‘woke’ y el fervor por la diversidad en los campus no tiene traducción política unilateral, pues la diversidad racial aumenta entre los votantes de Trump. Cada vez hay más negros, asiáticos e hispanos que retiran la confianza del campo demócrata con la intención de votarle a él.

Como síntoma del cambio de rasante político, llama la atención la entrevista de un inmigrante mexicano indocumentado que asegura que, de tener derecho a votar, votaría a Trump. Este hombre lo tiene claro: Trump es racista y aporrea a los inmigrantes “como si fueran una piñata”, pero aun así sería su candidato. ¿La razón? Trump es nacionalista, es decir, contrario a la globalización, por lo que representa, en opinión de este inmigrante, la mejor opción de futuro para sus hijos. El hombre, indocumentado en sentido literal, no lo es en sentido figurativo. Intuye que el discurso xenófobo y extremista forma parte del teatro político, mientras que el rasgo esencial de la candidatura, lo que hace de Trump un político más que tolerable, es la reorientación del gobierno en sentido nacional.

Teniendo en cuenta el experimento de cuatro años atrás, quizás fuera mejor no volver a probarlo. Pero el atractivo de Trump para amplias capas de trabajadores, más allá de la parte que Marx despreciaba con el apelativo de lumpenproletariado y Hillary Clinton con el de “cesto de deplorables”, borra la división conceptual e ideológicamente interesada entre popularidad y populismo. Y la inyección de diversidad racial en la corriente de apoyo que despega a Trump por encima de Biden en las encuestas hace pensar que los reduccionismos enquistados empiezan a no servir y que nos las tenemos con una fuerza social de resultados imprevisibles. Estamos sin duda en un escenario de aguas turbulentas, pero de momento todavía democrático, en el que los años treinta no desempeñan papel alguno, ni ideológico, ni cultural ni mucho menos económico. Del estorbo de precedentes confusos viene la dificultad de entender qué ocurre y las medidas a adoptar para encauzarlo.

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