Joan B. Culla: “La cultura política española es como un toro, embiste”

Joan B. Culla (Barcelona, 1952) es profesor de historia contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Participa en la tertulia matinal de Catalunya Ràdio y también ha hecho programas de televisión relacionados con su especialidad. Es un reconocido analista. Ha publicado libros como ‘La derecha española en Cataluña, 1975-2008’, ‘Izquierda Republicana de Cataluña, 1931-2012’, e ‘Israel, el sueño y la tragedia’.

 

-¿Qué valoración hace del acuerdo final e inesperado para la nueva legislatura?

Personalísimamente experimento unos sentimientos ambivalentes. Había un alto porcentaje de posibilidades de que la repetición de las elecciones representara, si bien no la muerte del proceso, sí un obstáculo muy serio o un aplazamiento de años, y me congratulo de que no se haya tenido que ir a unos nuevos comicios. Tengo la sensación de que la gente estaba harta y quemada, y que el desánimo que se había manifestado estos meses en el mundo del soberanismo se acentuaría si se iba fatalmente a unas nuevas elecciones. Era hacer experimentos con nitroglicerina y el peligro de que te explote en la cara resultaba muy elevado.

 

-¿Y el otro sentimiento cuál es?

Mire, en algún momento de estos días agónicos he llegado a pensar: “¿Sabes qué? Mejor que volvamos a ir a las urnas, que el voto se clarifique, que se sepa cuántos de los 330.000 que secundaron a la CUP la votaron por revolucionaria y cuántos lo hicieron para garantizar el independentismo. Por la idea aquella que “a estos de Mas y a estos convergentes al final les temblarán las piernas, para entendernos”. Era para saber a qué atenernos.

 

-Más allá de la renuncia del presidente Mas, ¿el acuerdo entre Juntos por el Sí y la CUP deja daños colaterales?

Yo sostenía la tesis de que todo el gran esfuerzo que los adversarios del independentismo han hecho estos meses bombardeando la posibilidad del entendimiento ha sido superfluo, porque la cuestión de fondo son las diferentes culturas políticas. Los contrarios al proceso han presentado a la CUP como peor que la FAI del año 1936, y por otro lado ellos mismos decían a los de la CUP: “¿Cómo podéis pactar vosotros, que sois revolucionarios, con estos corruptos, estos ‘manguis’?”. Eran dos discursos contradictorios, pero todo es superfluo.

 

-¿El problema son pues las diferentes culturas políticas?

Sí, la cultura política de CDC y también la de ERC, tacticismos aparte, son como el aceite y el agua respecto a la de la CUP. Aparentemente el acuerdo ‘in extremis’ del pasado sábado enmendó la plana a mi tesis, pero yo sigo pensando que hay dos culturas políticas diferentes. No acabo de ver claro que esto pueda funcionar una semana y un mes, y otro, durante un año y medio, y que sea posible aprobar los presupuestos. Lo veo con escepticismo. Yo creo firmemente en el concepto de cultura política, lo he usado muchas veces en libros de historia.

 

-¿Me puede poner un ejemplo?

Dentro de la CUP hay algo que se llama ‘Lucha Internacionalista’, que es un partidillo de extrema izquierda típico, trotskista. Y esta gente de cultura trotskista tiene la práctica del entrismo. “Nosotros somos 4, pero como tenemos las ideas clarísimas y el nivel de debate teórico entre nosotros 4 es brutal, aunque sólo seamos 4 dentro de una organización de masas, acabaremos por imponer nuestra línea”. Y claro, ¡vete a preguntar a la gente de buena fe de Berga, Olot o la Cataluña profunda que votó en un 20% a la CUP qué es ‘Lucha Internacionalista’! ¿Sabes que quiero decir?

 

-Sí, por supuesto. Aznar dijo “antes que romperse España se romperá Cataluña”. Por poco le damos la razón, ¿no?

De todas formas, no creo que Aznar pensara en la CUP, por más que en estos últimos tiempos en Madrid ha aparecido un florecer de cupólogos de medio pelo. Aznar se refería a algo más social, y hay que decir que por ahora no ha sucedido. En absoluto. Él se imaginaba una fractura, como un colega mío que tiene despacho en este pasillo [de la Universidad Autónoma]…

 

-¿…aquí?

Sí, tuvo las santas narices de escribir, cuando se anunció la concentración de la ANC en la Meridiana de la Diada, que esta era como las marchas orangistas protestantes del Ulster. Es decir, una exhibición de fuerza en terreno hostil, como los protestantes orangistas que van a los barrios católicos para provocar. Yo lo contesté diciendo que los que escriben eso no deben haber pasado mucho por la Meridiana ni deben haber vivido nunca allí. No tiene ni idea de lo que habla. Yo tengo la madre allí y voy cada semana, y veo una notabilísima cantidad de esteladas los balcones.

