La criminalización de Artur Mas

El gobierno español sigue sin digerir que no fuera Mas quien estuviera en el Congreso español el 8 de abril pasado a presentar la propuesta de transferir a la Generalitat las competencias para convocar referendos. De cobarde para arriba, le han dicho de todo. Y no sólo lo ha hecho el PP, también se ha añadido el otro brazo de la pinza nacionalista española que es el Partido Socialista. “Un político debe ser valiente y dar la cara”, dijo Pere Navarro. Y es que la ausencia de Artur Mas en Madrid les ha chafado la guitarra. Lo tenían todo previsto para convertir esa cámara en una encerrona que permitiera humillar públicamente al presidente de Cataluña y ya se frotaban las manos sólo de pensarlo. Pero Mas no cayó en la trampa, porque, como todos nosotros, ya había sido testigo del trato vejatorio que recibió Juan José Ibarretxe al presentar su proyecto para el País Vasco. Un proyecto, por cierto, que no era independentista.

 

Mas, por tanto, tomó una decisión inteligente. Tenía dos motivos, por lo menos. Por un lado, el hecho de que el rechazo de Madrid estuviera garantizado y el acto fuera un simple trámite; por otro, la evidencia de que cuando el presidente de un país sufre una humillación pública es todo su país que se ve humillado, lo que en el caso catalán siempre provoca un placer morboso en los abanderados del autoodio. El plan que habían urdido PP, PSOE y UPyD tenía como objetivo enterrar el proceso catalán, acabar con la carrera política de Artur Mas y provocar una frustración colectiva en Cataluña que empujara al país a mendigar las migajas ofrecidas por Alfredo Pérez Rubalcaba en su discurso. Pero la ausencia de Mas hizo que el plan se fuera a pique. Es cierto que tenían allí a los representantes de tres partidos soberanistas que ocupaban su lugar, pero no era lo mismo. Esto hace que el españolismo no sólo no haya conseguido ninguno de sus propósitos sino que, de paso, haya fortalecido aún más el proceso que se esforzaba para debilitar.

 

Tiene gracia, por otra parte, que Mariano Rajoy sea precisamente una de las voces que cantan excelencias de Ibarretxe por haber ido a Madrid el 1 de febrero de 2005 y que reprueban al presidente Mas por no haberle imitado el 8 de abril de 2014. Yo tengo muy presentes las imágenes de aquel debate que duró ocho horas y recuerdo perfectamente el desprecio de Rajoy al lehendakari. El presidente español Zapatero permaneció en su escaño escuchándole. No compartía ni media palabra, pero como mínimo tuvo la educación de detener el oido. Rajoy, en cambio, se levantó y se fue. Y cuando le tocó hablar a él, dijo esto: “¿Piden diálogo? ¿Diálogo sobre qué? ¿Sobre la desfachatez?” Fue un espectáculo repulsivo ver como PP y PSOE habían pactado la humillación de un demócrata como Ibarretxe. No lo lograron del todo, pero, ya que Ibarretxe, tras preguntarles “¿cómo explicarán a los vascos que su futuro ha sido pactado por ustedes dos?”, rechazó el protocolo de seguir la votación desde la sala anexa que le habían habilitado y abandonó el Congreso.

 

Llegados aquí, digamos que la evolución de la especie humana no se explica sin la transmisión de la experiencia. La transmisión de la experiencia hace a la gente más sabia y evita que caiga en trampas que se han convertido letales para sus predecesores. Por eso Cataluña está jugando tan bien sus cartas y, en vez de dar pasos en falso -pasos motivados por una comprensible y más que justificada indignación-, opta por dinamitar el absolutismo español desde dentro. Es decir, sigue punto por punto el ordenamiento jurídico de ese país hasta que termina poniéndolo en evidencia ante el mundo. No es extraño, pues, que el españolismo saque chispas. Tantas saca, chispas de fuego, que ahora, con Duran en la sombra, el Partido Popular y el Partido Socialista han urdido otro plan. Han decidido que, visto que no han podido fulminar al presidente Mas en España, ahora hay que intentar fulminarlo en Cataluña. El plan consiste en criminalizar su figura, consiste en decir que el gobierno español no lo reconoce como interlocutor y que, por tanto, por el bien de Cataluña, lo que tiene que hacer es abandonar la política e irse a casa. “¡Márchese, señor Mas!”, sería el eslogan. La idea es que los catalanes creamos que sin Mas tendríamos más migajas de autogobierno y que lo que nos impide conseguirlas es su persona. Así, roto el liderazgo político del proceso de transición nacional, la independencia de Cataluña se vería frenada un buen número de años y todo volvería a ser como antes.

 

Fijémonos, por otra parte, que la campaña de criminalización del presidente Mas la comienza el PP en Madrid y enseguida la sigue el Partido Socialista en Cataluña: “¡Señor Mas, márchese cuanto antes!”, grita Pere Navarro. Duran, claro, no puede decir eso en voz alta. Pero necesita destruir el proceso independentista porque sabe que si no lo hace, el proceso independentista le destruirá a él. Sin embargo, todo esto no son más que efectos colaterales. Lo más importante es que la grandísima derrota catalana que el españolismo había previsto en Madrid se convirtió en una grandísima victoria, ya que todo el mundo pudo ver hasta qué extremos llega el absolutismo español contra los planteamientos democráticos de un pueblo que quiere votar. No hay nada como estas escenificaciones televisadas para mostrar al mundo quién es el demócrata y quién es el absolutista, quién es la palabra y quién es el muro, quién es el raciocinio y quién es la cerrazón.

 

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