Hemeroteca: Crisis

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CRACS BURSÁTILES DEL PASADO MÁS RECIENTE

Fabián Estapé

 

Aprovechando este espacio seguimos comentando algunas de las situaciones en las que la economía ha sufrido ese fenómeno que pasa de doloroso a célebre cuando se supera: la crisis. Así, pasamos a explicar los desestructurados momentos del parqué del mítico Crac del 29, el insólito caso de la ZZZ Best y el Lunes Negro.

El 29 de octubre de 1923 marcó el inicio de una de las peores burbujas del siglo XX que, indudablemente, cambió la historia provocando tal frenesí que sus efectos (económicos, sociales y políticos) se extendieron al resto del mundo. Después del fin de la Primera Guerra Mundial, el avance social se tradujo económicamente; así, desde el 1924, confiando, sencillamente, en el clima de bonanza se llegó al convencimiento de que en la bolsa sólo se podía ganar. En marzo de 1929 continuaban las alzas, pero saltaron rumores de que la Reserva Federal preparaba medidas para paliar posibles recesiones… El desasosiego acampó por Wall Street y los grandes magnates se empezaron a retirar. Entre ellos Joe Kennedy, el patriarca de la dinastía, que, tras una conversación con su limpiabotas durante la cual este le aconsejó comprar acciones del ferrocarril y las petroleras, llegó a la conclusión de que si cualquier persona podía invertir en bolsa y un limpiabotas conseguía predecir qué pasaría, esto quería decir, sin duda, que el mercado estaba sobrevalorado.

El primer susto llegó el 25 de marzo, pero se olvidó rápidamente y el mercado volvió a subir. En octubre, la bolsa parecía cansada y el viernes 18 el índice cayó 8 puntos. La mayoría de los inversores y analistas pensaron que sólo era una bajada antes de continuar subiendo y, por eso, aprovecharon los dos días de caída para comprar más barato. El miércoles 23, la bolsa sufrió el segundo golpe al bajar casi un 7%, pero el susto sólo fue el preludio de lo que pasaría el día siguiente. El fatídico y recordado día 24 salió tanto “papel” de golpe que los precios cayeron incontrolados: Sobraba papel, faltaba dinero y aumentaban los intereses.

El día 29, los índices entraron en caída libre; se llegaron a ofrecer paquetes de acciones a un tercio de su valor, pero no se encontró comprador. Mientras el interior del número 18 de Broad Street era un desconcierto, hasta el punto de que la policía tuvo que clausurar la galería de visitantes (donde sólo horas antes había estado como observador Winston Churchill en calidad de secretario del Exchequer británico), en el exterior empezaban a circular noticias de suicidios (pero en número mucho más reducido que las imposturas publicadas por la prensa londinense según las cuales había que andar por la calle “esquivando los cuerpos de los financieros caídos”).

Algunos, hasta entonces, potentados y prósperos inversores se inmolaron lanzándose al vacío, pegándose un tiro o inhalando gas; algunos agentes inversores, brokers que dejaban dinero indiscriminadamente a pequeños inversores y a sus clientes hicieron lo mismo y eso que en aquella sesión no se tocó, ni mucho menos, fondo (el mínimo histórico llegó dos años y medio más tarde, el 8 de junio de 1932). El crac corrió como un reguero de pólvora, de Wall Street al resto de las bolsas de los Estados Unidos y, de rebote, al resto del mundo (las secuelas fueron incontrolables, sobre todo al quebrar el Credit Amsteld, el mayor banco austríaco, que repercutió en otros bancos de Austria, Alemania y de toda Europa. Las finanzas tardaron casi cinco años en recuperarse; el único país que salió indemne fue la URSS, donde los ideólogos de izquierda aprovecharon la hecatombe para predecir el fin del capitalismo ante el triunfo del marxismo.

Quiero recordar también la burbuja ocasionada por la caída en bolsa de una compañía de limpieza de alfombras, la ZZZ Best Carpet Cleaning Company, cuya la cotización cayó cuando se descubrió que este floreciente negocio era, realmente, una tapadera para blanquear dinero de la mafia. Otro crac singular fue el que entró en los anales como el del Lunes Negro (19 de octubre del 1987), cuando debido a un ordenador que empezó a emitir, caóticamente, órdenes de venta, el Dow Jones perdió la bagatela de 508 puntos antes de acabar la jornada… Pero lo más curioso es que John Kenneth Galbraith, el economista que mejor ha estudiado la crisis financiera, publicó unos meses antes en la revista The Altantic, la desgraciadamente célebre frase: “Llegará el día de rendir cuentas, cuando el mercado baje cómo si nunca se tuviera que parar”.