 

¿Por qué Cataluña sólo puede dar saltos en el autogobierno cuando entra en crisis el sistema político español?. Sucedió así en 1931, en 1979 y ahora.

Es lo que decían los nacionalistas irlandeses a finales del siglo XIX: Los problemas de Inglaterra son oportunidades para Irlanda. Si el Estado que te domina tiene dolores de cabeza, tú tienes un poco más de oportunidad. Forma parte de la lógica de todos los nacionalismos europeos sin Estado del siglo XIX y principios del XX.

 

-Pero cuando se produce esto, en España aparece siempre un debate regeneracionista. Y es difícil de combinar, ¿no?

Sí, sí, claro. Salvadas las distancias, ya pasó en 1931. El colapso de la monarquía hace posible el cambio de régimen a nivel general con la República, y se abre una ventana de oportunidad para que el catalanismo consiga alguna forma de autogobierno, lo que perseguía desde hacía tres décadas, sin romper con el Estado. Pero entonces ciertamente siempre hay allí y también aquí algunos que dicen: “No hombre, no, ahora no planteemos esto, porque esto tiene peligro de hacer descarrilar la revolución republicana”. Ahora los socialistas y Lluís Rabell también lo dicen. Argumentan que ahora no es necesario llevar adelante el proceso, porque hace juego a la derecha. Es un ‘déjà vu’.

 

-¿El proceso soberanista que vive Cataluña tiene su germen en la forma como se hizo la Transición?

Tiene su germen en lo que yo llamo el equívoco de la Transición, no en la Transición en general. Cuando en los años 1977-1979, en este bienio crucial, se plantea la democratización del Estado y la obtención de algún grado de reconocimiento político de Cataluña el grueso de las fuerzas políticas catalanas de tradición antifranquista y democrática, desde Unió al PSUC, tenían unas ambiciones mucho más allá de lo que fue el Estatuto de 1979.

 

-¿Y por qué se conformaron con ese Estatuto?

Porque desde el grueso del catalanismo se dijo: “Tenemos que ser realistas y no podemos desestabilizar una democracia española tan frágil. Cuando el cadáver de Franco aún debe estar tibio, cuando todos los aparatos del Estado son los de Franco, aceptemos un punto de partida modesto, con la condición de que dentro de quince o veinte años estaremos en condiciones de dar un paso adelante”. Era un punto de partida. Yo lo ejemplifica con la palabra “nacionalidades” en la Constitución. Desde el catalanismo “nacionalidades” era un eufemismo para decir “naciones”, un principio semántico del reconocimiento de la plurinacionalidad.

 

-Pero esta no ver la visión de España…

No, y este es el equívoco. Desde Madrid, no sólo los herederos del franquismo o la UCD, sino también una grandísima parte del PSOE, por no decir toda, entendieron lo contrario. Entendieron que el Estatuto del 79 era un punto final, era un punto de llegada. “Ya se ha acabado y no volvemos a hablar más de esto, carpeta cerrada”. Hace tres o cuatro años me llegó una carta particular del exvicepresidente Rodolfo Martín Villa al exlíder de Centristas Anton Cañellas, escrita 1981, en la que el primero le regaña diciéndole que están dando demasiado cuerda a Jordi Pujol [Habían votado la investidura]. Y critica el primer viaje que hizo Pujol como presidente, a París. Cito de memoria. “Que entre vosotros Pujol se diga presidente y se lo crea, bueno. Pero que de cara al extranjero se crea un presidente, hasta aquí podiamos llegar”. Esta es la concepción que tenía de la autonomía alguien tan representativo de los poderes del Estado como Martín Villa, que pasó 50 años de su vida en coche oficial.

 

-¿Este equívoco salta por los aires con la sentencia contra el segundo Estatuto?

Sí. Fue la década de las decepciones, que comienza en el año 2000. Durante 20 años, Pujol había ido jugando a ‘la puta y la ramoneta’, con el pájaro en mano, el ‘si ahora me necesitan arranco con la policía de tráfico’, e invocando una interpretación abierta de la Constitución, pero sin plantearse una reforma del Estatuto. Él decía que saldríamos perdiendo. Hay quien dice que Pujol no lo hizo porque estaba cogido por los c… por el PP. Y sí, durante unos años estuvo en ello, pero la razón fundamental para no revisar el Estatuto no era esa sino que él estaba realmente convencido de que todavía con ello perderíamos.

