Con su inigualable capacidad para decir (y a veces hacer) inconveniencias, Josep Borrell afirmó hace un tiempo que Europa era un jardín mientras que el resto del mundo se parecía más bien a la jungla. En este artículo asumiremos su punto de partida aunque llevando, imprudentemente, la metáfora hacia otros atajos menos explorados y algo más incómodos. Pues sí, Borrell estaba en lo cierto: el 13 de abril de 1861 se creó en Francia, por decreto imperial, la primera reserva natural del mundo. Se trataba de una extensión de poco más de 1.097 hectáreas de robles y pinos situada relativamente cerca de París, en los bosques de Fontainebleau. La iniciativa había triunfado gracias a la presión de un grupo de pintores amateurs, en general de origen burgués y aristocrático, preocupados por que la fuente de inspiración de sus acuarelas, el paisaje, iba desapareciendo a medida que avanzaba la jungla de la industrialización del área de París (por eso al principio se le llamó ‘réserve artistique’, que es una expresión bastante curiosa). Cabe decir que Fontainebleau no es precisamente un lugar neutro en relación con la historia del Ancien Régime…
¿En qué contexto hay que situar la creación de la primera reserva natural del mundo, acta fundacional de lo que muchos años más tarde ¿se convertiría en el movimiento conservacionista? Obviamente, en el de la noción romántica de naturaleza, pero también –quizás sobre todo– en el triunfo definitivo de los intereses de la nueva burguesía y de la vieja aristocracia tras la fracasada experiencia revolucionaria de 1848. En Inglaterra o Estados Unidos las primeras iniciativas de esta índole llevaban también impresas el sello inequívoco del aristocratismo victoriano o, al otro lado del Atlántico, del elitismo económico de una gran nación emergente. El objetivo no era “proteger la naturaleza”, sino disfrutar del ocio sin humos ni ruidos, lo más lejos posible de los suburbios de las grandes ciudades donde acumulaban sacos de dólares explotando a los trabajadores de la Revolución Industrial. Algunas de las zonas naturales mejor conservadas de Alemania, los bosques de Baviera, también deben una parte importante de su buen estado a los delirios de un rey bastante locuelo, el célebre Ludwig II. Podríamos afirmar lo mismo de muchos cotos de caza reales de toda Europa: quizás ahora, cuando han dejado de ser cotos de caza, representan el triunfo de las reivindicaciones conservacionistas; pero sólo ciento cincuenta años antes eran la última rémora de los privilegios feudales.
Por ahora, los aristócratas o los grandes burgueses que transformaban sus propiedades en una selva ‘kitsch’ ajardinada se pueden contar con los dedos de la mano, y los artistas plásticos no están precisamente muy preocupados por el paisaje. Pero la lucha sigue en otro frente. El objetivo, en cualquier caso, es el mismo: la optimización personal del ‘negotium’ a través del ‘otium’. La batalla del ocio se ha trasmudado en la medida en que la clase media ‘low cost’ ya tiene poco que ver con la burguesía de toda la vida. Ahora el ocio es negocio, el más lucrativo. ¿Para quién son, pues, esos campos? ¿Y el agua de aquella balsa? ¿Y ese prado de allá abajo? ¿Es para cultivarlo en forma de explotación agraria (‘negotium’) o bien para disfrutarlo los fines de semana (‘otium’)? Las últimas medidas de la Unión Europea, que quizás sí que efectivamente es un jardín, dejan las cosas bastante claras. En 1861, los numerosos carboneros, apicultores, etc. que se ganaban la vida en Fontainebleau fueron expulsados de la nueva ‘réserve artistique’ auspiciada por diletantes de casa buena. Terminaron hacinados a los faubourgs de París. Hoy, a los campesinos les espera un destino análogo, pero sin duda más amable: hacer de guías turísticos o cosas similares. Son fenómenos propios de la Europa ajardinada. Sin embargo, parece que eso no les gusta, y por eso lo hacen saber a sus conciudadanos de las ciudades en forma de tractoradas y cortes de carreteras. El plan es redondo: no sólo optimiza el ocio de los urbanitas, es decir, del 85% de la población, sino que favorece el consumo de los productos de Marruecos o de Turquía, y así los ‘limes’ del imperio-jardín dejan de ser problemáticos. Quedan bajo control a base de impresos crípticos y permisos de importación-exportación, similares a los que hacen llenar a los campesinos locales. En términos de estrategia general, la jugada es perfecta y duradera: implica un cambio estructural tanto del jardín como de la supuesta jungla que le rodea por todos lados. Vamos, pues, a disfrutar de la floración de los frutales del Segrià, como un jardín. Después, cuando las flores se hayan convertido en frutos, comprémoslos por debajo del coste de producción, como si estuviéramos en la jungla. ¡Vaya gracia!, ¿no?
ARA