Melodías de seducción

Recapitulemos: a pocas semanas ya de la decisiva cita del 27-S, y desde la perspectiva de las grandes fuerzas políticas estatales contrarias a la independencia catalana (PP y PSOE), los factores determinantes del resultado son dos: el grado de movilización que se produzca en las filas del electorado unionista, o del menos implicado en la aspiración a la soberanía; y, quizá aún más crucial, la posibilidad de que, entre quienes el pasado 9-N se pronunciaron por el sí-sí, algunos cientos de miles cambien de opinión, persuadidos de que, frente a las dificultades de constituir un Estado catalán, el Estado español ofrece todavía (u ofrece de nuevo) posibilidades de acomodo aceptables para la identidad y los intereses de Cataluña.

La captación de esos eventuales desertores del sí-sí tendría, para los grupos antiindependentistas, un valor doble, porque además de permitirles sumar votantes propios, los restarían directamente al adversario. Por ello, es bien lógico que, apenas estrenado el mes de septiembre, tanto PP como PSOE hayan desencadenado una auténtica offensive de charme hacia aquellos electores dubitativos; un sutil y cuidado esfuerzo por seducir a los soberanistas tibios y demostrarles que, dentro de España, van a sentirse queridos, respetados y protegidos en grado superlativo.

Desde el PP gobernante, el primer movimiento de esta danza nupcial fue la decisión de Rajoy de activar una reforma exprés de la ley del Tribunal Constitucional con el único e indisimulado propósito de amenazar y, en su caso, inhabilitar a Artur Mas. Una reforma rechazada por toda la oposición, calificada de “zafiedad inconcebible” por voces situadas en las antípodas del independentismo y que sólo ha merecido el aplauso de la extrema derecha política y jurídica. Para redondear el ritual de cortejo a aquellos independentistas tal vez recuperables, el candidato García Albiol lanzó su chulesco “se ha acabado la broma”, Cospedal advirtió que Mas practica el populismo y avanza hacia la dictadura, y Celia Villalobos puso en paralelo a Mas y Franco.

Sí, qué duda cabe: la mejor manera de atraer a alguien hacia tus posiciones políticas es tratarle de monigote del populismo, de golpista pasivo, de neofranquista, de comparsa de una dictadura en ciernes… Por eso, desde el otro hemisferio ideológico, el astuto Alfonso Guerra —aquel que se vanagloriaba de haber “cepillado” el Estatuto de 2006— acudió veloz a sumarse a la rondalla de amor reunida bajo el balcón del nacionalismo catalán. Lo hizo mediante un artículo (Elecciones trucadas, se titula) aparecido en la revista Tiempo; un texto que acusa a la Generalitat de venir “practicando una suerte de golpe de Estado a cámara lenta”, que despacha la propuesta independentista como “el viejo proyecto de la burguesía catalana” (en efecto, basta escuchar a Fomento y al Círculo Ecuestre…) y describe a los partidos, los medios de comunicación y hasta los sindicatos de Cataluña abducidos por “Artur Mas y sus monjas coadyuvantes”. Esta es la fórmula: cariño, empatía y capacidad para tender puentes.

Parecida receta empleó, en un solemne artículo publicado aquí mismo, el antiguo jefe de Guerra, el expresidente Felipe González. Según él, la propuesta independentista se sitúa “en el límite de la locura”, y los ciudadanos catalanes están viendo limitada “su libertad para expresar su repudio a esta aventura”, que es lo más semejante “a la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado”. Ciertamente, tachar a los demás de fascistas o nazis es un método acreditadísimo para ganarlos a tu causa. Se enseña en todas las escuelas de Relaciones Públicas del mundo…

Poco después, advertido tal vez de que sus requiebros a “los catalanes” resultaban algo ásperos, González quiso dulcificarlos concediendo una entrevista a La Vanguardia: “No me atrevo a decir, porque no tengo los datos para saberlo, que exista una intención fascistizante, o conducente al fascismo, hoy en Cataluña”. Y luego sacó la caja de bombones, manifestándose a favor del reconocimiento constitucional de la identidad nacional catalana. ¡Uy, lo que había dicho! Al día siguiente, un coro de notables, desde Chacón a García-Page o Sánchez, le enmendó la plana (“No es el momento”, “ahora no queremos cacofonías”, “nada de nominalismos”, “la gran nación que tenemos es la española”), obligándole a una triste rectificación.

Se ha convertido en un tópico unionista aseverar que, desde el independentismo, se fomenta el odio a España. Desde la España oficial, en cambio, sólo nos llegan arrullos de amor y melodías de seducción.

EL PAIS