Tras esta lectura, aconsejo a los lectores que no olviden las palabras del economista J.K. Galbraith: “La memoria financiera dura un máximo de 10 años. Este es aproximadamente el intervalo entre un episodio de sofisticada estupidez y la siguiente” o las del guru de Princeton, Burton G. Malkiel, que afirmó que “un mono lanzando dardos a un ejemplar del Finantial Times para seleccionar una cartera de valores puede conseguir la misma rentabilidad anual que un equipo profesional de expertos”.

 

El País

El espejo irlandés

Paul Krugman

 

Todo el mundo tiene una teoría sobre la crisis financiera. Estas teorías oscilan entre lo absurdo y lo verosímil: desde las afirmaciones que señalan que unos demócratas liberales obligaron de algún modo a los bancos a prestar dinero a pobres que no se lo merecían (pese a que los republicanos controlaban el Congreso) hasta la opinión de que unos instrumentos financieros exóticos fomentaron la confusión y el fraude. Pero ¿qué es lo que de verdad sabemos?

Bien, en cierto modo la mera magnitud de la crisis -la manera en que ha afectado a gran parte del mundo, aunque no a su totalidad- resulta de ayuda, aunque sólo sea para investigar. Podemos fijarnos en los países que se han librado de lo peor, como Canadá, y preguntarnos qué han hecho bien: por ejemplo, limitar el endeudamiento, proteger a los consumidores y, por encima de todo, evitar dejarse enredar por una ideología que niega que haya necesidad alguna de regulación. También podemos fijarnos en países cuyas instituciones y políticas financieras parecían ser muy diferentes de las de Estados Unidos, pero que han caído con la misma fuerza, e intentar encontrar causas comunes.

De modo que, hablemos de Irlanda. Como bien señala un nuevo informe de investigación de los economistas irlandeses Gregory Connor, Thomas Flavin y Brian O’Kelly, “casi todos los factores causales aparentes de la crisis de Estados Unidos están ausentes en el caso irlandés”, y viceversa. Sin embargo, la forma de la crisis de Irlanda ha sido muy similar: una enorme burbuja inmobiliaria (los precios subieron más en Dublín que en Los Ángeles o Miami), seguida de una fuerte crisis bancaria que sólo se ha podido mantener a raya mediante un caro programa de rescate.

Irlanda no tenía ninguno de los villanos favoritos de la derecha estadounidense: no había Ley de Reinversión en la Comunidad, ni Fannie Mae ni Freddie Mac. Lo que quizá resulte más sorprendente es la poca importancia de las finanzas exóticas: la quiebra de Irlanda no ha sido una historia de obligaciones de deuda garantizadas y canjes de créditos impagados, sino que se trató de un caso de exceso puro y duro a la vieja usanza, en el que los bancos concedieron grandes préstamos a prestatarios dudosos y al final los contribuyentes tuvieron que cargar con el muerto.

Entonces, ¿qué teníamos en común? Los autores del nuevo estudio señalan cuatro “factores causales profundos”.

En primer lugar, hubo una exuberancia irracional: en ambos países los compradores y entidades crediticias se convencieron de que los precios inmobiliarios, aunque estaban por las nubes según parámetros históricos, seguirían subiendo.

En segundo lugar, se produjo una entrada enorme de dinero barato. En el caso de Estados Unidos, gran parte de ese dinero barato provino de China; en el de Irlanda, procedía principalmente del resto de la zona euro, donde Alemania se convirtió en un gigantesco exportador de capital.

En tercer lugar, los grandes actores tenían un incentivo para correr grandes riesgos, porque si salía cara ellos ganaban, y si salía cruz otros perdían. En Irlanda, este peligro moral era en gran medida personal: “Los jefes de los bancos díscolos se jubilaron con sus grandes fortunas intactas”. También hubo mucho de esto en Estados Unidos: como señalan Lucian Bebchuk, de Harvard, y otros, los altos ejecutivos de empresas financieras estadounidenses en bancarrota recibieron miles de millones en pagos “vinculados a su rendimiento” antes de que sus firmas se fueran a pique.

