Howard Zinn en La Habana

A los 81 años Howard Zinn visita Cuba por primera vez para supervisar los ensayos de su obra Marx en Soho y una tarde de mayo dialoga en el hotel Ambos Mundos de La Habana con una treintena de intelectuales y poetas cubanos. Zinn es un viejo hermoso de la estirpe libertaria de Thoreau y de Walt Whitman, manifiesto vivo de esa otra historia de los EEUU de la que se ha ocupado y que ha nutrido con su obra. Muy alto, muy espigado, sucinto y campestre como un pino, sólo su acusada delgadez hace difícil concebir que en su juventud, antes de ser historiador, se ganase la vida como cargador de puerto. Todo lo demás despega y se funde en el generoso trajín del sueño colectivo de los cargadores del mundo: su vigor físico, el verbo claro de su pedagogía militante, su voluntarismo veterano, esa sonrisa siempre encendida, entre tímida y avisada, del que ha aprendido más en la brega que en los libros y que sabe que lo que sabe debe enseñarlo en la palma de la mano. Desde detrás de la mesa escucha hacia delante y toma un hormiguero de notas; y responde modesto, abierto, aprendiz, intenso, insistiendo en la enorme eficacia de lo mínimo y en las colosales esperanzas de la paciencia. A una pregunta de Abel Prieto, brillante escritor y ministro de cultura de Cuba, Howard Zinn responde hablando de sus giras por pueblecitos y ciudades de provincia, apenas localizables en el mapa de los EEUU, donde a veces se reúnen cientos de personas para escucharlo: “No suelo utilizar la palabra socialismo. Les hablo de la nacionalización de la riqueza, del derecho a educación y sanidad gratuita, de la lucha contra el imperialismo, y todos aprueban con entusiasmo. Luego, a veces, les digo que eso es el socialismo y se quedan asombrados. Pero si pronunciase de entrada la palabra “socialismo” todos se asustarían y dejarían de escucharme”.

Por la noche, Zinn cena en casa de Abel Prieto ensalada y pollo, acribillando a preguntas a su anfitrión sobre las elecciones cubanas, los programas de estudio y la libertad de creación; y sonríe, mientras escucha, con la ingenuidad invencible, insobornable, de un niño difícil. A los postres, le sirven un vasito de ron añejo y él hace una tímida alusión a un puro habano. El viejo Howard Zinn, el historiador del pueblo, se vuelve aún más hermoso detrás del gran cigarro que parece estar fumándoselo a él, con las mejillas ligeramente arreboladas por el alcohol y esa sonrisita limpia que ahora es abiertamente complacida. Y de pronto descabalga de su improvisada traductora de inglés y sorprende a todos con una correctísima, larguísima frase en castellano. Mentiría si dijese que Zinn dice: “el 11-M señala el principio del fin del imperio estadounidense”, porque ya lo había dicho por la mañana; o si dijese que Zinn dice “nadie es neutral en un tren en marcha”, que es el título de uno de sus libros más bonitos. Howard Zinn, el historiador del pueblo, dice muy despacio y muy sencillamente: “Estoy muy contento de haber venido a La Habana“. Y la intérprete nos lo traduce rápidamente al inglés.

 

LADINAMO nº 11