Por no perder la fe en tiempos electorales

Volvemos a entrar –si es que habíamos salido alguna vez– en unos tiempos de controversia electoral que exageran la discrepancia política entre los distintos actores en competencia. Es, inevitablemente, un tiempo de deformación de la realidad política, porque las formaciones rivales deben acentuar las discrepancias justo donde éstas son más pequeñas. Y es que su principal combate se libra en la frontera con los que más se les parecen. Una lógica competitiva que pasadas las elecciones se tendrán que tragar, porque también será con quien se han mostrado más agresivos con quién tendrán que pactar gobierno.

Claro que una opción legítima, si te interesa mucho la política, es considerar las campañas electorales como un tiempo de barbecho, un período de desconexión, para no acabar aborreciéndola en el sentido etimológico –’ab horrere’– de odiarla. Pero también es posible seguir las campañas electorales no literalmente, sino observándolas a cierta distancia para tratar de comprender cuál es el sentido de los combates simbólicos que se libran. No es un ejercicio fácil, pero hay algunos criterios que le pueden ayudar.

En primer lugar, obviamente, es necesario saber aparcar –o controlar– las propias opciones electorales ya tomadas, y sobre todo los prejuicios que tenemos sobre nuestros adversarios. Es decir, debe haber cierta capacidad para la autocrítica, aunque en estos períodos es fácil que sea vista como una deslealtad. Son tiempos de combate y los partidos hacen grandes esfuerzos para simular unidad interna, para realizar llamadas a la adhesión sin grietas a la organización y para conseguir la máxima disciplina del militante.

Un segundo buen criterio es tratar de identificar para quién hablan los candidatos, a quienes invitan a votar reafirmándoles en su convicción previa, pero también a quienes quieren birlar el voto. El combate electoral suele centrarse en estos tres espacios: agradar a los propios para conservarlos, convencer a los indecisos que se encuentran en la frontera y captar tantos abstencionistas como sea posible. Por tanto, no hablan para todos. Y es por ello que el discurso electoralista es espacialmente irritante para aquellos a los que no va dirigido porque ya los dan por perdidos.

También es muy recomendable observar críticamente qué palabras se utilizan. No es lo mismo hablar de independentistas que de separatistas. No es lo mismo decir que se habla de lo que importa a la gente que decir que se hace populismo (Atención a la frase del filósofo inglés Roger Scruton: “Populismo es la palabra que utiliza la izquierda para referirse al pueblo cuando éste no le hace caso”). Es habitual que los más nacionalistas escondan su condición para acusar de ello a quienes no lo son tanto. Y es un arma de combate colgar etiquetas reduccionistas al adversario –racista, xenófobo, de extrema derecha o extrema izquierda…–, no tanto para dejarlo fuera de combate como para autodefinirse por lo que se supone que no se es.

En nuestras elecciones, en particular, es interesante ver quién se apropia del objetivo de la unidad social y condena las propuestas que, supuestamente, dividen a los catalanes. Desde una estricta lógica democrática, entendida como la gestión civilizada de la discrepancia, tanto divide la voluntad de los catalanes la aspiración a la independencia como la pretensión de hacer todo el mundo nacional español de grado o de fuerza. Las palabras no son inocentes y confunden según el poder de quien las dice. El soberanismo catalán pretende también la concordia de sus nacionales, naturalmente. Y si hay alguien que se muestra unilateral al no aceptar el derecho a la autodeterminación de los catalanes, son los llamados unionistas.

Hay muchos más factores a considerar en la lectura de un período electoral. Hay quienes recurren a una estrategia incendiaria para disimular su residualidad. Quienes se mueven con un perfil de baja conflictividad porque cuentan que el partido que ya tiene las simpatías de los poderes fácticos, económicos y mediáticos. Quienes sólo focalizan en el líder porque tienen un partido débil. Quienes se afanan por sacar la cabeza fuera dal agua tras un naufragio. Quienes exacerban el debate ideológico porque no pueden acreditar una capacidad de gestión…

Y una última observación. Encuentro verdaderamente fuera de lugar que los políticos censuran al adversario por no sostener sus mismas posiciones. ¿Qué quieren, si no? Justo en sentido contrario, les recordaría aquella sentencia de la primera ministra de Israel de principios de los setenta, Golda Meir: “Puedo entender que nuestros enemigos quieran eliminarnos. Lo que no puedo entender es que pretendan que colaboremos”.

ARA