Saber qué se quiere, y cómo lograrlo

¿Cómo se reconstruye un país recién destruido? El más humilde lector de historia tiene una idea de la amplitud y variedad de casos, algunos cercanos y recientes. La Alemania derrotada, castigada y estigmatizada del año 1945 se restaura identitaria y moralmente en reuniones en las iglesias donde se lee historia, poesía, se escucha música y se recuperan y valoran de nuevo las tradiciones. En el contexto europeo de la reconstrucción romántica de las identidades nacionales, en la Cataluña del XIX surge la Renaixença a partir de elementos puntuales –y que sería motivo de un debate sobre los conceptos llamarlos “casuales”–: los Juegos Florales, la ‘Oda a la patria’ (Bonaventura Carles Aribau), los felibres occitanos, el Nobel en Mistral y el cirio roto a propósito de haberlo recibido Guimerá. ¿Qué tienen estos dos casos –y otros– en común? El origen en la cultura, especialmente en las letras, y las consecuencias en la política. ¿Qué es causa y qué es efecto entre la realidad de dónde se viene y las construcciones de todo tipo de la realidad hacia dónde se pretende ir? Sin que esté establecido en naturaleza ni en dimensión qué se entiende por “real” y qué por “diverso”, uno de los sofismas de éxito del unionismo es que hay muchas Cataluña reales, y en cambio sólo hay una España, indiscutible y monolítica, dentro de la cual las diversidades son divertimentos circunstanciales.

Sean cuales sean la consistencia y la coherencia de la realidad de Cataluña, este cronista se ha manifestado radicalmente escéptico –con una secreta expectativa de que las dos últimas palabras no formen un oxímoron– sobre las posibilidades razonables de que esta tierra vuelva alguna vez a tener un Estado, no tanto por la lamentable situación actual sino por el camino aún más lamentable por donde transitan las instituciones oficiales y paragubernamentales. Como ya sabemos que el lamento no lleva a ninguna parte, quizá ya sea hora de un esfuerzo de positividad. Y, antes de enzarzarse en buscar salidas factibles, revisar por dónde se tambalea el edificio.

Y el edificio se tambalea por los cimientos. Por la autoestima, por autodesprecio por la propia cultura. La cultura no es algo que el país tiene. El país es su cultura, y la cultura hace al país. ¿Los ‘masovers’ (‘maisterrak’) del ridículo régimen autonómico actual tienen alguna idea, algún plan, para reconstruir el país? La trivialización del concepto “cultura” lleva a un penoso desperdicio de su fuerza como único ente edificante y articulador. Desde un demagógico antropologismo autocomplaciente, se pretende que todo es cultura: la música ligera, el macramé, las modas de las zapatillas, la peluquería, la cocina rápida y el arte de comerse los mocos. La llamada cultura popular, accesible para todos y laminera (golosa), es sin duda agradable, noble, útil, divertida y necesaria, y no está desligada de la gran cultura, pero sólo la gran cultura –la filosofía, la poesía, la ciencia, las artes, la historia– tiene la potencia, la solidez y la razón de ser imprescindible para constituirse en nación.

¿Cuál es la estratigrafía de la entidad de una congregación, de abajo a arriba? Cultura, nación, Estado. Sólo desde la cultura existe la nación, y sin nación no hay Estado ahí. Una nación se es o no se es. Un Estado se tiene. Y todo esto no cae del cielo porque sí; la historia muestra que es una construcción hecha con conocimiento, memoria y conciencia de lo que se tiene, de lo que se es, de lo que se quiere, de dónde se está en cada momento. Aquí aparece el drama –que cada uno lo dimensione de acuerdo con sus intenciones y sentimientos– de la actual condición de la catalanidad, donde deberían conjuntarse la autoestima y el autoconocimiento, ¡y cuán lejos están de hacerlo!

Aunque los entes culturales están ahí, los valores y los recursos intelectuales operativos hace unos años ahora están desactivados. Pero ni los libros han sido quemados, ni todos los edificios derribados; quien quiera los documentos todavía los encontrará. Con la excusa de que todo debe ser accesible para todos, y que todo el mundo debe poder entenderlo todo, indiferentes a que por los procedimientos adoptados esta nefasta opción no se conseguirá elevando las capacidades de la población sino disminuyendo el vuelo de las obras, desde la feroz ineptitud de la mayoría de entes gestores se ha abandonado la colecta del conocimiento para lanzarse a los brazos de la inmediatez, la facilidad, el resultadismo y, en el mal escondido origen de todo –y presidiéndolo–, el rendimiento económico, el único, lastimoso y autodestructivo mecanismo que ahora mismo mueve la colectividad. El mercado puede sostener materialmente una sociedad, pero nunca hará una nación.

EL PUNT-AVUI