Vlad Draculea, de vampiro a héroe

La Rumanía de hoy y la de Ceausescu han rehabilitado al príncipe que inspiró a Bram Stoker

Vlad Draculea y Drácula no son la misma persona en Rumanía, a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo. Considerado durante años y años la quintaesencia de la crueldad y del horror, este personaje histórico gobernó con mano de hierro Valaquia en tres cortos periodos del siglo XV y encarnó a la perfección una de las máximas de El Príncipe, de Maquiavelo: “Más vale ser temido que amado”.

Su crueldad y su despiadado y refinado método de tortura le valieron el sobrenombre de Vlad Tepes (Vlad el Empalador). Pero hoy goza de estatus de héroe nacional en Rumania. Sus bustos y monumentos están repartidos por todo el país, en especial en Valaquia. Su restauración histórica, sin embargo, no implica que las autoridades rumanas renuncien al gancho turístico del otro Drácula, el vampiro, el inmortal personaje literario que Bram Stoker situó en Transilvania.

Desde el nacimiento de la novela, en 1897, parecía indudable que ambos eran el mismo monstruo. Sin embargo, el mayor experto en la obra de Stoker cuestionó este dogma de fe en un estudio considerado ya todo un clásico. El inglés Clive Leatherdale es un erudito profesor y editor, con intereses tan heterogéneos como la historia de Arabia, la geopolítica y las fuentes literarias del vampirismo.

Este experto publicó en 1985 Historia de Drácula, un ameno y riguroso ensayo que la editorial española Arpa sacará a la venta, actualizado, el 18 de septiembre. Esta obra elogia a Bram Stoker, a pesar de la discutible calidad del resto de su carrera. ¿Qué pasa con un atleta que bate una marca mundial y luego no vuelve a alcanzar ninguna otra proeza deportiva? Pues que ahí queda su récord.

Y ahí ha quedado Drácula, una de las cumbres indiscutibles de la literatura gótica, junto a Frankenstein (1818), de Mary Shelley, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hide (1886), de Robert L. Stevenson, y El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Pero, a diferencia de estos autores, Bram Stoker pareció un escritor de segunda categoría hasta que lo rescató la investigación académica de Clive Leatherdale.

Su trabajo fue capital para que Francis Ford Coppola estrenara en 1992 una película que reivindica al autor ya en el mismo título. Drácula de Bram Stoker es la mejor y más fidedigna versión cinematográfica de la novela. Porque no hay que olvidar que Bram Stoker era novelista, no historiador, algo que no siempre tienen en cuenta quienes critican su imagen distorsionada sobre el pasado de Rumania.

El profesor Leatherdale, cuya meticulosidad recuerda a la del profesor Van Helsing, sostiene que el escritor no sabía casi nada de Vlad Draculea. Lo único que le enamoró de él fue su nombre, que pudo leer en alguna de la escasa y fragmentada documentación a la que tuvo acceso. Pero las diferencias entre su criatura y el personaje real son notables. Vlad Draculea era vaivoda o príncipe, no conde. Y, aunque nació en Transilvania, que entonces era una provincia húngara, vivió en Valaquia.

Vlad Draculea era hijo de Vlad Dracul, así llamado porque ingresó en la orden del Dragón, un clan semimilitar y semimonástico con la misión de defender Europa y la cristiandad contra el avance del imperio otomano. Draculea significa hijo de Dracul, es decir hijo del Dragón o hijo del Demonio. Esta polisemia subyugó al novelista y le regaló el nombre de su protagonista. Antes de este feliz hallazgo, Stoker sopesó la idea de llamarlo conde Wampyr.

Cuando el Drácula de la novela viaja a Londres, adopta otra identidad y dice ser el conde De Ville (cuya pronunciación se asemeja a devil, demonio en inglés). Pero si Stoker hubiera sabido algo más de él lo hubiera llamado Vlad Tepes en algún momento o hubiera aludido a sus terribles empalamientos. Y no sólo no lo hizo, sino que Van Helsing dice que antes de que el conde se convirtiera en un no muerto fue “un ser extraordinario: soldado, estadista y alquimista”.

En otro capítulo, el cazavampiros asegura que la existencia anterior de su enemigo fue la de “hombre sabio, inteligente y audaz”. Esos calificativos no concuerdan con las indagaciones que hicieron los críticos y lectores que buscaron los orígenes de la novela y llegaron hasta Vlad Draculea. O Vlad Tepes, como se le llama habitualmente en Rumania. Un grabado antiguo lo muestra en un banquete, rodeado de cuerpos mutilados y empalados.

Esta tortura ya se empleaba en la China imperial, pero él llegó a un sadismo insólito para que la agonía se prolongase horas o incluso días. Y le encantaba crear figuras geométricas con las horcas y estacas de los cadalsos. Metáfora de los vaivenes sobre la interpretación de su figura, comenzó su vida política siendo aliado de los turcos y la acabó como su peor enemigo. Se dice que cuando unos emisarios del sultán no se descubrieron ante él, les clavó los turbantes en la cabeza.

La leyenda también añade que una vez ordenó talar cinco kilómetros cuadrados de un bosque para empalar a 20.000 personas. Sus víctimas fueron soldados turcos y mercenarios, pero también nobles y campesinos de su pueblo o cualquiera que despertara su ira. Algunas fuentes afirman que condenó a la muerte a unas 100.000 personas, lo que equivaldría a la quinta parte de la población de Valaquia de entonces.

El dato es aún más sorprendente si se recuerda que sólo gobernó unos meses de 1447, entre 1456 y 1462, y otro breve lapso en 1476, antes de morir en una batalla contra los musulmanes. Parecía que las exageraciones sobre sus crueldades y la vinculación con el Drácula literario lo condenarían al oprobio eterno, pero la historia, como la vida, da muchas vueltas…

Una vez más se han hecho realidad los versos de Campoamor: “Nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira”. Las rehabilitaciones históricas son tan antiguas como la humanidad. Villano hoy, héroe mañana. O viceversa. Aunque hay pocos casos tan espectaculares como este.

Ya pasó con la Unión Soviética y el vencedor de Napoleón en Rusia, el general Kutusov. Stalin lo proscribió de los libros de historia, pero lo entronizó de nuevo y le perdonó su pasado como lacayo del zar. Quería que su ejemplo galvanizara a los soldados que luchaban contra Hitler. En 1976, la República Socialista de Rumania del sátrapa Nicolae Ceausescu buscaba símbolos y encontró a Vlad Tepes, a quien instaló en el Olimpo nacional.

Fue un dirigente cruel, sí, pero sólo porque le tocó vivir en una época que también lo era, se dijo hace años y se repite ahora en la Rumanía de la Unión Europea. Otros elogios aluden a su figura como estadista y defensor de la cristiandad. Acabó con los privilegios de la nobleza y con los hurtos. Y tanto que lo hizo. La tradición afirma que a la puerta de su casa había una jarra de oro con agua para la sed de los caminantes. Le tenían tanto miedo y su nombre inspiraba tanto terror que nadie se atrevió nunca a robarla.

“Pude sentir el tacto suave y escalofriante de aquellos labios rozando la piel ultrasensitiva de mi garganta y la fuerte opresión de dos dientes afilados…”

BRAM STOKER (Del diario de Jonathan Harker en ‘Drácula’

LA VANGUARDIA