La convocatoria de una consulta cívica sobre la independencia de Cataluña en Arenys de Munt del 13 de septiembre de 2009 fue una idea verdaderamente genial. El contexto político de amenaza para la previsible sentencia del Constitucional, un gobierno nacional débil e incapaz de reaccionar con dignidad al enfrentamiento, una ciudadanía quemada por tantas provocaciones y, por supuesto, la reacción torpe de los aparatos del Estado y los cuatro representantes del ultraespañolismo agónico determinaron su oportunidad y éxito. Todo el país volvió los ojos hacia Arenys e incluso los que habían pensado que hacerse el loco era la posición más astuta tuvieron que plegarse a la evidencia del resultado: más de un 40 por ciento de habitantes fueron a votar para dar más de un 96 por ciento de votos favorables a la independencia.
Pero si la apuesta de Arenys había desbordado las mismas intenciones de los organizadores -hay que hacer un reconocimiento a su alcalde, Carles Móra, y muy especialmente a las CUP y a su concejal Josep Manel Ximenis-, la continuidad de la idea -que confieso que de entrada me pareció demasiado arriesgada- ha terminado remachando el clavo del propósito del invento. La culminación en Barcelona y 19 municipios más el 10 de abril de este largo proceso habrá supuesto la organización de más de 550 referendos en municipios de todo tipo, con decenas de miles de voluntarios movilizados y más de 600.000 participantes, cifra a la que tendremos que sumar los resultados de este día. Prácticamente, se habrá conseguido implicar a un 20 por ciento del censo consultado, incluidos jóvenes desde los 16 años y extranjeros empadronados. Se tome por donde se tome, la dimensión del evento no es comparable a ninguna otra movilización por ninguna otra causa en el contexto occidental en que está situada Cataluña. Claro que el 10-J del año pasado convocó a más gente en la calle. Pero por la magnitud de las energías gastadas -en miles de actos públicos y en decenas de miles de horas invertidas en la difusión de la propuesta- y por el poso organizativo que ha quedado, el movimiento de las consultas es insuperable. No es extraño que el fenómeno haya llamado la atención de la prensa de todo el mundo y sería de esperar que incluso el mundo académico -a menudo, y en tantas cosas, ciego a su entorno más inmediato- se diera cuenta de que una tal movilización social y política merecería una muy buena investigación.
Un proceso largo y complejo como éste, naturalmente, ha tenido altos y bajos. La excesiva dispersión en el tiempo y el espacio le ha restado fuerza. A menudo, los poderes fácticos, constitutivamente miedosos, le han dado la espalda despreciando la importancia que objetivamente tenía. Ahora mismo, en Barcelona, comprobamos cómo desde el arzobispado hasta el gobierno municipal ponen pegas, demostrando uno y otro hasta qué punto no han entendido, aún, la dimensión cívica de este proceso histórico y cómo quedará escrita para siempre su cobarde respuesta cuando el país los necesitaba. También hay que decir que el mismo éxito a veces ha convocado oportunismos que han creado tensiones importantes en la organización. Sí, todo lo que se quiera. Pero la principal consecuencia ha sido poner la independencia en el centro del debate político nacional. Tal como ERC había conseguido que el independentismo perdiera cualquier connotación antidemocrática, el “desacomplejamiento del independentismo” -para usar la expresión que Juan B. Culla acuñó a finales de los años ochenta, entonces aplicado al nacionalismo catalán-, o su salida del armario, como se dice ahora, se ha conseguido al margen, si no en contra, de toda expectativa política. Y, aunque ahora, ningún partido político ha sido capaz de apropiarse del capital simbólico acumulado por las consultas.
A menudo he dicho que el movimiento de las consultas se podía situar dentro de lo que hace años se había llamado el “agit-prop”. Este término, inventado por un revolucionario ruso a finales del siglo XIX, Georgi Plejánov, servía para designar acciones de propaganda, generalmente vehiculadas a través de la expresión artística, y ligadas a la tradición comunista. Probablemente este vínculo ideológico ha hecho caer en desuso el término. Pero en un sentido amplio, como mecanismo de provocación para influir en la opinión pública a través de un lenguaje y una gestualidad de alta emocionalidad, creo que se ajusta como anillo al dedo a estos “falsos” referendos. Las consultas han hecho despertar del sueño de la resignación a que nos condenaban los límites estrechos de la política institucional y hemos podido imaginar que otros caminos son posibles. Posibles y, de hecho, necesarios y urgentes.
Que un barrio como la Barceloneta haya dado un voto anticipado del 20 por ciento o que Gracia ya haya sido capaz de llegar a un 33,57 por ciento del censo, es la expresión diáfana de que el debate político ha salido de los muros del Parlamento y que las cuestiones importantes ahora se discuten en la calle. Este era y es el desafío: no que el independentismo entrara en el Parlamento, que por otra parte ya estaba, sino que la política en mayúscula llenara la calle. El 10 de abril volveremos.