 

-Y en 1996 llegó el pacto del Majestic…

Sí, el pacto del Majestic originó en los ambientes nacionalistas convergentes una sensación ambigua, agridulce. “¿Quieres hablar de pactar con esta gente?”. Y a la vez, haciendo de la necesidad virtud, otros decían “quizás sí que esta gente del PP que ya no son Fraga acabarán aceptando una visión más plural del Estado español”. Recuerdo una cena de aquellas que organizaba Miquel Sellarès, donde un nacionalista de base, enraizado, un activista desde el antifranquismo, dijo: “Escucha, si nos dan esto y aquello y además nos dan la cabeza del Vidal Quadras, de acuerdo”.

 

-Eso de Vidal Quadras acabó pasando. Fue relevado por Josep Piqué…

Sí. Pero todo esto cambia cuando Aznar consigue la mayoría absoluta en el año 2000. A los que habían creído poco o mucho la posibilidad de un entendimiento se les cae la venda de los ojos y se dan cuenta de que nada de nada. Existe la decepción del nacionalismo pujolista, que creyó, con un grado descriptible de entusiasmo, que quizá tal vez sí. Pero vieron que de ninguna manera. Cuando Aznar pudo, la cabra volvió a ‘tirar al monte’.

 

-¿Y los socialistas?

Los socialistas y los catalanistas de izquierdas entonces miraban riéndose a estos convergentes decepcionados. Perdone que lo teatralice. “Se necesita ser asno para haberse creído que la derecha española podía cambiar, le han engañado por completo. Esto sólo lo podemos arreglar nosotros, sólo lo puede arreglar la izquierda española”. Y es así que el PSOE en 2004, contra pronóstico y en circunstancias dramáticas [el atentado del 11-M en Madrid], gana las elecciones. Y las gana con Zapatero, un chico algo periférico, de León, que había dicho en el famoso mitin del PSC en el Palau Sant Jordi “apoyaré la reforma Estatuto que salga del Parlamento catalán”.

 

-Fue el segundo gran intento de pacto.

Los catalanistas de izquierdas, los maragallistas, dijeron: “Ahora veréis, ahora es la nuestra”. Y de ahí surge la ocasión del segundo Estatuto. Coincide con el tripartito, CiU se apunta, y al inicio todo parecen rosas. Pero pronto se empieza a ver que no sería ni tan fácil ni tan llano. Recuerdo especialmente el 2 de noviembre de 2005.

 

-¿Qué sucedió ese día?

Los tres comisionados del Parlamento, Josep Lluís Carod, Manuela de Madre y Artur Mas, fueron al Congreso para llevar el proyecto de Estatuto del Parlamento y pedir su toma en consideración. Ese día Òmnium fletó un avión e invitó a unas 200 personas a ir a Madrid a apoyar. Yo me apunté. Al mediodía había convocado un acto en el Círculo de Bellas Artes en apoyo del acto del Congreso. Fueron buena parte de los diputados catalanes, y se esperaba que aparecieran las fuerzas progresistas madrileñas que, como era de esperar, querrían apoyar a la iniciativa. Estábamos allí, esperamos, y de repente oímos unos pasos. Nos volvimos, y entonces apareció Santago Carrillo cogido del brazo de su mujer. Fue la única personalidad progresista madrileña que se hizo presente ese día. La única. No vino nadie más. Ni Victor Manuel, ni Ana Belén, ni quien quieras.

 

-Ya fue sintomático.

Era evidente que en la calle Ferraz [sede del PSOE] estarían igual de entusiasmados, y en la Moncloa lo mismo. Y así fue. Un sábado de enero de 2006, por iniciativa discreta del entonces consejero de Economía, Antoni Castells, se organizó una jornada en el Foro Vergés, en el edificio de la Universidad Pompeu Fabra de la calle Balmes, de confraternización entre una veintena de profesores universitarios venidos de las Españas y otros de aquí. Fue terrible. El colega y amigo Ramón Villares y el sevillano Javier Pérez Royo fueron los únicos que defendieron el nuevo Estatut. Pero el grueso de la delegación de fuera, que eran todos progresistas, tuvo una reacción elegantemente hostil, por decirlo de alguna manera. Lo que pasó después en la Moncloa y el Congreso no fue más que su reflejo.

 

-¿Y viene la segunda decepción?

