La imprevisible trayectoria social de las lenguas

A menudo los lingüistas explican que el hecho de que el latín fuera una lengua hegemónica en Europa durante siglos, o que hoy lo sea el inglés, no tiene ninguna relación con la naturaleza ni del latín ni del inglés. Hace ya mucho tiempo que se sabe (por más que haya quien no se quiera enterarse) que el hecho de que una lengua tenga clases nominales, o marca de caso, o infijos, o bien no tenga nada de esto, no tiene ninguna influencia en su estatus. No es verdad que medio mundo esté aprendiendo inglés porque sea una lengua más fácil o más simple (y tampoco porque sea más rica o más eficiente). Las razones son muy complejas, pero no tienen mucho que ver con la pobreza de la morfología de los verbos ingleses o con la riqueza de su fonología. De hecho, así en abstracto, sin tener en cuenta la historia, en el lugar del inglés podría haber sido el persa o el mohawk.

Cuando se dice que todas las lenguas son iguales, es esto lo que se quiere decir: que su futuro no depende en absoluto de cómo son por dentro. Las circunstancias que sitúan una lengua en un lugar de privilegio son de todo tipo, menos lingüísticas. Pero un par o tres de ejemplos de la historia quizá lo pueden ilustrar, y además, me parece, son divertidos.

Comencemos por el inglés: una lengua que estuvo a punto de no estar en este lugar de privilegio de que goza hoy. En el año 1066 los normandos conquistan Inglaterra y las élites sajonas quedan en buena parte reemplazadas por unas nuevas. El latín es la lengua de la Iglesia y el normando, una variante románica (por no complicarlo, a veces lo llaman francés medieval), la lengua de la política y de la aristocracia. El “inglés” (de hecho, el anglosajón) queda para los agricultores. Aunque no había ni escolarización generalizada, ni medios de comunicación, el inglés no resiste el contacto intenso con la lengua de los conquistadores. Por un lado, queda restringido a las clases bajas y a las funciones menos prestigiosas. De otra, empieza a sufrir obsolescencia, es decir, toma prestado masivamente léxico del normando y experimenta un cambio estructural acelerado que en poco tiempo hace que lo que la gente llama inglés se haya vuelto una lengua diferente. Un sociolingüista de comienzos del siglo XIV quizás habría jugado antes el dinero por el futuro del galés que por el del inglés. Pero hacia la mitad de aquel siglo llega a Europa una plaga terrible: la peste negra. Entre un tercio y la mitad de los habitantes de Gran Bretaña mueren en poco tiempo. Y como se debe dar la extremaunción a los enfermos, un colectivo especialmente afectado es el de los clérigos. Pronto los sacerdotes que sabían latín escasean, y los sustituye gente común, es decir, hablantes de este revoltijo en que se ha convertido el anglosajón. Por otra parte, la aristocracia normanda también queda gravemente descabezada. De repente, un inglés que ya no se parece al viejo inglés de origen sajón recupera todos los usos sociales. El 1362, al poco de diez años tras la llegada de la peste, la justicia del reino vuelve a funcionar en inglés (aunque sea este nuevo inglés pleno de galicismos hasta el tuétano y con una sintaxis completamente alterada). Un siglo más tarde, la lengua románica casi ha desaparecido del reino. No es sólo por la peste, claro. La monarquía inglesa ya no tiene casi territorios en el continente, y una clase emergente autóctona no tiene muchos estímulos para mantener el normando. Pero parece que la peste tiene un papel importante. Quién lo iba a decir.

