Los negros de La Martinica que iban al cine en los años 40 -cuenta Frantz Fanon en “Piel negra, máscaras blancas”- se identificaban con Tarzán y no, obviamente, con sus porteadores africanos. Tarzán era el negro más fuerte, el negro más inteligente, el único negro verdadero, porque era blanco, y todos los otros negros, que no lo eran, tenían que someterse a su jefatura natural. La blancura no es un color sino un precipitado rocoso de certezas y gestos, apoyado en una jerarquía geológica, de origen colonial, hasta tal punto anclada en el orden de nuestra historia que lo que verdaderamente asombra del triunfo de Obama es que se trata, no de la primera vez que un negro alcanza la presidencia de los EEUU, no, sino de la primera vez que un negro, al igual que Tarzán, al contrario que Michael Jackson, alcanza la verdadera blancura; es decir, se convierte en un foco de identificación universal. El gobierno es blanco, o de otro modo es que no hay gobierno. ¿Pasa lo mismo con la novela?
Lo importante no es en qué lengua hablamos; lo importante es en qué lengua callamos. No me refiero a la lengua del pensamiento sino a ese más atrás, cuando ya no podemos retroceder más, del que queremos escapar a todo trance y del que tratamos de escapar precisamente hacia el lenguaje mediante toda clase de rodeos, tanteos, palabras de ciego: la narración. Lo que se quiere decir, lo que no se puede decir, lo que siempre queda debajo, esa impotencia -lengua y ciudad materna- es irreductiblemente castellana o inglesa o francesa o china o swahili. El colonialismo europeo cometió, resultado de otros anteriores o simultáneos, dos crímenes imperdonables: enseñó inglés y francés a los nativos como si hablar consistiera en pronunciar sonidos, sin proporcionarles la espalda en la que uno se apoya y que al mismo tiempo no se puede mirar; y les enseñó inglés o francés como si no fuesen ya hablantes, es decir, sin dejarles un lugar propio al que poder retroceder o, más exactamente, del que poder escapar narrativamente. Los llamados “estudios postcoloniales” se ocupan desde hace cuatro décadas de esta donación depredadora o de este magnánimo saqueo que prolonga, también en el ámbito de la cultura, ancestrales relaciones de dominio colonial.
Ngugi wa Thiongo, nacido en Kenia en 1938, es uno de los más grandes novelistas africanos y uno de los que mejor ha pensado esta madeja. En 1977, después de haber publicado cuatro novelas en inglés, escribió e hizo representar una pieza teatral en lengua kikuyu, Me casaré cuando me apetezca (Ngaahika ndeenda); el éxito fue tan grande que el gobierno lo metió en la cárcel. Como bien explica Frédérick Ivor, el problema no es que criticara al régimen del presidente Kenyatta, como venía haciendo desde siempre, sino que por primera vez hablaba de la vida cotidiana del pueblo en una lengua que el pueblo podía comprender. En prisión Ngugi escribió una primera novela en su lengua materna y, una vez liberado gracias a la presión internacional, decidió no volver a escribir nunca más en inglés, lo que le retiró el aprecio de muchos críticos occidentales que hasta entonces lo habían alabado: se trataba de un “desastre editorial”, un error que lo sacaba del “mercado” para convertirlo en un escritor “minoritario”. “Se escribe para ser leído”, decía Denise Coussy, “habría que estar loco para ponerse a publicar, por ejemplo, en bretón”. Pero Ngugi escribía precisamente para ser leído, no por Denise Coussy, es verdad, sino por la población de Kenia; y no por esa minoría mayoritaria de los lectores y críticos occidentales sino por la mayoría minoritaria de los keniatas.
Ngugi no escribía para cambiar la historia de la literatura; escribía -y escribe- para cambiar la historia de su país. Su decisión la explicó muy bien en un libro fundamental, vástago de Fanon y de Cesaire, cuyo título enuncia ya un programa: Descolonizar la mente (1986). “El efecto de un bombardeo cultural”, dice Ngugi, “es aniquilar la confianza de un pueblo en sus nombres, en sus lenguas, en sus entornos, en su herencia de lucha, en su unidad, en sus capacidades y, en última instancia, en sí mismo. Le hace querer identificarse con lo que está más lejano de sí, por ejemplo, con las lenguas de otros pueblos más que con la suya propia.” No es que la causa de este colonialismo sea lingüística, pero se habla ahí, se esconde ahí, anida y se legitima y se reproduce ahí. Las causas son la intervención permanente de un Occidente que no quiere una “democracia auténtica” para Africa, entendida como soberanía de los propios recursos materiales, y la monotonía de unos gobiernos dictatoriales que colaboran en “la división y represión permanentes del continente”. Y la solución no puede ser literaria, claro, pero la literatura constituye ese fondo materno irrenunciable hacia el que retroceder, desde el que escapar, sin el cual no hay más que máscaras, o cáscaras, derribadas por el más liviano empujón. El kikuyu no es la liberación, pero interrumpe el juego de la donación depredadora y el magnánimo saqueo y enciende un foco local de identificación no-blanco, no-verdadero, no-colonial. Lo que los blancos robaron a los negros no fue una lengua propia sino -al contrario- una lengua común, y se la robaron no porque fuera distinta de la suya o porque quisieran compartir el inglés (que no querían) sino precisamente porque era común. Es decir, porque era el inglés del otro, pero quizás sin tantas mentiras y tantos muertos enterrados en sus verbos.
En España se han traducido sólo dos libros de Ngugi wa Thiongo’o: El diablo en la cruz, escrito en 1984 y publicado por la editorial Txalaparta (1994, traducción de Alfonso Omaetxea) y Un grano de maíz, una de sus primeras novelas, todavía “afroeuropea”, escrita en inglés en 1967 y publicada en nuestro país por la editorial Zanzíbar (2006, traducción de María Sofía López). Al placer narrativo de leer uno y de leer otro se añade el placer especulativo de compararlos.
Revista La Dinamo, N.º 31