Sí, en 2006 llega la segunda decepción, que esta vez es la de los catalanistas de izquierdas, la de los socialistas maragallistas en particular. Pero todo lo que va mal es susceptible de empeorar. Y llegó después que el Estatuto se quedó 4 años en el corredor de la muerte en el Tribunal Constitucional, hasta que éste dictó en 2010 la sentencia en contra. Aquello fue la tercera decepción, la definitiva. Primero se decepcionaron los catalanistas de centro-derecha, luego los de centro-izquierda, y al final se decepcionaron todos los catalanistas sin diferencia. Todos, incluidos gente como los autores del editorial conjunto de los diarios a favor del Estatuto, Juan José López Burniol y Enric Juliana.

 

-El gobierno español ha anunciado que responderá con mano dura contra la desconexión. ¿Pero tendrá realmente libertad de movimientos?

Habrá que ver. La cultura política española es mucho de ‘ahuecar la voz’, de mostrarse enfadado, solemne y enfático. Está la anécdota célebre que se atribuye al conde de Romanones, que dijo en un debate en el Congreso: “¿Renunciar a un átomo de la soberanía nacional? ¡¡Nunca, nunca, jamás!!”. Y se oyó una voz de arriba de todo del hemiciclo, que preguntó: “¿Cuánto es jamás para su señoría?”. El conde de Romanones, que era muy brillante, respondió rápidamente: “Por lo menos tres meses”. Rajoy, desgraciadamente para nosotros, no es el conde de Romanones, ya le gustaría tener su ingenio y rapidez mental. Pero sí que esta actitud forma parte de la cultura política española. La impostación de la cultura política española está perfectamente expresada en la tauromaquia. La idea es un toro, un trapo rojo delante, y cuando el toro se siente provocado, embiste. La cultura política española es como un toro. Cuando se siente provocada, embiste. Ni siquiera se pregunta si detrás del trapo rojo hay un bloque de granito. Es su naturaleza. Embiste.

 

-La actitud del rey Felipe VI al no recibir la presidenta del Parlamento, Carme Forcadell, ¿es errónea?

Es un ejemplo de esta cultura política. Mire la escena: Una situación de crisis muy grave, crisis del bipartidismo español, desafío catalán, y alguien le dice al monarca: “Majestad el mensaje de Navidad de este año no se puede hacer desde un saloncito de la Zarzuela, como si fuéramos una familia normal. Por lo tanto, este año, salón del trono del palacio de Oriente”. ¿Y sabéis qué es el salón del trono? El símbolo del poder. Antes del Concilio Vaticano II, todos los palacios episcopales tenían un salón del trono. Es el símbolo. Hombre, el monarca también habría podido hacer el mensaje desde el patio de un cuartel y con dos tanques detrás, pero habría sido más grosero.

 

-Y luego está la negativa a recibir Forcadell.

Sí, “que me lo envíen por correo electrónico”, y en el decreto de cese de Mas no ponen ni la frase hecha de “agradecemos los servicios prestados”. Caramba. Esto ilustra perfectamente la cultura política española. Porque además este señor [Felipe VI] no es del PP ni del PSOE. Es la cultura que ha mamado en las academias militares y la que respira su entorno.

 

-¿Y esto en la práctica cómo lo llevarán si el proceso sigue adelante?. ¿Será únicamente firmeza impostada de sólo 3 meses, que decía Romanones?

No hay precedentes, no les será sencillo y es jugar con nitroglicerina. Es complicado. Europa, aunque no tiene simpatía por el proceso, se lo pensará. De hecho, ya se lo piensa. Y según qué se haga, Europa arrugarà la nariz. El cónsul europeo de un país muy importante acreditado en Barcelona me decía después de las elecciones del 27-S, citando a su embajador: “Todo el mundo me dice que esto de Cataluña es muy grave, pero nadie dice haremos esto o haremos aquello para resolverlo. Oiga, si nosotros en las elecciones regionales en Córcega nos saliera un 48% de partidarios de la independencia saltarían todas las alarmas, iríamos en tromba hacia Ajaccio diciendo calma, calma, ¿que les hace falta”. Ya ve de qué país hablo.

 

¿Actúan siempre tarde?

Si tuviera España la astucia que ha caracterizado a los británicos en estos temas, habrían impulsado de verdad una tercera vía desde el mismo momento en que se vio que todo esto iba de forma seria y no era una llamarada. Es decir, habrían cogido a Duran, con perdón, y le habrían dicho: “Mira Duran, aquí tienes una oferta seria, certificada, con sello y membrete. Ahora tú vas a Cataluña y consigue que un 40% de los que ahora están por la independencia te lo compren”. Y yo creo que les habría salido bien. Pero no, ellos con la ‘ley’, la ‘Constitución’ y ‘aquí no se puede ceder al chantaje’.

EL MÓN