Segundo ejemplo: el portugués y su expansión por la colonia que será Brasil. Hacia mediado el siglo XVIII, las élites de la política y la administración, que viven en la costa brasileña, hablan portugués, pero la mayoría del pueblo -en buena parte, mestízo- habla una de las dos variantes tupís (el tronco lingüístico indígena ) que se han convertido en lenguas francas de una enorme extensión de territorio. Una, llamada ‘lengua general paulista’, se extiende por todo el sur y centro de lo que hoy es Brasil. La otra, la ‘lengua general amazónica’, por la cuenca del Amazonas. Esta situación motiva a la corona portuguesa a prohibir estas lenguas en un famoso ‘Diretório’ del 1757, donde dice que todas las naciones conquistadoras procuran inculcar su lengua a los conquistados, entre otras cosas porque ‘si se les introduce el uso de la lengua del príncipe que les ha conquistado, se les arraiga también el afecto, la veneración y la obediencia a dicho príncipe’. Por eso la instrucción es establecer ‘el uso de la lengua portuguesa y no consentir de ninguna manera que los niños, y niñas, pertenecientes a las escuelas, y todos aquellos indios que sean capaces de instrucción en esta materia, hagan uso de la lengua propia de sus naciones, o de la llamada general, sino únicamente de la portuguesa’.

El caso es que parece que la prohibición no tuvo ningún efecto, como suele ocurrir con este tipo de leyes. ¿Cómo es, pues, que el Brasil sea hoy un Estado casi monolingüe? Dos fenómenos totalmente imprevistos (tan imprevistos como la peste negra) tuvieron un gran peso. El primero, el hallazgo de grandes cantidades de oro y de diamantes en lo que hoy es el estado de Minas Gerais, muy al interior. La fiebre del oro hizo que muchos propietarios de esclavos africanos de la costa -hasta entonces en el negocio del azúcar, que no rendía tanto- los desplazaran hacia las minas. Pero los esclavos no habían tenido contacto con la población mestiza del interior, y habían sido aculturados en portugués. Resultado: son las víctimas del colonialismo portugués esclavista un factor de lusificación fundamental de todo el territorio.

El segundo, la revuelta del Cabanagem. En la Amazonía, en 1835 (pocos años después de la independencia) estalla una revuelta general. La extrema pobreza y la explotación salvaje de la clase trabajadora se juntan con la sensación de las clases medias de que el nuevo imperio las tiene abandonadas. Durante varios meses, la capital del norte, Belém, está en manos de los revolucionarios. Pero el gobierno brasileño bombardea la ciudad y desata una represión que asesina entre un 30% y un 40% de la población amazónica. Sobre todo indios y mestizos. Hablantes de lengua general amazónica. Si las cosas hubieran ido de otra manera, hoy el Brasil sería lingüísticamente como el Paraguay.

En Brasil o en Estados Unidos, la lengua colonial se impone por movimientos de población muy profundos, que incluyen la casi aniquilación de los pueblos pre-coloniales. Pero, ¿y en el imperio romano? ¿Cómo es que el latín acabó sustituyendo tantas lenguas en toda Europa? ¿Por qué no sustituyó las lenguas célticas de las Islas Británicas (a pesar de haber incorporado buena parte de Gran Bretaña al imperio durante casi cuatro siglos)? Lo curioso es que una parte importante de la sustitución a favor del latín tuvo lugar cuando Roma ya no mandaba. Porque a menudo la consolidación de las lenguas coloniales se produce cuando ya no hay metrópoli que mande. En ex-colonias como Mozambique, en el momento de la independencia el porcentaje de población que se podía decir que dominaba el portugués era bajísimo, quizás un 5%. Además, el grueso de los lusófonos nativos se fue del país. Y sin embargo, hoy este porcentaje es bastante más alto (aunque está muy, muy lejos del triunfalismo de los recuentos de hablantes que confunden intencionadamente lengua oficial y lengua real).

