‘Wiedergeburt’, agosto de 1787

Para un viaje largo, provechoso, inolvidable, no hay que tomar trenes o aviones. Basta con un gran libro. Uno de los que repaso cada año es el Viaje a Italia (Ediciones B) que Goethe hizo entre 1786 y 1788. Ya su padre había estado en la “tierra en la que florece el limonero” y educó al hijo en la misma pasión. Desde muy joven, el futuro escritor dominaba el italiano (además de otras muchas lenguas), pero prefirió formarse para viajar con más criterio.

A los 37 años, finalmente, se decide. Liberándose del alto cargo burocrático al servicio del duque de Sajonia-Weimar, pero también distanciándose de su amiga Charlotte von Stein, una mujer inteligente, casada, con siete hijos. Goethe la cortejó con insistencia hasta de que ella aceptó su amistad (que no se sabe si fue también erótica). Compartieron durante años lecturas e ilusiones, pero Goethe, que era enamoradizo, también era alérgico a la intimidad continuada. El largo viaje a Italia los disgregó.

No resumiré los lugares que visitó en esos dos años. Señalaré que se interesaba esencialmente por las ruinas clásicas y el Renacimiento. Ello significa, por ejemplo, que mientras se detiene en Vicenza para admirar la arquitectura de Palladio, pasa de largo de Padua, indiferente a la capilla de los Scrovegni de Giotto. A menudo compartía el itinerario con artistas: Tischbein o Kniep. Muchos pintores hacían entonces la función de la que luego se apoderará la fotografía. El propio Goethe se esforzaba también en el dibujo.

En Roma se encontraba como en casa. En una segunda visita, llega en julio de 1787 y se marcha en abril del año siguiente. Hace mucho calor. Pasa largas horas en el estudio, que es fresco. Investiga en ciencias, letras, arte. Admira la flora, ya que muchos de los edificios y monumentos de la Roma de su tiempo estaban rodeados de bosque: en un grabado, la pequeña y blanca pirámide Cestia despunta en un entorno casi selvático. Dibuja. Planta simientes, investiga en botánica. Estudia los minerales. Participa en cenáculos. Escribe libros. Sube a la columna trajana, pasa horas en la Sixtina. Frecuenta el teatro.

Algunas de las anécdotas del viaje no son de cosecha propia. El pintor Tischbein, que se ha quedado en Nápoles, narra por carta dos extraños episodios. Unos caballos que se escapan y unos niños que se bañan en el mar pagados por el embajador inglés. De este episodio, y de su eco actual, hablaré mañana.

Al final del viaje se ha producido una transformación. Wiedergeburt: un renacimiento personal. Goethe es otro cuando regresa a Weimar. Tarda casi 30 años en transformar el viaje en literatura. Josep Pla realiza una operación similar: escribe El quadern gris mucho después de sus vivencias juveniles en el Empordà, cuando, debido a la gripe, cerraron la universidad y tuvo que regresar a Palafrugell. Mientras describe el país, Pla narra implícitamente el porqué de su “diabólica manía de escribir”. Transcribiendo su viaje, Goethe narra su maduración.

LA VANGUARDIA