Fukushima

Alejandro Nadal

La historia de Japón cambió en Fukushima

La Jornada

 

 

Fukushima es peor que Hiroshima y Nagasaki –dijo una sobreviviente del terremoto y del tsunami.

–¿Por qué piensa eso? –le preguntaron.

–Porque Hiroshima y Nagasaki son el pasado, pero Fukushima es el futuro.

El 10 de diciembre del año pasado, la delegación japonesa en la cumbre sobre cambio climático en Cancún anunció que Japón no renovaría sus metas cuantitativas para reducir emisiones de gases de efecto invernadero más allá de la expiración de 2012. En otras palabras, Japón no aceptaría una extensión del Protocolo de Kioto.

La conferencia de Cancún constituía un momento clave para decidir sobre el futuro del protocolo de Kioto que expira en 2012. La delegación japonesa remató diciendo que ahora lo importante era el (mal) llamado acuerdo de Copenhague, en el que los compromisos vinculantes son inexistentes. Esta toma de posición del gobierno del Partido Democrático de Japón le hace el juego al complejo de industrias intensivas en energía (siderúrgica, aluminio, vidrio) que son clave en la política de ese país. Las empresas en estas ramas de la industria quieren ganar tiempo para amortizar las inversiones que ya han realizado con tecnologías intensivas en energía.

Por su parte, la industria nuclear nipona soñaba con más subsidios que pudieran alimentar sus planes de expansión y con poder arrinconar una parte del importante mercado nuclear que se desarrolla en Asia, sobre todo en China. Claramente, el desastre en Fukushima ha hecho pedazos estos sueños de expansión.

Quizás lo único que queda claro en este enredo entre la política energética y ambiental de Japón es que si ese país va a avanzar hacia una combinación energética menos agresiva con el medio ambiente, se va a tener que terminar el compadrazgo existente entre el gobierno y las agencias regulatorias, por un lado, y el lobby nuclear y el de las industrias intensivas en energía, por el otro. En Japón, la alianza de la casta política con el shogunato de los grandes grupos corporativos ha dejado ya una larga estela de engaños que nadie puede olvidar. Fukushima es el escenario del último episodio.

Ni el gobierno japonés, ni el operador de la planta (Tokyo Electric Power Company, TEPCO), ni la agencia internacional de energía atómica (AIEA), han podido ofrecer una versión consistente sobre lo ocurrido en Fukushima. La información sobre los seis reactores de Fukushima proporcionada por TEPCO y el Foro Industrial Atómico (JAIF, organización que promueve los intereses de la industria nuclear en Japón) contiene muchas contradicciones y genera más preguntas de las que contesta.

La primera tiene que ver con la versión que corrió inicialmente en la prensa internacional: el terremoto provocó el cierre automático de los reactores en Fukushima, pero el tsunami destruyó o incapacitó los sistemas de enfriamiento de los reactores y eso provocó el sobrecalentamiento y explosiones de hidrógeno.

Pero hay algo que no checa en esta versión. Las fotografías, videos e imágenes de satélites (por ejemplo en la página www.isis-online.org) no contienen la evidencia de los destrozos que provocó el tsunami en la costa al norte de Fukushima. Ni los árboles en los estacionamientos, ni los patios de la planta tienen la huella del tsunami. Los escombros que aparecen se deben a las violentas explosiones de hidrógeno que destruyeron los edificios de los reactores 1 y 3.

Una buena parte de la propaganda del lobby nuclear descansa sobre esta versión de los hechos. Pero la evidencia revela que si hubo un tsunami en Fukushima, tuvo que ser mucho más débil que en Minamisoma o Sendai (distantes unos setenta kilómetros al norte de la planta). Por lo tanto, se abren dos hipótesis inquietantes. Primero, es posible que un tsunami de menor fuerza efectivamente inundó los sistemas de enfriamiento y los depósitos de combustible de los motores diesel (respaldo del sistema principal). Pero eso significa que las plantas eran mucho más frágiles de lo que nos quiere hacer creer el lobby nuclear. En este caso, TEPCO quedaría (otra vez) mal parada por su negligencia. Nada nuevo para TEPCO.

La segunda hipótesis es que el colapso en los sistemas de refrigeración fue provocado por el terremoto. En ambos casos, queda expuesta la falacia del lobby nuclear. Las plantas no son robustas y no funcionaron como se supone que deben hacerlo en caso de un terremoto. Adiós a la otra historieta del lobby nuclear.

Las relaciones de Japón con el mundo de la energía nuclear pueden parecer sorprendentes. Algunos se preguntarán: ¿cómo es que Japón, el único país que ha sido bombardeado con armas nucleares, recurrió a las centrales nucleares como fuente de energía? La respuesta está en la ocupación militar estadounidense (que concluyó oficialmente en 1952) y en sus esfuerzos por mantener el viejo orden conservador nipón con un disfraz de democracia parlamentaria. El tejido de engaños, corrupción y mentiras que envuelve las relaciones de los grandes conglomerados y el gobierno es el resultado de esa extraña mezcla.

