La nosa (El estorbo)

Desde hace ciento treinta o ciento cincuenta años, la cuestión catalana -la especificidad económico-social, cultural y política de Cataluña, y las reivindicaciones que de ello se derivan- ha sido, en la política española, muchas cosas: un dolor de cabeza (el conde de Romanones escribió que, si cada una de las provincias hubiera planteado en Madrid las preocupaciones que suscitaba constantemente Barcelona, España habría sido ingobernable); un problema (que, según dijo Ortega y Gasset en las Cortes Constituyentes republicanas, “no se puede resolver, sólo se puede conllevar”); un enemigo a doblegar y abatir por la fuerza militar (“la entrada de nuestras gloriosas armas en territorio catalán” que evocaba el decreto de Franco de abril de 1938); o, en el mejor de los casos, una realidad de formas difíciles a la que había que encontrarle “el encaje”.

Estos últimos días de negociaciones y debates de investidura de un eventual presidente del gobierno de España, la cuestión catalana ha alcanzado una nueva condición: la de ‘nosa’ (estorbo, en castellano). Dicho de otro modo: si Cataluña no existiera, ya haría semanas que España tendría un nuevo gobierno estable y poco o muy coherente.

Fíjense: si Cataluña no existiera -vaya, si no existiera la cuestión catalana- Podemos no tendría en su programa el compromiso de convocar un referéndum de autodeterminación; y, ausente esta “línea roja”, los de Pablo Iglesias habrían podido pactar con el PSOE un programa de izquierdas sin más dificultad que graduar el izquierdismo (es decir, qué hacer con la presión fiscal, con las consignas de austeridad provenientes del norte, con la reforma laboral…). Muy probablemente se habrían puesto de acuerdo, sin alusiones a la ‘cal viva’.

Si Cataluña no existiera -como realidad política que reivindica su soberanía-, Ciudadanos sería tan sólo un joven partido centrista y reformista español, deseoso de despolitizar la justicia, de suprimir el Senado y los aforamientos, de cargarse las diputaciones, etcétera, pero sin la obsesión que hoy le caracteriza de preservar la soberanía nacional, de rechazar cualquier forma de consulta autodeterminista, de combatir la inmersión lingüística en nombre de un macarrónico trilingüismo. Por tanto, los de Albert Rivera no sólo podrían pactar con el PSOE -esto ya lo han hecho- y convivir con el PSC sin los chirridos que aquel acuerdo suscita, sino que también tendrían un cierto espacio de coincidencia con Podemos.

Si Cataluña no existiera -o fuera como Extremadura, Castilla y León o Aragón- el PSOE no se sentiría moralmente cautivo del PP en todas las materias y todos los debates relacionados con la defensa de la ‘unidad nacional’; ni se habría visto obligado a apoyar al gobierno de Rajoy en las respuestas judiciales y los recursos de este ante el Tribunal Constitucional contra iniciativas políticas del soberanismo catalán; ni habría forzado al PSC a borrar de su programa la defensa de una consulta pactada sobre el futuro estatus político de Cataluña… En definitiva, si la cuestión catalana no existiera, el PSOE podría ser una verdadera alternativa de gobierno al Partido Popular, no -como es – una variante ‘light’ diferenciada apenas por el ‘talante’, por el estilo menos agresivo, por la retórica más aterciopelada.

Si Cataluña no existiera como identidad política fuerte con una poderosa pulsión independentista, entonces en el Congreso de Diputados los actuales grupos parlamentarios de ERC y de Democracia y Libertad vendrían a ser como los de Coalición Canaria o -en el pasado- el Partido Socialista de Andalucía, o el Partido Aragonés Regionalista, aunque más numerosos. En esta hipótesis los diecisiete diputados de ERC o de DL serían, juntos o por separado, sumandos perfectamente aceptables por el PSOE -y aun por el PP- de cara a articular una mayoría de investidura o una mayoría de gobierno y no una especie de apestados políticos aislados detrás un cordón sanitario, cuyo apoyo o incluso abstención en la frustrada investidura de Pedro Sánchez debían ser rechazados enfáticamente para que el líder socialista no quedara estigmatizado como un traidor capaz de ignorar la unidad de la patria.

A pesar de la crisis del bipartidismo español, y de la complicada aritmética parlamentaria resultante del pasado 20-D, y del agotamiento del liderazgo de Mariano Rajoy, y de las fragilidades del liderazgo de Pedro Sánchez, y de las ilimitadas ambiciones de Albert Rivera, y de la aspiración de Pablo Iglesias y Podemos a fagocitar el espacio que el PSOE ha ocupado desde 1977…, a pesar de todo esto, insisto: sin el estorbo catalán, la Moncloa ya tendría un inquilino nuevo -o revalidado- desde finales de enero, como máximo desde principios de febrero. Es una de las grandes paradojas de estos últimos días: ausente de los 66 folios del pacto PSOE-Ciudadanos, mencionado elusivamente en el debate de esta semana, el ‘desafío catalán’ es el principal obstáculo a la formación de un nuevo gobierno español.

En 1993, cuando -caído el comunismo- los checos creyeron que los eslovacos eran una rémora y un estorbo para ellos, promovieron un divorcio de mutuo acuerdo. Pero Madrid no se parece nada a Praga.

ARA