Pero la similitud más llamativa entre Irlanda y Estados Unidos fue la “imprudencia regulatoria”: la gente encargada de mantener los bancos a salvo no hizo su trabajo. En Irlanda, las autoridades reguladoras miraron para otro lado en parte debido a que el país estaba intentando atraer inversiones extranjeras, y en parte por favoritismo: los banqueros y promotores inmobiliarios tenían estrechos vínculos con el partido en el Gobierno.

En Estados Unidos también hubo bastante de esto, pero el mayor problema fue la ideología. De hecho, los autores del informe irlandés se equivocan al subrayar el modo en que los políticos estadounidenses entronizaban el ideal de la titularidad de una vivienda; sí, dieron discursos a ese respecto, pero no surtieron mucho efecto en los incentivos de las entidades crediticias.

Lo verdaderamente importante fue el fundamentalismo de libre mercado. Esto es lo que llevó a Ronald Reagan a declarar que la liberalización resolvería los problemas de las cajas de ahorros (el verdadero resultado fue unas pérdidas enormes, seguidas por un gigantesco rescate financiado por los contribuyentes) y a Alan Greenspan a insistir en que la proliferación de instrumentos derivados había fortalecido de hecho al sistema financiero. Esta ideología fue en gran medida la causante de que los reguladores ignoraran los riesgos cada vez mayores.

De modo que, ¿qué podemos aprender del hecho de que Irlanda haya tenido una crisis financiera de tipo estadounidense cuando sus instituciones son tan diferentes a las del otro país? Principalmente, que tenemos que centrarnos en los reguladores tanto como en las regulaciones. Adelante, limitemos el endeudamiento y el uso que se hace de la titularización, que son algunas de las cosas que Canadá ha hecho bien. Aunque esas medidas darán igual a no ser que la gente que considera que su deber es decir no a los banqueros poderosos obligue a respetarlas.

Por eso necesitamos un organismo independiente que proteja a los consumidores financieros (algo que Canadá también ha hecho bien) en lugar de dejar esa tarea en manos de instituciones que tienen otras prioridades. Y más allá de eso, necesitamos un cambio radical de actitud, y reconocer que dejar que los banqueros hagan lo que quieran tiene todos los ingredientes para llevar a un desastre. De no ser así, no habremos aprendido de nuestra historia reciente, y estaremos condenados a repetirla.

 

Paul Krugman es profesor de Economía en Priceton y premio Nobel de Economía 2008.

© 2009 New York Times Service.

Traducción de News Clips.

 

El País

Los peligros de la reducción del déficit

Joseph E. Stiglitz

 

Una ola de austeridad fiscal se precipita sobre Europa y Estados Unidos. La magnitud del déficit presupuestario -como la de la recesión- ha tomado a todos por sorpresa. Pero, pese a las protestas de los antes defensores de la desregulación, que quisieran que el Gobierno siguiera siendo pasivo, la mayoría de los economistas creen que el gasto público ha tenido un impacto positivo que ha ayudado a evitar otra Gran Depresión.

La mayoría de los economistas también coinciden en que es un error mirar solamente un lado de la hoja de balance (ya sea en el sector público o privado). Uno debe evitar fijarse solamente en las deudas de una empresa; también hay que ver sus activos. Esto debería servir para responder a los halcones del sector financiero, quienes están dando la alarma sobre el gasto público.

Después de todo, incluso los halcones del déficit reconocen que deberíamos concentrarnos en la deuda nacional de largo plazo y no en el déficit actual. El gasto, especialmente en inversión educativa, tecnológica y en infraestructura, puede realmente conducir a la disminución del déficit a largo plazo. La visión miope de los bancos contribuyó a crear la crisis; no podemos dejar que la visión miope del Gobierno -empujado por el sector financiero- la prolongue.

Un crecimiento más acelerado y los rendimientos de la inversión pública producen mayores ingresos fiscales, y un rendimiento de entre el 5% y el 6% es más que suficiente para compensar los incrementos temporales de la deuda nacional. Un análisis de costo-beneficio (que tome en consideración otros impactos, además de los del presupuesto) hace que esos gastos, incluso financiados con deuda, sean todavía más atractivos.

Finalmente, la mayoría de los economistas están de acuerdo en que, aparte de estas consideraciones, el tamaño adecuado del déficit depende en parte del estado de la economía. Una economía con poco dinamismo requiere de un déficit mayor, y el tamaño apropiado del déficit frente a la recesión depende de circunstancias precisas.