 

http://nadal.com.mx

 

Albert Chillón y Lluís Duch

Una lección de Fukushima

La Vanguardia

 

Cuando escribimos se cumplen nueve días desde que un cataclismo natural abriese la caja de Pandora de las pesadillas que la ficción fílmica y literaria ha soñado en el último siglo. Y, en concreto, las que desde la hecatombe de 1945 han tenido a Japón como escenario. A día de hoy resulta probable que se haya consumado un grave accidente cuando este texto vea la luz; y sólo posible que los operarios que se juegan la piel para aplacar Fukushima logren confinar al genio atómico en su arcón. Sobra añadir que, de cumplirse lo primero, se habrá desatado una calamidad sin apenas parangón, cuya gravedad oscilará entre el horror de Chernóbil y la devastación que remató la Segunda Guerra Mundial, cuando el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki sumó cerca de 150.000 muertos y una legión de heridos, amén de secuelas que aún duran. Sea cual fuere su desenlace, el presente trance deber suscitar una meditación que rehúya tanto el catastrofismo como la frivolidad, y que ante todo alumbre el hondo sentido de lo que ocurre en Fukushima, esa ominosa terminal de una civilización cegada por el mito del progreso y la tecnolatría.

Entre otras posibles, el desastre en ciernes insinúa una lección que, más allá del debate nuclear, la humanidad debería asumir so pena de que el sueño de su razón siga forjando monstruos, como expresó Goya en su aguafuerte preclaro. Una enseñanza sapiencial que no emana del acervo tecnocientífico de que dispone, sino de una antigua pero nada caduca herencia que los presentes sistemas de instrucción empujan al olvido. Los mitos de Occidente y Oriente lo ilustran a modo: a instancias del diablo, Adán y Eva muerden el fruto del árbol del conocimiento y son expulsados del paraíso; Prometeo arrostra un castigo feroz tras robar el fuego de la vida a Zeus y dárselo a los humanos; Nemrod porfía en alzar un colosal zigurat, cuya cúspide rete a Dios en su mismo cielo, pero éste lo destruye y trueca el idioma común en una Babel de lenguas; Dédalo implanta a su hijo Ícaro unas alas que lo elevan a las alturas, tanto que el sol derrite la cera que fija las plumas, y el joven se desploma al suelo en picado.

Del Génesis bíblico a Godzilla y El planeta de los simios – pasando por el Fausto de Goethe y Mann, el Frankenstein de M. Shelley o El aprendiz de brujo de Dukas-, la añeja lección enseña que ese arrogante desafuero contra los humanos límites que los griegos llamaron hybris -ese pecado de endiosada soberbia, en la tradición semita- se cobra siempre una factura impagable. Séase creyente, agnóstico o ateo, tales mitos sugieren una acientífica aunque abisal sabiduría acerca de los límites del poder y conocer que refuta la fe tecnocrática en boga. Pero también, al tiempo, narran y lamentan que el ser humano -ambiguo, indigente, ignorante a fuer de racionalista, casi siempre miope- a duras penas se muestre capaz de asumirlo. El frágil animal fantaseador que somos, en lúcido dictum de Nietzsche, tiende a vivir embriagado por una voluntad de poderío que le lleva a crecer, multiplicarse y extender su férula sin tasa, y a creer a pie juntillas en ilusiones y espejismos de toda especie.

Ni ángel ni bestia, según Pascal, se sueña no obstante Dios, y busca endiosarse a cualquier precio, embargado por una primordial idolatría en cuya entraña -como sugieren la caverna de Platón, el velo de Maya hinduista, La vida es sueño de Calderón o la película El show de Truman- vive sin darse cuenta.

Desencadenada por la naturaleza, la calamidad que acaba de azotar Japón es en sí inevitable. Pero la fisión atómica que amenaza desbocarse en Fukushima podría precipitar un impredecible cataclismo, riguroso fruto de la cultura y la acción -y omisión-humanas. Erigida sobre una inquieta falla tectónica por el único país que ha padecido el infierno nuclear, sus reactores no sólo encierran un posible -e irreversible- apocalipsis, sino una enseñanza implacable. A lomos de la opulencia tecnológica, la humanidad extiende su imperio a casi todos los rincones de la naturaleza y la vida. Y sin embargo, ebria de esa compulsiva ansia que parece catapultarla más alto aún, no repara en que la ilusión de progreso puede resultar en regreso. Ni tampoco en que el desafuero económico, biopolítico y medioambiental que la globalización fomenta deriva de su hybris sempiterna, que sólo una sabiduría basada en la autolimitación, la sobriedad y la mesura podría domeñar acaso.

