Soler solía –y cada vez suele más, en estos días– apelar a la ironía, a salir por la tangente del humor, cuando las apelaciones tácitas o más o menos explícitas de las circunstancias solían/suelen ponerlo entre la espada y la pared, entre la tecla y el papel, entre el silencio y la opinión. Y no solía o suele ya enorgullecerse del recurso que utilizaba. No daba para más; el recurso, digo. Y sin embargo…
Solía sucederle así, con distintas cuestiones. Por ejemplo, el comportamiento de un árbitro en la final del Mundial o de un enganche veterano en una mesa de negociaciones contractuales, el dictamen de un siniestro juez neoyorquino en una cuestión de fondos o el desmadre de un cínico gobierno atropellador en un territorio usurpado. Estos hechos solían interpelar a Soler –o hacer que se sintiera interpelado, ya que solía ser sensible a esos estímulos– buscando/requiriendo de él un análisis, un juicio personal, una toma de partido, una opinión al menos. Hacía mucho que solía pasar eso.
Y en estas, como en otras circunstancias similares, Soler solía descubrir, con cierto (por verdadero) desasosiego, que algo debería estar mal en él porque –aunque tenía opinión/juicio/partido formado y tomado– no solía tener ya ganas de manifestarlos. Sobre todo ante quienes esperaban algo de él, empezando por sí mismo. Soler, entonces –al reconocer dentro de sí algo que sin duda estaba mal– solía sentirse peor. Una cosa que –saludablemente– sólo debía/solía interesarle a él. Y en eso estaba, lidiando consigo.
Al respecto de sus sensaciones, Soler solía recordar sin demasiado rigor ni justeza dos citas citables adecuadas –en tanto huida hacia el humor y la ironía– a las circunstancias que lo acosaban: la famosa “Ya que no podemos cambiar la realidad cambiemos de conversación”, que deja caer un personaje del Ulises joyceano, y aquel memorable apotegma de Ernesto Esteban Etchenike, impune cultor del aforismo creado por el negro Fontanarrosa: “Puedes hacerte una armadura de palabras. Pero no te pelees”. Con esas dos referencias de cabecera y frazaditas para los pies, Soler solía aspirar a dormir tranquilo. Pero no solía lograrlo. Porque la cuestión no venía (sólo) por ahí.
La forma más coherente que solía encontrar para describir su incomodidad era apelar a la sensación, al recurso del pudor. La experiencia de muchos años de ejercicio tan deslenguado como sincero de “opinator” todo terreno lo habían vacunado contra la falacia de suponer/hacer suponer a los demás /que uno es (se define por) lo que dice o lo que cree o lo que opina. Y si uno, pasada la adolescencia –solía decir Soler ahora, con una acaso escéptica pero no cínica visión del asunto–, si uno, repetía, es algo que puede definirse, ha de ser sólo por lo que hace. Y entre todas las cosas que hace, decir y opinar son apenas un aspecto –y no el más importante– que sólo cobra valor como resultado de confrontarlo con el resto de sus acciones. Por eso, para poder hablar/opinar (putear en la cancha, ponerse una remera del Che, decirse cristiano, denunciar corrupción ajena) cabe –solía pensar Soler, el defectivo– tener cierto pudor. Un sentimiento en baja, que no cotiza hoy en el puto mercado mediático.
Hechas todas estas salvedades, Soler solía atreverse pudorosamente a opinar –escudándose tras la humorada del sabio Groucho y como socio vitalicio de su club de impresentables– sobre algunas cuestiones: solía decir, así, que por ahora o al menos por ahora, entre Riquelme y la dirigencia y conducción de Boca se quedaba toda la vida con el Diez; que creía –dadas las actuales circunstancias– que el juez Griesa y sus vergonzantes socios (también) locales representaban la peor cara del perverso (des)orden internacional que propicia el saqueo y la desigualdad estructurales, y finalmente que –sopesando claroscuros de décadas– creía que nada podía justificar que el actual gobierno de Israel (protegido por sus aliados occidentales) hiciera lo que hacía en Gaza, indiscriminadamente, contra el pueblo palestino.
Con tales fundamentados exabruptos expuestos dentro del campo de lo opinable, Soler suele creer que cumple con cierto imperativo propio de la época y de la coyuntura puntual: se supone que tiene que hablar y opinar y –con todos los paraguas éticos disponibles– lo ha hecho. Después, no sin cierta sensación de alivio culposo, le guiña un ojo al retrato de Groucho, vuelve a la interrumpida lectura de Jünger y Gadda, a Rider Haggard, a las peripecias de Alec Guinness entre Gibraltar y Tanger en The Captain’s Paradise y a la espera del comienzo del nuevo y monstruoso campeonato de la AFA (Asociación de Fútbol Argentino) de cuyo nombre y estructura nadie puede acordarse.
“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros.” Groucho Marx
Juan Sasturain
PAGINA 12