Nuestra convulsa andadura a lo largo de la Historia nos impide, a veces, complacernos en la vida y obra de personas que han destacado en diversas disciplinas y nos olvidamos de considerarlas como nuestras y, lo que es peor todavía, permitimos que los estados dominantes nos las arrebaten y se las apropien. Es el caso, por ejemplo, de Ravel.
Aunque no sea más que para mantener un aconsejable nivel de autoestima, que tanta falta nos hace, vamos a presentar una breve reseña de su vida y recoger los testimonios de autorizados especialistas de distintas procedencias, que nos van a servir para recolocarlo en nuestro entorno.
Joseph Maurice Ravel Deluarte nació en Ziburu (Laburdi) el 7 de Marzo de 1875. Hijo del ingeniero saboyano Joseph Ravel (1832-1908) y de María Deluarte (1840-1917). A los tres meses las responsabilidades laborales de su padre hacen que la familia se traslade a París, en cuyo conservatorio cursó estudios y se relacionó con Chabrier y Satie. En 1898 decidió tomar clases con Fauré y en esa época trabajó intensamente. Se presentó varios años al prestigioso concurso de Roma, sin llegar a conseguir el perseguido triunfo. No obstante continuó en su dedicación y en los años 1907-1908 le llegó el merecido y definitivo reconocimiento. Cuando en 1914 estalló la 1ª Guerra Mundial, se alistó y fue admitido como conductor de camión. Como consecuencia de una herida recibida fue sometido a una intervención quirúrgica y dado de baja en el ejército. En 1917 retomó la composición. Rechazó la cinta de la Legión de Honor, que en aquella época y siendo como era una persona admirada, causó un gran escándalo. En 1923 inició una exitosa serie de giras y conciertos que le llevaron por todo el mundo. En 1933 le aparecieron los primeros síntomas de perturbaciones motrices y falleció en París el 28 de Diciembre de 1938.
El musicólogo Roland de Candé lo considera como “la autoridad suprema en orquestación. Moralmente austero e inconmovible, sin hipocresía ni complacencia. Fue un constructor minucioso, conocedor a fondo de todos los materiales que utilizaba”.
De carácter noble, cultivó amistades profundas. Adoraba las flores y los niños. Humilde, afectuoso, tierno, generoso y especialmente sensible con los sentimientos ajenos y extremadamente pudoroso con los propios, le horrorizaban las efusiones y no era nada amigo de homenajes ni ceremonias.
Nunca llegó a armonizar ni adaptar una melodía vasca. Preguntado por ello por el padre Donostia le contestó que “Por principio. No, como pudiera suponerse, por desapego a mi patria chica; creo por experiencia que esas canciones populares, al revés que las de otros países, no se presentan para desarrollos”.
En 1928 después de un concierto en Nueva York le preguntaron a ver si era judío. “No. Desde el punto de vista religioso no soy judío, pues no profeso ninguna religión; ni desde el punto de vista racial, pues soy vasco”.
En un trabajo biográfico Pierre Petit nos dice: “Después de la herencia saboyana, la vasca. Sin duda Ravel deberá más a ésta que a aquélla. Primero físicamente: menudo, fornido, pareciendo dispuesto siempre a erguirse sobre unos modales de lo más flemáticos, Ravel recuerda irresistiblemente a algunos pelotaris. De la raza vasca tendrá el orgullo y la obstinación, la terquedad y el rigor. Tendrá también ese entusiasmo que con frecuencia le hace expatriarse para buscar –y encontrar- fortuna más allá de los mares. No creo, en cambio, que se haya de exagerar la influencia que pudo tener en su formación de músico el ambiente sonoro de sus primeros años”. Y continúa más adelante …“En él es menester emplear la sintaxis de los pájaros, de las corzas, o de los lagartos, y es natural que una hamadríada nos hable a través de las ramas de un roble; para seguir a Ravel se necesita conocer todos aquellos lenguajes, pues de lo contrario estaríais ante Ravel, pero no estaríais con Ravel. Se trata, pues, de estar al nivel, de los seres, de las cosas de condición poética. En el fondo toda la historia de su vida es la de una búsqueda tenaz e inquebrantable: la del mundo mágico que las músicas javanesas le dejaron en 1889. El vasco que hay en él proseguirá ese fin con entusiasmo y terquedad y el suizo pondrá en juego para alcanzarlo todos los recursos de una industria cada vez más inefable: La técnica puesta al servicio del sueño”.
“Considerado habitualmente el más puramente francés de los compositores, Ravel era en realidad una suerte de híbrido cultural, en parte vasco y en parte suizo. Aunque le llevaron a París cuando tenía tres meses, sus orígenes vascos tuvieron una gran influencia en su imaginación y la conexión se mantuvo en las canciones que le cantaba su madre. En cierto sentido, la música de Ravel se sitúa a medio camino entre los mundos de sus padres: los recuerdos de un pasado folklórico de su madre y los sueños de un futuro mecanizado de su padre”, escribe Alex Ross en su imprescindible libro “El ruido eterno”.
La opinión más contundente en cuanto a su origen la expresó Luis Racionero en “El arte de vivir a través de los cinco sentidos”: “Ravel, músico vasco afincado en París”. Y concluye: …”Por eso me place saludar en Ravel al último gran músico que investigó los límites de la sensibilidad hacia regiones donde el hombre normal puede seguirle, hacia sonidos y armonías que, aunque nuevos y osados, provocan en el auditor resonancias que le sensibilizan y le despiertan. Ravel fue el último gran lírico romántico: impresionista y simbolista a la vez, reunió en su inspiración soberana las dos corrientes estéticas de fin de siglo y elaboró con ellas obras que aún ahora nos llenan de gozo y producen el inconfundible, irracional escalofrío de la obra maestra”.
Y además, como dice el amigo Gabri, es nuestro.