Es aquí donde difieren los economistas. Las previsiones son siempre difíciles, pero en especial en tiempos tan complicados. Lo que ha sucedido no es (por suerte) algo que ocurra todos los días; sería una tontería mirar las pesadas recuperaciones para predecir la actual.

En Estados Unidos, por ejemplo, la morosidad y las ejecuciones hipotecarias están en niveles no vistos en tres cuartos de siglo; la disminución de crédito en 2009 fue la mayor desde 1942. Las comparaciones con la Gran Depresión también son engañosas porque hoy la economía es muy diferente en muchos sentidos. Y casi todos los llamados expertos han probado ser altamente falibles -muestra de ello son las sombrías previsiones que hizo la Reserva Federal de Estados Unidos antes de que estallara la crisis-.

No obstante, incluso con déficit importantes, el crecimiento económico en Estados Unidos y Europa es anémico, y las previsiones de crecimiento del sector privado indican que, en ausencia de un apoyo continuo del Gobierno, existe el riesgo de un estancamiento sostenido -que el crecimiento sea demasiado débil para que el empleo vuelva a sus niveles normales pronto-.

Los riesgos son asimétricos: si estas previsiones son equivocadas y se da una recuperación más sólida, entonces, por supuesto, se pueden reducir los gastos y/o aumentar los impuestos. Pero si son correctas, entonces una salida prematura del gasto deficitario podría conducir nuevamente a la economía a la recesión. Ésta es una de las lecciones que aprendimos de la experiencia de Estados Unidos durante la Gran Depresión. También es una de las lecciones de la experiencia de Japón a finales de los noventa.

Estos puntos son particularmente pertinentes para las economías más afectadas. Por ejemplo, Reino Unido ha tenido más problemas que otros países por una razón obvia: tuvo una burbuja inmobiliaria [aunque menos grave que la de España] y las finanzas, que estuvieron en el epicentro de la crisis, desempeñaron un papel más importante en su economía que en la de otros países.

El hecho de que el Reino Unido haya tenido resultados más débiles no es resultado de políticas peores; en efecto, en comparación con Estados Unidos, sus rescates bancarios y políticas para el mercado laboral fueron mucho mejores en varios sentidos. Evitó el enorme desperdicio de recursos humanos que acompaña al alto índice de desempleo en Estados Unidos, donde casi una de cada cinco personas que buscan un empleo a tiempo completo no lo encuentran.

A medida que la economía global vuelva a crecer, los Gobiernos deberán preparar, evidentemente, planes para elevar los impuestos y recortar el gasto. Inevitablemente, el equilibrio adecuado será tema de controversia. Principios como el de que “es mejor gravar cosas malas que buenas” podrían sugerir el establecimiento de impuestos medioambientales.

El sector financiero ha impuesto enormes externalidades sobre el resto de la sociedad. La industria financiera estadounidense contaminó al mundo con hipotecas tóxicas, y en consonancia con el principio “el que contamina, paga”, se les deberían cobrar los impuestos. Además, los impuestos bien diseñados sobre el sector financiero podrían ayudar a aliviar los problemas causados por un excesivo apalancamiento y los bancos, que son demasiado grandes para fracasar. Los impuestos sobre las actividades especulativas podrían alentar a los bancos a poner más atención en su desempeño social primordial como institución de crédito.

En el largo plazo, la mayoría de los economistas coinciden en que los Gobiernos, especialmente los de los países industrializados avanzados con poblaciones que envejecen, deberían estar preocupados por la creación de políticas sostenibles. Sin embargo, debemos estar atentos al fetichismo del déficit. El déficit para financiar la guerra o para ayudar gratuitamente al sector financiero (como ocurrió en una escala masiva en Estados Unidos) generó pasivos sin contar con los activos que los respaldaran, imponiendo una carga para las generaciones futuras.

No obstante, las inversiones públicas de altos rendimientos que se pagan por sí solas pueden mejorar realmente el bienestar de dichas generaciones, y sería una tontería doble dejarles la carga de deudas correspondientes a gastos improductivos y después recortar las inversiones productivas.

Estas son preguntas para más adelante -al menos, en muchos países, las perspectivas de una recuperación sólida son, en el mejor de los casos, para uno o dos años. Por el momento, la economía es clara: reducir el gasto público no es un riesgo que valga la pena tomar.

 

Joseph E. Stiglitz es catedrático de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía en 2001.

© Project Syndicate, 2010.