¡Vertebrar, ay, vertebrar!

De la ponencia política aprobada casi por unanimidad durante el segundo congreso nacional de Junts per Catalunya, sorprende una declaración, por la novedad en este partido. No hablo de la decisión, nada imprevista, de continuar en el govern. Junts siempre podrá alargar la agonía de la coalición con la excusa de evitar la repetición del tripartito, al igual que Esquerra seguirá haciendo de flotador del PSOE con el pretexto de cerrar el paso a la derecha, que de todos modos gobierna desde el estado profundo. Al otro lado de la mesa, no la de diálogo sino la de Bernat (1), los republicanos deberían haber aprendido ya que los tripartitos los carga el diablo. Pero no hay nadie más ciego que quien no quiere ver. En el primer tripartito consiguieron hacerse expulsar por el presidente que habían repescado de la guarida de las derrotas electorales. En el segundo, se superaron invistiendo al peor presidente de la historia de la Generalitat, con permiso del actual mandatario. Ahora que van hacia el tercero, la cosa se presenta interesante de verdad, como en las películas de Hitchcock cuando un mirón se adentra en una casa donde se ha perpetrado un crimen y la cámara se entretiene en un plano de las escaleras que le separan del terror. Tal y como van las cosas, a Junts les resultará cada vez más difícil compaginar los maullidos de una coalición que recuerda un saco lleno de gatos con el discurso de confrontación con el Estado. Resumiendo: si Junts se sienta en las conselleries para ver pasar el cadáver de ERC, podría llegar a que vieran pasar el propio entierro.

La novedad de la ponencia, tal y como la explicaba Joan Canadell la semana pasada, consiste en proponer que la nación catalana haga el papel de eje vertebrador del país. Da igual lo que digan quienes ven el “pajaroenmanismo” en el ojo del otro y no el rendicionismo en el propio, la voluntad de vertebrar el país, reivindicada para la nación y no ya para el partido, prueba que Junts no es la antigua Convergencia. CiU sólo pretendía ser el eje del catalanismo, seguramente porque Pujol nunca dudó de que en el país sólo había una nación. Y también porque el catalanismo era un compromiso de las personas y no ninguna esencia o condición de origen. Para los convergentes, Cataluña y nación catalana eran sinónimos, pues el nacionalismo es eso: creer que Alemania es la nación de los alemanes, Inglaterra la de los ingleses, Francia la ‘grande nation’ del pequeño Macron y Estados Unidos ‘one nation under God’. Por eso, cuando el presidente hace el discurso del estado de la Unión a principios de año, repasa la política nacional, es decir la que concierne a todo el mundo que vive en el territorio que se extiende del Atlántico al Pacífico y del Ártico al Caribe, sin que la solución de continuidad que representa Canadá afecte a la identidad estadounidense de Alaska. Las naciones que “vertebran” los estados modernos no suelen dejar margen para otras naciones en el interior de sus fronteras, pues tarde o temprano toda nación ambiciona “vertebrar” su territorio de influencia. Si los españoles se empeñan en negar la nación catalana, es precisamente para impedirle vertebrar el país. Su manera de vertebrar la Península Ibérica con un concepto expansivo de nación castellana, hoy la vemos reproducida punto por punto en el este de Europa. Putin precedió la invasión de Ucrania con una defensa contumaz de la integridad territorial de la Rusia histórica, incluyendo el territorio bajo soberanía ucraniana. Para abolir esta soberanía necesitaba negar la existencia nacional de Ucrania, su cultura e incluso el idioma. La alternativa habría sido aceptar que los rusófonos de Donetsk y Luhansk hubieran sido “vertebrados” por esa nación.

Si convenimos que desde los años ochenta la nación catalana se ha encogido y el país la abrazó, tendremos que admitir con Junts que ya sólo puede aspirar a “vertebrarlo”, al igual que según Ortega y Gasset, que escribía preocupado casi de oficio por los particularismos, correspondía a los jefes castellanos el vertebrar España. De la ponencia de Junts cabe subrayar la modestia del papel asignado a la nación catalana. Ya no le corresponde reivindicar la identidad con el país y su historia, sino de “vertebrarlo” en presencia de otros grupos nacionales. Y este papel no se entiende como un derecho inalienable, ni mucho menos como un hecho, sino sólo como una aspiración. Esto implica reconocer no ya la existencia, que es incuestionable, sino la legitimidad de otras naciones en el interior del país. Más exactamente, de otra nación que, tal y como van las cosas, podría reclamar para ella el papel vertebrador con sólidas razones demográficas, que ya son también lingüísticas y culturales, y comienzan a ser económicas. Casi lo consiguió en las elecciones del 2017. No hay que engañarse: los resultados de aquellos comicios se debieron menos a la marca de Inés Arrimadas que al susto del referéndum de independencia y la posibilidad de que los catalanes reconstruyeran la identidad de nación y país. Ante este contragolpe al intento de autodeterminación, el triunfalismo del 52% era ilusorio y se reveló inoperante al día siguiente de las elecciones. Debía ser así, porque esa suma de las partes en realidad era una resta.

