Malas compañías

La práctica de la supresión de personajes en las fotografías no fue patrimonio exclusivo de los totalitarismos. El método es antiguo pero ya no es practicable: Internet es un archivo permanentemente abierto.

En los tiempos de Stalin era más fácil: se quitaba a Trotski de la foto y Lenin podía arengar a las masas sin la molesta presencia del traidor. Hasta la caída de la Unión Soviética los rusos no tuvieron idea del engaño al que habían estado sometidos durante décadas, y nunca sospecharon que en la famosa foto estaba el espectro de Trotski, invisible a sus miradas pero bien visible a las de los occidentales que, gracias al trabajo de los historiadores, habían constatado la reaparición del líder bolchevique en la escena original. No era un caso único. Miles de fotos fueron trucadas por el estalinismo en la medida que era necesario eliminar las malas compañías parar purificar la representación. Ahora desaparecía Trotski, ahora Bujarin, y así sucesivamente, hasta adaptar la memoria visual -y por supuesto la escrita- a las purgas. El totalitarismo necesita que la realidad se adapte a su argumento. En Alemania el nazismo actuó de manera semejante y, tras la Noche de los Cuchillos Largos, muchos de los asesinados fueron eliminados de las fotos en las que aparecían en los cortejos de Hitler.

Pero la práctica de la mutilación fotográfica no fue patrimonio exclusivo de los totalitarismos. A veces actuaba en dirección contraria, cuando futuros liberales se esforzaban por borrar las huellas de sus encantadas connivencias con los dictadores. La talentosa Leni Riefenstahl, que, con o sin razón, ha pasado a la historia como “la cineasta de Hitler”, siempre apelaba a las hemerotecas al ser acusada por sus detractores. Quería que los periodistas comprobaran los sorprendentes invitados europeos y americanos que frecuentaban los foros nacionalsocialistas, antes del estallido de la guerra, y que luego, en pleno conflicto, y no digamos después de la caída de Alemania, intentaron hundir en la bruma su participación, a veces, según Riefenstahl, llegando a comprar la desaparición de su imagen por el sencillo procedimiento de destruir los negativos fotográficos o cinematográficos. El método es antiguo: en el Renacimiento algunos condottiere obligaban a repintar los cuadros, con añadido o evaporización de figuras, de acuerdo con sus necesidades políticas, y de la aparición de nuevos amigos y enemigos.

El método es antiguo pero en nuestros días ya no es practicable pues, dejando aparte los archivos tradicionales de fotografía, cine y televisión, Internet ofrece un archivo permanentemente abierto en el que millones de ojos pueden consultar lo que desean sin que se interfiera mediador alguno entre el objeto de su curiosidad y la retina. No hay archiveros, no hay burócratas y, lo que es más revolucionario, no hay censores, salvo en el caso de los apagones generalizados provocados por el Estado, como sucede a menudo en China. Internet es un archivo transparente y casi ilimitado. Eso tiene, desde luego, su lado oscuro, cuando el archivo se convierte en el almacén de la calumnia, de la injuria, de la impunidad. Todos estamos indefensos ante los vertidos tóxicos que el gran archivo puede desparramar sobre nuestro honor o nuestra inocencia. Sin embargo, el aspecto luminoso de la información universal es la destrucción tácita de la censura, y la imposibilidad de que el Calígula de turno lance sus legiones contra el mar y luego diga que todo fue un sueño pérfido de Poseidón. La locura de Calígula queda impregnada en una imagen perenne, que ya no puede ser destruida. Paradójicamente, nuestra época, que practica una suerte de amnesia permanente y es olvidadiza con el pasado, incluso el inmediato, se ha dotado, con el archivo transparente de Internet, de un instrumento de recuperación instantánea de la memoria que no tiene precedentes. En medio de este poder único las imágenes, por supuesto, pueden ser “ensuciadas” injustamente pero no pueden ser “lavadas” arbitrariamente.

