Una nación por-venir

ESCRIBE Alain Badiou que toda identidad es identidad de un deseo. El de la nación por-venir continúa siendo una idea revolucionaria, iniciada a una con la Ilustración, cuyo recorrido dista mucho de estar agotado, respondiendo, fundamentalmente, al orden de lo local. Son muchos los ejemplos que en este sentido pudiéramos dar de intento de vertebración societaria. Pero sin la necesidad de ser agoreros de nada ni de nadie, podemos adelantar que el de identidad nacional, participando de la requisitoria de alguien tan poco sospechoso de militar bajo patrocinio del secesionismo, como fuera el director de la Enciclopedia del nacionalismo, Andrés de Blas Guerrero (y en entrada correspondiente de Juan Maldonado Gago), bajo afirmación de que: “si algún concepto ha de aplicársele el aserto nietzscheano de que solo es definible aquello que carece de historia, el concepto de identidad nacional cumple como ninguno semejante definición…”. Ello, quede bien claro, para todos los nacionalismos sin excepción. Y no solo para aquéllos que desde el oficialismo se consideran una traba en el ejercicio de las potestades arrogadas para, y detentadas por el Estado, y que tanto cuesta delegar, más bien por el apego que se tiene hacia las mismas, que por criterio de racionalidad alguno, en contra de lo que venimos escuchando habitualmente desde los tópicos, por reiterados, mentideros del poder. Puesto que, como habrá de afirmarse más adelante en la misma obra, esta vez de la mano de Javier Fernández Sebastián y José Luis de la Granja, también nosotros estaremos de acuerdo en partir: “del supuesto metodológico de que la nación es siempre una comunidad imaginada que es preciso construir en el terreno simbólico, lo que presupone la invención de una tradición y una historia nacionales que, transmutando el azar en destino, conviertan una población en un pueblo (Volk), dotado -retrospectivamente, por supuesto- de toda la antigüedad que sea posible.” Y en este supuesto, el nuestro, cuenta con una marca más que bimilenaria, si es que de historia estamos hablando.

Siguiendo este mitomaníaco supuesto del particularismo, lo nacional es atravesado por ficticios personajes que van, en nuestro caso, desde Túbal a Aitor, compartiendo lugar en el devenir de los tiempos con otros de muy diversa procedencia oficialista, de origen más bien religioso en la órbita católica, pues a nadie se le oculta que ambos son reminiscencia judeocristiana de pueblo elegido, que tanto parecen justificar lo que a simple vista es injustificable en ambos lados del conflicto de nacionalidades: la lucha por ver cuál de las dos creaciones obtiene mayor legitimidad. En este sentido, echo en falta la entrada españolismo, como derivación de esos abusos cometidos por el otro nacionalismo, el español, y de sus reiteraciones a través de la historia. Resultando muy aleccionador el análisis que Massimo Cacciari realiza de los múltiples relatos sobre el pueblo judío en Íconos de la ley. No tanto así, al menos en mi parecer, el realizado por Juan Aranzadi en El escudo de arquíloco, por sus muy forzadas extrapolaciones, especialmente en el capítulo noveno titulado Euskadi e Israel, dando pie al inicio del segundo de los volúmenes, y del cual hablaré más adelante. Y de entre ambos, me quedo con una reflexión hecha por el filósofo italiano al tratar de la identidad migrante del ser judío: “Un pueblo que ama más el suelo de la patria que la vida ya está en peligro de muerte”.

De muerte hablamos no solo desde la estrategia de eliminación física del contrario por parte de la organización ETA, siendo un colectivo más propio del país en cuanto víctimas del conflicto, independientemente de su origen, procedencia, o lugar de atentado, sino, por ende, de manera subsidiaria, y no tan metafórica como pueda parecer de la desaparición de facto del ideal de pueblo, en este caso el vasco. Es con lo que parece ser la democracia española espera contar en breve lapsus de tiempo, y no tanto así la ansiada paz por la que rige su retórica. Debate ideológico al que teóricos fracasados de poseer el don de ser profetas en su propia tierra vienen aportando materia suficiente, como el anteriormente mencionado Aranzadi cuando, en argumentación en contra del nacionalismo violento, va incluso más allá afirmando: “Los nacionalistas del PNV o EA no desean la eliminación física de los no vascos o malos vascos (llámeseles maketos, inmigrantes, españoles, españolistas, sociatas, populares o renegados), se conforman con la eliminación social, con su discriminación política y su exclusión ideológica, con su reducción al ostracismo y a la irrelevancia”. Paradójicamente, no otra cosa que esto último parece dictar la estrategia diseñada por el nacionalismo del PSOE y PP para, primero, arrebatarle el poder vascongado al PNV (y EA cuando era partícipe del mismo gobierno), mediante la exclusión del derecho de presentación de opciones políticas que se sabe cuentan con determinado voto y cuya transferencia desde el imaginario presuntamente revolucionario de algunos es casi imposible de hacerlo a otra opción. Ejemplo más que evidente de un totalitarismo invertido, en la definición dada por Sheldon S. Wolin, consistente en poner siempre bajo sospecha de lo peor a la ciudadanía y sus derechos frente a los intereses, bien sean estatales como corporativos. Esto ya lo estamos viendo con los procesos emprendidos contra Sortu y Bildu.

Una maledicencia más hará que Aranzadi concluya su primer volumen con la siguiente curiosa reflexión: “Pues lo cierto es que la mejor prefiguración de lo que los nacionalistas vascos aspiran a construir, el mejor modelo de lo que la nación vasca ha empezado poco a poco a ser, no es la Alemania nazi sino el actual Estado judío de Israel, un estado que concilia una forma de gobierno democrática con una legitimación étnico religiosa que dicta una política discriminatoria hacia los no judíos”.

Ésta es, en definitiva, fidedigna muestra de las continuas demonizaciones que desde el ámbito del oficialismo nacionalista español continuamente se viene dando hacia un colectivo que lo único que pretende legítimamente es el hacer realidad el deseo de ser sujeto político de algo y, por consiguiente, también, de alguien. Diáfano ejemplo de un orden invertido, que en la expresión de es “como el caso de algo que se vuelve cabeza abajo”, y en lo electoral, que es lo que viene a tocar ahora, de clarísima democracia dirigida donde solo cuenta la suma de votos que puedan darles el triunfo.

 

Publicado por Noticias de Navarra-k argitaratua