Ahora bien, esto no ocurre siempre. El último ejemplo de hoy: el del imperio holandés, que al contrario de portugués y el inglés ha dejado poco rastro lingüístico. Su dominio sobre la actual Indonesia no tuvo consecuencias lingüísticas duraderas, más allá de una considerable cantidad de préstamos léxicos. El neerlandés, lengua oficial y de la administración desde el 1816 hasta la independencia, era la lengua de las élites, pero eso no hizo que se quedara. Actualmente no representa ningún papel. Y eso que, como tantas otras regiones colonizadas del mundo, hay una enorme diversidad lingüística, lo que se suele poner como razón para mantener la continuidad de una lengua colonial en los nuevos estados independientes: elegir una de las lenguas históricamente arraigadas se consideraría un agravio para los grupos lingüísticos no escogidos. No fue el caso de Indonesia, que oficializó el malayo, que ni siquiera era la lengua con la demografía más amplia (el javanés ocupaba y ocupa claramente este lugar).

La historia, pues, enseña que el futuro social de las lenguas es bastante imprevisible porque depende de una cantidad de factores enorme. ¿Cómo es que los vascos no se romanizaron, pero los francos y los visigodos sí? ¿Qué pasó en Paraguay -donde se habla masivamente el guaraní- que no pasó en México? ¿El francés acabará desapareciendo del norte de África en beneficio del árabe? ¿Alcanzarán el estatus de lenguas reconocidas y diferenciadas las variedades de árabe de esta zona, como ocurrió con las románicas respecto del latín? Dentro de cien o doscientos años, ¿en los currículos escolares el epígrafe ‘lengua extranjera’ será un sinónimo eufemístico de ‘chino’ (como hoy lo es de inglés)?

Quizá tienen razón quienes creen que hemos entrado en una era cualitativamente diferente con respecto a la evolución lingüística gracias a (o por culpa de) la globalización y las tecnologías de la información, que a efectos lingüísticos abolen las distancias, hacen difícil el aislamiento y aumentan la homogeneización (es decir, frenan el cambio lingüístico). O quizás los estados modernos, con el control de la educación y otros recursos lingüísticos, no tienen nada que ver con las situaciones del pasado. Quizás la disgregación de las grandes lenguas ya no se volverá a producir. Dependerá de las dinámicas sociohistóricas, tan complejas.

¿Y el catalán? ¿Sobrevivirá? A saber. Lo tiene más difícil el aranés, aparentemente. Y aún más la lengua de signos catalana. Podemos hacer muchas cosas, tanto para preservarlas como para hacerlas desaparecer. Y al mismo tiempo siempre habrá factores que no controlaremos. Las lenguas históricas de Cataluña están sometidas a una intensidad de contacto mucho mayor que el inglés tras la invasión normanda (y el inglés salió vuelto como un calcetín). La gente que estuvo a punto de borrar el inglés del mapa, los normandos, eran a su vez hablantes románicos recientes. ‘Normands’ significa ‘gente del norte’: pobladores provenientes de Escandinavia que se fueron instalando hacia el siglo IX en la costa septentrional del reino franco. Inicialmente, pues, hablantes germánicos.

La sustitución, la hibridación, los préstamos y calcos, en resumen, los fenómenos de contacto han existido siempre. Son factores de cambio muy potentes, pero de resultados difíciles de prever. Parece claro que el contacto masivo del catalán o el aranés con el castellano puede terminar en sustitución o incluso en asimilación (un catalán o un aranés cada vez más calcados), pero esto no es ninguna fatalidad inevitable. Hoy en Cataluña hay hablantes de muchas lenguas. El resultado de los contactos multilaterales son mucho menos previsibles, pero es frecuente que terminen reforzando la lengua que sea capaz de hacer el papel de puente, la percibida por la gente como lengua franca, como ocurrió en Brasil o en Estados Unidos (o como pasa en Israel con el hebreo). Por eso lo más importante que podemos hacer para preservar el catalán o el aranés (la lengua de signos también, pero es otro caso) es hablarlas siempre y con todos. Si continuamos como lo hemos hecho hasta ahora, la cosa está clara: más allá de leyes y oficialidades, la lengua franca es el castellano.

Pere Comellas Casanova es miembro del Grupo de Estudio de Lenguas Amenazadas (GELA).

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