Las imágenes de las malas compañías, por ejemplo. Estos días, a raíz de los acontecimientos de Libia, un payaso sangriento como Gadafi es llamado así, “payaso sangriento”, y se pone de relieve todo acerca de sus payasadas y de su brutalidad: la jaima en la que se alojaba fuera donde fuera, las vestimentas, los estiramientos faciales, el teñido de los cabellos, la “opulenta” enfermera ucrania que cuidaba de su salud, la cohorte de vírgenes que le custodiaban, los hijos corruptos, las mazmorras, las cámaras de tortura, los patíbulos, los asesinatos en masa. Un monstruo, en suma.

Sin embargo, preguntemos al archivo universal qué ha ocurrido con el monstruo durante esos cuarenta y pico de años en que se ha dedicado a sus monstruosidades. Es asombrosa la galería de estatuas por la que deambula Gadafi con sus vistosos movimientos de túnica que tanto le gustan: es el joven favorito de los no alineados, de los panarabistas, de los soviéticos, de los anticolonialistas de toda ralea; paralelamente, es un malvado para los norteamericanos a los que, en un acto terrorista, derriba un avión comercial, y quienes, en otra acción de terror, bombardean Trípoli, destruyéndole varios palacios y matándole una hija. Gadafi parece perdido, pero el “payaso sangriento”, el tirano loco, tiene un sexto sentido para la supervivencia y, aprovechando las guerras del Golfo y la sed universal de petróleo libio, inicia un lento viraje hacia Occidente. Secretamente empieza a ser tomado en serio como aliado.

El archivo transparente nos informa puntualmente y nos llevamos la sorpresa de que en agosto de 2008 George Bush -¡George Bush nada menos!, el martillo de las fuerzas del mal- felicita públicamente a Gadafi por, textualmente, “su contribución a la paz del mundo”. El dictador ha dejado de ser un terrorista y el embajador norteamericano, sonriente, posa junto a él en esa galería de estatuas imborrable (sencillamente porque nadie podrá ya borrar). Se ha abierto la veda y Gadafi, triunfal, pasea su jaima por el mundo de los sedientos de gas y petróleo. Como no podía ser de otra manera, Berlusconi le recibe con los brazos abiertos: una gran pareja de baile. En París, Sarkozy avergüenza a la Asamblea Nacional mientras rinde pleitesía al complacido déspota. También en Trípoli se hacen preparativos para recibir a los clientes. Gadafi fija el ceremonial: todos los mandatarios, como prólogo, tienen que visitar el palacio que le destruyó Reagan en un acto de homenaje imprescindible. El archivo vomita puntualmente estas imágenes.

Y, entre los sucesivos visitantes, vemos también a los nuestros, y el bochorno aumenta. En enero de 2009 -¡hace solo dos años!- podemos contemplar al rey Juan Carlos, acompañado del “payaso sangriento”, recorriendo las ruinas del palacio destruido de Baab Azizia. Firma en el libro de visitas, y el archivo nos muestra lo que escribe: “muy contento de estar por primera vez en Libia”. También vemos a un satisfecho Zapatero en 2010, hace únicamente un año. Está en otro palacio de Trípoli, mientras el “payaso sangriento” le pone la mano sobre el brazo con un gesto de gran familiaridad. A quien más vemos es a Aznar, vanguardista en la frecuentación del tirano, al que elogia por “recorrer el camino contrario al de Cuba”, elogio que extiende a su buen amigo, el tunecino Ben Ali, a quien, con grandes dotes proféticas, augura un gran futuro.

Ya sabemos que todos los personajes citados visitaron a Gadafi para velar por nuestros intereses. ¿Quién lo dudaría? Pero, en consonancia con la sangre y los tiempos que corren, qué no darían para borrar al “payaso sangriento” de la foto o, aún mejor, borrarse ellos, huéspedes y anfitriones que nunca existieron. No pueden. El archivo transparente impide deshacerse de esas malas compañías que uno jamás debió tener.

 

Rafael Argullol es escritor.

 

 

Publicado por El País-k argitaratua