España de no

El elemento más definitorio de España durante muchos siglos ha sido el rechazo de los factores que cuestionasen la propia percepción que los españoles tenían de sí mismos, basada en la superioridad del ser español con respecto a cualquier realidad exterior que apareciese enfrente de España. No a lo morisco, no a la Reforma, no a la Europa que buscaba participar en el expolio de América, no a la libertad de pensamiento, no a la independencia del Imperio, no a la independencia de las Antillas y Filipinas y, por supuesto, no a una Navarra independiente, no a unos territorios navarros diferenciados por sus fueros de las provincias españolas…

La frustración derivada del fracaso de las aspiraciones españolas, como fueron en su día la pérdida de América, o en tiempos más cercanos la de Cuba, se tradujo en una cantinela de lamentaciones mantenida en su imaginario por la intelectualidad española hasta nuestra época. Álvarez Junco ha hablado de MATER DOLOROSA, refiriéndose a la España del siglo XIX. Descubre esa frustración que ha agitado a las élites españolas de toda índole al constatar el distanciamiento que se había abierto entre la propia España y las naciones europeas que habían sido capaces de adaptarse a las exigencias del mundo contemporáneo, permitiéndoles reconstituir sus viejos imperios y aspirar a la hegemonía. España veía venirse abajo su Imperio en el momento más delicado, cuando la industrialización transformaba tan profundamente las estructuras socio-económicas europeas, dotando de una potencialidad a sus viejas rivales que les permitiría dominar el Planeta durante más de siglo y medio. Sensación de fracaso, igualmente, en el plano político; no únicamente por la incapacidad manifiesta de establecer un sistema político constitucional, sino, especialmente, por las dificultades insuperables para construir una nación como exigían los tiempos a los estados que pretendían desarrollar un papel destacable en la escena internacional.

La inadaptación secular se reflejó en unas tensiones que cuestionaban permanentemente el mismo estado. En otras latitudes las convulsiones sociales no ponían en duda el estado, al menos por lo que se refiere a Europa occidental. En Francia, Inglaterra, Italia -y en la propia Alemania- no se discutió la nación, el Estado. La lucha era de clases y en torno al modelo social. En España se rechazaba el Estado. Es imposible perder de vista que los grupos sociales dominantes españoles lograron impedir cualquier modificación que significara un deterioro de su status. Las clases feudales mantuvieron su predominio y no apareció alternativa burguesa. Los elementos burgueses que fueron surgiendo encontraron unas condiciones de enriquecimiento excepcionales y terminaron siendo cooptados por los antiguos oligarcas. ¡Cuánta frustración en el resto del cuerpo social! De aquí surgirá el mito de “las dos Españas”… La virulencia de las convulsiones sociales que se manifiesta en la contundencia de revueltas y represión, hasta constituirse en paradigma de fractura nacional.

Llamativamente, será con Franco con quien se consiga superar el distanciamiento tradicional con Europa. Franco, el amigo apestoso de Hitler y Mussolini, pero con el que la Europa democrática no sintió ninguna repugnancia en cohabitar. Esa Europa permitió el desarrollo económico español y que apareciera una sociedad industrializada, burguesa y modernizada; sin que, previamente, hubiese sido desmontada la oligarquía de raigambre medieval. Sociedad modernizada de cuyo horizonte ha desaparecido la fractura social, las dos Españas. España se mira orgullosa a sí misma. Forma parte del bloque dirigente mundial, de los desarrollados. ¿Qué problema puede tener? Aquí están los vascos… y los catalanes… y… Tal vez no sea tan fuerte, pero, desde luego… ¡Ahora que habíamos superado nuestro atraso y nuestros complejos!

Proclaman que la transición constituyó un momento luminoso, que permitió a España liberarse de rémoras y lastres del pasado, consiguiendo un sitio junto a las naciones que van a la cabeza de la Humanidad. España se contempla con el esplendor de una sociedad que muestra su grandiosa madurez, cuando es capaz de mirar hacia atrás sin ira y decide que únicamente importa el futuro. Mas la transición -la reconversión de la Dictadura franquista en Democracia- no resolvió los problemas históricos de España. Solamente los ocultó, los aparcó; gracias especialmente al interés de Europa en que la desaparición del dictador no fuera convulsa. No hubo problema social que resolver, al menos diferente del que podía existir en el resto de los países desarrollados. No era un problema de lucha de clases propio de otras épocas históricas ya superadas. Las diferencias de tipo social no abocaban a ninguna revolución. Podían ser resueltas con los ajustes ordinarios que primaban en el Estado de Bienestar. Monarquía, República… ¡Corramos un estúpido velo! ¡La democracia es lo que importa! Resta el problema de los “nacionalismos periféricos”… ¡Los vascos siempre a contrapié!

La mala conciencia de los españoles, en mayor o menor medida consciente en relación con las pretensiones de vascos y otros pueblos a la independencia, explica la virulencia con la que contemplan la cuestión. En el momento presente es tarea inútil razonar sobre una materia en la que el interlocutor toma postura, no en atención a una norma de valor abstracta y universal, sino en función del interés que para él mismo tiene la aplicación de la citada norma. El derecho de una colectividad a ser dueña de sus destinos tiene la misma validez en el Tíbet que en Navarra. El español lo acepta allí y lo niega aquí ¿Vale la pena el esfuerzo por razonar? Mejor consideremos la situación presente. Ibarretxe presentó su plan con un cuidado exquisito de las formas protocolarias y con una metodología de excelsitud democrática -si por tal debe ser considerado el acuerdo dentro del marco institucional y la propuesta del refrendo de las urnas en cualquier proyecto político de calado-. España se limitó a dar un manotazo sobre el tablero de ajedrez. El Parlamento catalán presentó su propio proyecto de Estatuto, pero, al decir de Alfonso Guerra con el cinismo de su paisano sevillano el Diablo cojuelo, las Cortes españolas lo “cepillaron”. Ibarretxe plantea ahora su “Hoja de ruta”… ¡Se abrieron las compuertas del Jordán y desataron los rayos del Olimpo!

España sigue diciendo ¡No! Se perpetúa en la rigidez de su fracaso histórico y es incapaz de entender el valor de una retirada a tiempo. A corto plazo puede que consiga que Ibarretxe no lleve adelante su hoja de ruta; a medio -y largo plazo- Ibarretxe, o quien sea, seguirá proponiendo planes y presentando estatutos. Los españoles no se acuerdan, al parecer, de que Sagasta ofreció la autonomía a Cuba. Los españoles no recuerdan a Abd-El-Krim. Han olvidado que tuvieron que abandonar sus colonias en el Golfo de Guinea y pretenden olvidar que salieron de una manera poco decorosa del Sáhara. En ninguna de estas ocasiones sirvió de nada la política de fuerza, ni cuando actuó el ejército español, ni cuando no actuó.