El resultado es un espectáculo de acusaciones cruzadas, de reproches sin más fines que demoler a las personas, porque la parálisis y el estancamiento no permiten otra forma de “política”. Y como los líderes no lideran ninguna acción, acaban poniendo todos los huevos en el cesto de las intenciones y de la credibilidad, no en el de los logros. Pero ésta es una dinámica de rendimiento decreciente y, cuanto más avanza, más difícil resulta darles confianza. Una vez la gente se ha habituado al espectáculo de unos líderes que no lideran acción alguna, el sentido de la política se da la vuelta y la esfera de la acción pierde todo significado. Entonces es sustituida por el dictamen sobre la motivación personal de los políticos. Y es sobre el enjuiciamiento del carácter de la persona en los tribunales mediáticos donde pivotan las luchas políticas, con el triste espectáculo del oportunismo cainita que aprovecha las imputaciones judiciales adventicias no para “vertebrar” el país, sino para hacer avanzar al partido.

La ley del rendimiento decreciente no sólo afecta a las promesas electoralistas de los partidos sino a toda la base política de la nación. Al encogimiento del nacionalismo en la ponencia política de Junts corresponden la desaparición de cualquier ambición nacional que hubiera permanecido en ERC antes de 2017 y la descomposición de la CUP precisamente en relación al eje nacional. Pero sería un error atribuir esta evolución a la voluntad o ‘noluntad’ de las personas. Ciertamente, Oriol Junqueras es un caballo de Troya intramuros del independentismo, pero antes ERC ya había maquinado dos tripartitos y el mundo de Iniciativa llevaba tiempo gravitando hacia el españolismo impúdico de los comunes.

El catalanismo surgió cuando la relación de fuerzas entre España y Cataluña se había decantado en favor de Cataluña por el desprestigio español y la pujanza económica y cultural catalana. Para contrabalancearlo fueron necesarias dos dictaduras y una guerra civil de carácter nacional. Desde el fin de la dictadura de Franco, los gobiernos españoles se han esforzado en rematar el trabajo, profundizando en el desequilibrio en favor de un centralismo ostentoso. Para la nación catalana, la única posibilidad de futuro consiste en darle la vuelta al desequilibrio y debilitar al Estado mediante el desprestigio. Y al mismo tiempo prestigiar a Cataluña recuperando la exigencia y el amor propio. Se trata de que los catalanes vuelvan a hacer cosas, como decía Mariano Rajoy, pero cosas que susciten admiración y revoquen la dependencia manifiesta hoy en casi todos los órdenes.

Cataluña surgió cuando la incapacidad de Carlomagno para controlar todo su imperio permitió independizarse a unos condados periféricos. Cuantos más pueblos de Occidente, esos francos –como todavía los llama el poeta del ‘Cantar de mío Cid’–, que eventualmente adoptaron el gentilicio de catalanes, fueron capaces de organizarse, ensanchar su territorio y extender la influencia en el entorno mediterráneo. Pero, a pesar de alcanzar categoría de Estado durante la etapa de los condes-reyes, no consiguieron convertirse en una nación-estado en la edad moderna. Durante todo el siglo XX se esforzaron por subsistir como una nación sin Estado, pero esta condición aquiescente y subalterna parece cada día más difícil de conservar. Como dice el Evangelio y demuestra el capitalismo, “a todo aquél que tiene, le darán aún más, y tendrá a rebosar; pero al que no tiene, le quitarán hasta lo que le queda”. Tanto por razones geopolíticas que amenazan los cimientos de la Unión Europea como por la tendencia inexorable a la centralización continental, no es probable que Europa favorezca el surgimiento de un Estado más al sur del Pirineo, y menos uno con pretensiones sobre el Rosellón, la Cerdanya hoy francesa y el Vallespir. Sin embargo, la recaída de España en su histórica oscilación entre desgobierno y dictadura, con la precariedad del derecho que ya se manifiesta en las más altas instancias judiciales del Estado, podría crear las condiciones para una nueva Marca Hispánica, es decir, para un país de transición entre la Europa propiamente dicha y un territorio barbarizado y regido con un derecho, una ‘consuetud’ (costumbre) y una doctrina diferentes. Dependencia por dependencia, los catalanes saldrían ganando separándose de la imperial Castilla para reintegrarse al imperio “germánico” de la UE, cerrando el ciclo de su existencia política con el acceso inmediato a unas leyes más pulcras y previsibles y a una cultura mejor preparada para resistir las que intentarán sustituirla en la nueva era de movimiento de poblaciones que no hará sino intensificarse.

(1) De la expresión catalana: “A la taula d’en Bernat, qui no hi és, no hi és comptat” (En la mesa de Bernat, el que no está, no cuenta”)

VILAWEB