Un giro copernicano

Los que tenemos la mala -o buena- costumbre de no dormir mucho, estos días cálidos de octubre estamos de suerte. Entre las seis y las siete de la mañana, si se otea el cielo en dirección este y no hay nubes, el espectáculo cósmico es impresionante. La luminosidad de Venus resulta extraña de tan intensa como es, y Marte y Júpiter se ven perfectamente, sin necesidad de ningún aparato óptico. Junto con la Luna, forman cada madrugada una especie de arco que se va moviendo hasta que la luz del Sol los borra lentamente. La ciencia y la filosofía, que son el nervio de la cultura occidental, surgieron de la pura admiración por este tipo de amenidades naturales. Todo empezó tal vez una noche de hace 25 siglos, cuando alguien se preguntó por qué si la Luna, el Sol o las estrellas actúan con una regularidad previsible, los planetas van a la suya y hacen cosas tan extrañas como las de estos días. En griego, ‘planetoi’ (planetas) significa errantes.

Partiendo de la física aristotélica y de la astronomía de Ptolomeo, más tardía, se intentó dar una explicación razonable a aquel desbarajuste celestial, mediante figuras circulares imaginarias, como las excéntricas y los epiciclos. La cosa colaba, pero el sistema era inasumiblemente retorcido y poco funcional. Y así, tratando de resolver el lío, llegó la explicación copernicana a comienzos del siglo XVI. No se trataba de una afirmación, sino de una hipótesis (de una idea formulada ‘ex suppositione’, como dice literalmente el texto de Copérnico) que lo aclaraba todo: si en vez de situar la Tierra en el centro del sistema colocamos el Sol, entonces el rompecabezas cuadra. Pues bien, este es poco más o menos el sentido de la expresión “giro copernicano”: un cambio radical de perspectiva que nos permite entender de pronto lo que nos rodea, como si se tratara de una iluminación. Pero estos cambios radicales de perspectiva suelen tener efectos imprevisibles. Nunca son inocuos. En tiempos de Copérnico fueron recibidos casi como un juego intelectual, pero posteriormente, en el caso de Giordano Bruno o Galileo, fueron perseguidos porque dejaban fuera de juego las ideas centrales del mundo antiguo, y muy especialmente la física aristotélica en la que se había basado Santo Tomás para edificar su teología.

Hemos empezado mirando el cielo, y ahora iremos aterrizando; aprieten bien los cinturones de seguridad, pues. Tras el 27-S muchas cosas que parecían autoevidentes han quedado entre paréntesis, mientras que otras que tenían un aire inexplicable se han aclarado de una manera diáfana. Les pondré un ejemplo. Cuando Ada Colau obtuvo el resultado minoritario más numeroso de las pasadas elecciones municipales en Barcelona, gracias a la casi unanimidad de los votos de Nou Barris y otras zonas muy concretas de la ciudad, la conclusión automática de algunos fue: “¡Claro, son de izquierdas!” Puedes contar: al cabo de cuatro días llegó el 27-S, y resulta que entonces optaron por Ciudadanos, que de izquierdoso tiene bien poco. No hay ningún cinturón rojo. No existe. Hay zonas donde, simplemente, el 90% de la gente es castellanohablante y, sin ser hostil a Cataluña, nunca apostaría por la independencia. Por eso un día votan Colau y otro Arrimadas, que no tienen nada que ver desde una perspectiva ideológica, pero sí comparten -aunque sea vagamente- ciertas actitudes de identificación nacional. No hay ninguna actitud beligerante, ni ninguna división social, ni ninguna de esas fantasías malintencionadas que alimenta una cierta prensa. Pero las cosas son como son, y punto.

Tras el 27-S, y pese a la clarísima victoria de Juntos por el Sí -y la clarísima derrota del PP-, se ha producido un cierto clima de estupefacción. Las cosas ya no se ven como antes -como cuando Copérnico cambió, con una simple y en apariencia inocente suposición, el viejo geocentrismo por el modelo heliocéntrico-. ¿Cuál sería, en este caso, el giro copernicano? Es muy sencillo: la vuelta al planteamiento tradicional, den la vuelta al actual horizonte político de reivindicaciones, y piensen en las consecuencias que tendría el nuevo. Imaginen, pues, que ya no es el soberanismo el que reclama un referéndum a corto plazo… sino el gobierno de Madrid. Más que reclamarlo, lo impone, con la previsible intención de ganarlo por medio de una pregunta planteada en positivo: “¿Quiere seguir en España, y por tanto en Europa…?”, etc. Ganarlo significaría neutralizar las aspiraciones nacionales catalanas al menos durante una generación. En función de la imagen de unidad, o bien de divergencia, que se muestre a partir de ahora desde Cataluña, este giro copernicano no resulta descartable. Lo más mínimo.

ARA