La devaluación de los derechos humanos

Cualquier estudiante de primero de relaciones internacionales sabe que la hipocresía es el fundamento de la diplomacia. La reciente demanda presentada por Sudáfrica a la Corte Internacional de Justicia, máximo órgano judicial de Naciones Unidas, es un ejemplo. Más allá de que las resoluciones de limitada eficacia de este tipo de tribunales suelen expresarse con una ambigüedad calculada, la acción jurídica emprendida por el gobierno sudafricano parece haber sido una iniciativa dirigida por terceros.

Aunque resulta inaceptable lo que hace Israel con la población civil de Gaza, resulta sospechoso el doble trato internacional practicado contra Jerusalén. A pocos kilómetros del territorio palestino, Turquía, violando de forma objetiva la soberanía de Siria, ha estado practicando una limpieza étnica en los territorios kurdos de Rojava. Mientras el Tsahal israelí hacía incursiones en los territorios palestinos, Ankara ha bombardeado población civil kurda. Solo en el distrito de Afrin, entre 2018 y 2020 se estima que se produjo la expulsión de 180.000 kurdos y su sustitución por población árabe siria (buena parte de simpatías del Daesh) y turcomana. Pocas semanas antes de los ataques del 7 de octubre en Israel, entre 100.000 y 150.000 cristianos armenios tuvieron que huir a una muerte prácticamente segura después de que Azerbaiyán invadiera el Alto Karabaj. Hemos asistido mudos a la práctica desaparición de la minoría zaidita, la mayoría de la cual o fue exterminada por los islamistas financiados por las petromonarquías, o han tenido que huir de las tierras que habitaban hacía más de 5.000 años (se estima que ya se han exiliado 400.000 (más de la mitad de los que había a principios de siglo). Ciertamente, la indiferencia internacional por buena parte de las comunidades no islámicas en Oriente Medio constituye un escándalo de primer orden, un indicativo de cómo está cambiando la correlación geopolítica mundial.

En el orden posterior a la Segunda Guerra Mundial, las cosas estaban claras. Había una legalidad internacional que trataba de evitar cualquier catástrofe política que pudiera resucitar las tragedias de la primera mitad del siglo XX. Por supuesto, había clases. Con países con derecho a veto que evitaban cualquier condena a sus protegidos. Con múltiples imperfecciones, se evitaron catástrofes y se fue instalando la idea de que incluso los estados debían someterse a límites de derecho internacional. Había también cierta (hipócrita) diplomacia del boicot, como el propiciado por Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980 (correspuesto por el soviético al de Los Angeles 1984). Y cierta gestualidad occidental que implicaba cierto rechazo a los regímenes autoritarios (aunque mirando hacia el otro lado con Turquía o España).

Ahora vivimos en un mundo multipolar muy distinto. Los antiguos consensos sobre los derechos humanos son cuestionados crecientemente. De la misma forma que detrás de la demanda sudafricana está probablemente la mano de las petromonarquías, tanto desde instancias internacionales como desde determinada izquierda a la que le han inoculado el virus del posmodernismo y el pensamiento descolonial, hemos entrado en una peligrosa dinámica de relativismo cultural según el cual la Declaración Universal de los Derechos Humanos sería un invento occidental, una especie de “privilegio” blanco. Ciertamente, y como ya se ha expresado en este artículo, ha habido bastantes inconsistencias y contradicciones desde 1945, sin embargo estamos asistiendo a un planeta donde las potencias emergentes son o bien sistemas iliberales como China o Rusia, o bien democracias de castas como India, o teocracias peligrosas como Irán, Qatar o Arabia Saudí.

Son potencias con grandes capacidades estratégicas (reservas de hidrocarburos), tecnológicas y financieras, con gran capacidad de intervenir (y colapsar el mercado) y de comprar voluntades, además de practicar una diplomacia del exhibicionismo de poder (el reciente mundial de Qatar). Son potencias donde en sus sistemas legislativos está permitida la poligamia, la esclavitud, la pederastia (matrimonios infantiles), la inferioridad jurídica de las mujeres o se legitima el asesinato de los “infieles”. Y desde fundaciones, universidades, adquisición de medios de comunicación, compra y venta de intelectuales e infiltración en espacios políticos, están propiciando la idea de que los derechos humanos no son universales, sino un invento colonial. Estamos asistiendo a un cuestionamiento (y devaluación) de los derechos humanos entre un ensordecedor silencio.

EL PUNT-AVUI