Como Chernóbil, Haití, el mar de Aral o Bhopal, la tragedia que se cuece en Japón -en apariencia remotamente improbable-merodea los peores augurios. Pero también revela el envés del imperio neocapitalista y depredador que los grandes poderes promueven, y del que casi todos los súbditos y ciudadanos de sus regímenes, en mayor o menor medida, acabamos participando. Fukushima es un nodo en llamas de la tupida red tecnoindustrial que nos brinda comodidades, lujos y ensueños sin riendas, al precio de socavar los mismos cimientos naturales y culturales del limitado acomodo material que con juiciosa prudencia y contención – buscando una vida buena, y no sólo la buena vida-deberíamos reservarnos. El mundo entero precisa acometer una revolución igualitaria y austera, un cambio de paradigma civilizatorio resumible en el viejo adagio latino Ne quid nimis:”Nada en demasía”.

 

ALBERT CHILLÓN, profesor titular de la Universitat Autònoma de Barcelona y escritor. LLUÍS DUCH, antropólogo y monje de Montserrat.

 

 

 

Xabier Arana Eiguren

Fukushima, ¿principio de una nueva era?

Gara

 

El comienzo del siglo XXI ha venido cargado de impactantes acontecimientos que han sacudido nuestras conciencias y civilizaciones. El primer aldabonazo lo dieron en 2001 los aviones-bomba que echaron abajo las Torres Gemelas, en aquella trágica jornada del 11-S. Luego llegarían los ataques contra civiles de Madrid y Londres, sin contar los innumerables atentados producidos en muchos otros países. Las guerras de Irak y Afganistán son una terrible pesadilla con la luz encendida.

En la próxima estación de las sorpresas, se descubrió que la economía mundial tenía pies de barro, y se inició el efecto dominó financiero con repercusiones en todo el planeta. A esta segunda crisis global, se han destinado sumas multimillonarias de fondos públicos para apuntalar el mercado, mientras que al mismo tiempo se imponían recortes sociales y laborales. La situación ha dibujado un duro escenario, marcado por el drama del paro, viviendas embargadas y las medidas de ajuste que afectan a las familias.

En clave medioambiental, el pasado año la Unión Europea reconoció oficialmente que había fracasado en su intento de frenar la pérdida de biodiversidad, en su iniciativa Countdown 2010. Esta pérdida de capital y patrimonio natural, que es un síntoma de la enfermedad, se está produciendo a escala planetaria.

El arranque de la segunda década ha sido trepidante. El comienzo de 2011 vino marcado por las revueltas iniciadas en los países árabes del norte de África, reclamando libertades públicas y formas de gobierno democráticos. Las primeras revoluciones pacíficas de Túnez y Egipto, se ha tornado violenta en Libia, con un país sumido en una cruenta confrontación armada.

De nuevo se ha impuesto la lógica de la guerra.

Como embate final, y cuando todavía se sigue acogiendo a las niñas y niños de Chernobil en nuestros pueblos y ciudades, se ha producido la catástrofe nuclear de Fukushima. El drama humano que vive Japón, sacudido por un terrible terremoto, un devastador tsunami y la posterior crisis nuclear, despierta sentimientos de solidaridad en nuestro fuero interno pero, a su vez, nos pone en guardia sobre el modelo energético pivotado en la energía nuclear. En el drama japonés se ha producido la conjunción de todas las crisis globales antes mentadas: social, ambiental y económica.

Tenemos que aprender la lección de todas estas señales que nos está dando el planeta y la historia. En primer lugar, hay que adaptarse al planeta y a las leyes de la naturaleza; y proteger su capital natural, básico para la vida. En segundo lugar, si se quiere un mundo estable y cumplir los Objetivo del Milenio de la ONU, que busca el desarrollo humano en todos los rincones del planeta, los fondos públicos destinados a la guerra y la destrucción deben dirigirse a la construcción de un planeta saludable, próspero y solidario en clave de sostenibilidad. La tercera lección es que debemos apostar por un nuevo modelo de energía, basado en el ahorro y las fuentes renovables. Este modelo favorecerá, a su vez, el impulso de una economía verde, que cuide del medio ambiente y de la salud de las personas. Por último, pero quizá debiera ocupar el primer puesto, se debe arrinconar la violencia para dar paso a la palabra y a la democracia.

Hay que pasar página al libro de la historia para adentrarnos en un nuevo tiempo. La sociedad global y la comunidad internacional disponen de medios intelectuales, culturales, materiales y financieros para ello. Pero el mundo necesita una nueva escala de valores. Si se quiere, se tiene la oportunidad de iniciar una nueva era.